Enlace Judío México.- Durante todo el mes de abril del año en curso pudimos disfrutar de la temporada de la obra “Mazel y Shlimazel: la leche de la leona”, en el auditorio Julián Carrillo de Radio UNAM, y en la Sinagoga Histórica Justo Sierra.

IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Se trata de un cuento original de Isaac Bashevis Singer, cumbre de la literatura yiddish y Premio Nobel de Literatura en 1978.

El cuento es tan amable como lo puede ser la literatura dirigida a lectores jóvenes (algo a lo que Singer le tuvo mucho aprecio), pero tan compleja, profunda y hasta bizarra como suelen ser los textos de este gran escritor judío.

Todo gira en torno a dos espíritus que siempre están afectando la vida de los seres humanos: Mazel, el espíritu de la buena suerte, y Shlimazel, su némesis y enemigo. En el relato, el ser humano aparece como una mera marioneta de estas dos potencias trascendentales, sutiles pero irresistibles, que hacen y deshacen con nosotros a su absoluto placer.

Lo que menos les importa somos nosotros. Todo se trata de demostrar qué tanto poder tiene uno o el otro. Mazel, para brindarle todo tipo de beneficios a quien proteja; Shlimazel, para destruir todo lo logrado por Mazel en el menor tiempo posible.

Por supuesto, se trata de una proyección de la experiencia judía tantas veces sufrida por las comunidades de habla yiddish: lo difícil y lento que podía ser desarrollar cierta estabilidad e incluso cierta prosperidad, y lo fácil y rápido que podía convertirse todo en desgracia.

En el mejor estilo de la literatura y la idiosincrasia ashkenazí, Singer nos cuenta esta historia haciéndonos pasar por todo tipo de sentimientos, desde la alegría hasta la frustración, pasando obligadamente por el humor negro. Singer se ríe de la buena y la mala suerte por igual, pero también del afortunado y del desafortunado.

El final es, por supuesto, feliz. Gracias a la intemperancia de Shlimazel, Mazel tiene la oportunidad final de remediarlo todo y garantizar que los protagonistas puedan realizarse plácidamente, mientras que los malos tienen un destino trágico bien ganado.

Pero en medio de todo ello hay muchas arbitrariedades, que incluso pueden evaluarse como absolutas injusticias.

Como ya se señaló, todo comienza por una discusión entre el espíritu de la mala suerte y su contraparte de la buena suerte. Hay un eco a la discusión entre D-os y Satán en el libro de Job, y así como este último simplemente es un campo de batalla donde uno y otro desean demostrar la validez de sus puntos, Tam –el protagonista del cuento de Singer– sólo es alguien que sirve para que Mazel y Shlimazel tengan su pulso.

Este personaje humano no tiene mérito inicial alguno. Si a lo largo de la obra demuestra ser una buena persona, sólo es resultado de que la buena suerte (la acción de Mazel) le ha sonreído. No lo escogen porque lo merezca. Lo escogen por puro placer, por pura pugna.

A Singer le resulta intrascendente reflexionar si acaso en la aldea donde comienza la historia habría alguien más digno que Tam para terminar convertido en rey consorte (porque así acaba la obra). Pero no porque el asunto se le pase por alto, sino simplemente porque así es la vida. Singer retrata con dolorosa precisión lo fortuito y arbitrario que puede ser el destino, e incluso lo ridículo que resultan los planes y los sentimientos humanos cuando todo parece que es una mera apuesta entre D-os y el Diablo, o entre la buena y la mala suerte.

Llevar esta deliciosa historia a escena puede ser tan simple o complejo como se desee. En esta ocasión, la compañía Ambidiestra Escénica ha optado por una muy original estrategia, que fusiona lo interdisciplinario con lo minimalista.

El escenario apenas se compone de tres elementos: una actriz (Abigail Jottar) que narra la historia y representa a todos los personajes, un músico (Gilberto Sánchez, violonchelo) que paso a paso construye su propia narrativa para reforzar lo que sucede en la escena, y una pantalla en la que se proyectan recortes de tela (a cargo de Uriel Jottar), lo mismo para mostrarnos a los personajes, a los animales, a los lugares, a Mazel o a Shlimazel.

El trabajo de Abigail Jottar es de lo más interesante y retador: sin necesidad de grandes trazos, sin recurrir a ningún tipo de parafernalia o escenografía, su voz, sus gestos y su lenguaje corporal son el único recurso con el cual nos trae de ida y vuelta todo el tiempo entre unos y otros personajes, unas y otras situaciones, la buena y la mala suerte, la felicidad y la desdicha. Apenas si se mueve en un pequeño espacio que no supera los seis metros cuadrados, y sin embargo nos obliga a movernos por un reino fantástico con reyes, conspiradores, leones, ángeles y demonios. Su vestuario está en perfecta sintonía con esta intención minimalista: negro. Simplemente negro. Es la magia que surge de su interpretación la que nos hace imaginarnos todo lo que aparece en el cuento de Singer: una aldea, una casucha que se desmorona, un carruaje que se descompone, un palacio donde hay gente buena y gente mala.

Momento a momento, el violonchelo de Gilberto Sánchez parece ser un eco de la voz de Abigail Jottar. Ríe, llora, cuenta, canta, se divierte, se desespera con ella y con la historia, como si el instrumento también fuera un cuentacuentos decidido a explicarnos los vaivenes de la vida. La música es una improvisación –no podría ser de otra manera, ya que debe ajustarse al resultado escénico que, necesariamente, puede variar de una función a otra–, pero es evidente que está clara y plenamente diseñada en un correcto y adecuado trabajo interdisciplinario. Gilberto sabe lo que va a hacer Abigail, y Abigail confía plenamente en lo que está haciendo Gilberto. El resultado es magnífico: la narración musical refuerza a la narración teatral, y la narración teatral le da sentido y forma a la narración musical.

Al fondo, mientras tanto, el trabajo de Uriel Jottar viene a redondear ese proyecto de minimalismo escénico: sencillos trozos de tela con recortes lo más escuetos posibles, van ilustrando paso a paso lo que el violonchelo y la actriz nos están contando. Pero Uriel cuida de no saturar la escena. Al contrario: por medio de un manejo perfecto de la elipsis narrativa, usa el menor número de imágenes posibles, mismas que están hechas con el menor número de trazos posibles. Sin embargo, no falta nada (y menos aún sobra algo). Está lo que tiene que estar y se dice lo que se tiene que decir.

El resultado global es un montaje hecho en la mejor tradición del cuentacuentos: un derroche de creatividad que nos obliga a soltar la imaginación y ver la obra, más que en el foro, en el interior de nosotros mismos.

Porque, a fin de cuentas, todo eso de los genios de la Buena Suerte y de la Mala Suerte son algo que tiene que ver con el interior de nosotros mismos.

Y la compañía Ambidiestra Escénica, bajo la dirección general de Abigail Jottar, lo sabe y lo logra.

Una obra muy divertida para niños y muy disfrutable para adultos. Habrá que estar pendientes para cuando se anuncie su siguiente temporada de presentaciones.