Enlace Judío México.-No es un partido el corrupto. Lo son todos. Y todos irán cayendo en un momento u otro.

GABRIEL ALBIAC

Al estudioso de la revolución francesa, es de rigor que lo desasosiegue el frontal dictamen mediante el cual Robespierre fija la alternativa del constitucionalismo: “o la corrupción o el terror”. “Terror” es el sinónimo del Estado de guerra. “Corrupción” tiene, para los revolucionarios franceses, un rostro: el del modelo británico, esto es, la compra de todo el edificio en ruinas del viejo régimen por la nueva burguesía que habrá de reconvertirlo. La tesis “o la corrupción o el terror” es la constancia sencilla de que una máquina institucional puede, o bien ser comprada a sus antiguos propietarios o bien ser destruida junto a ellos. O –lo más común– ambas cosas. A un tiempo, o sucesivamente. Y ese dilema es inseparable del nacimiento de los regímenes burgueses a los cuales Europa y los Estados Unidos llamaron democracias.

La transición planteó, en la España posterior a 1975, ese mismo dilema, que es el que acompaña siempre al nacimiento de los Estados modernos. La tragedia es que aquí sucedió con más de siglo y medio de retraso. Aplicando un criterio que hoy nos aparece, sin duda alguna, como el menos costoso, se apostó por la corrupción. Que es, en efecto, la apuesta más incruenta en el dilema.

La corrupción es, desde su nacimiento a partir de la última década del siglo XIX, el problema axial de los Estados democráticos. Porque su riesgo no es accidental: va ligado al amplísimo espectro de libertades y autonomías individuales que las sociedades burguesas ponen, por primera vez en la historia, en pie; ante todo, en el campo de la economía. No se trata, por supuesto, de pretender que en los viejos regímenes, en diverso grado autócratas, no existiera corrupción. Pero la propia restricción de los sujetos con acceso al mando y la rígida jerarquía que codifica sus relaciones limitaban la extensión de ese mecanismo, convirtiéndolo en una anomalía.

Liberada de intervención la economía en las sociedades burguesas, sólo una eficacia sin precedente del aparato judicial podrá garantizar que el automatismo de la corrupción no las destruya. La exigencia de “división y autonomía de poderes” en el Estado democrático viene exigida por ese riesgo. En ningún modelo tanto como en el democrático son altas las tentaciones de saquear al amparo del poder. En ningún otro, la potencia de los jueces para castigar por igual y sin limitaciones de ningún tipo a todos –y, en especial, a quienes controlan ejecutivo y legislativo– se hace tan indispensable.

En España, se operó a la inversa. Y, si bien la Constitución garantizaba la independencia de los órganos de gobierno de los jueces, la Ley Orgánica del Poder Judicial del año 1985 acabó con ese riesgo de que los políticos fueran tratados por los tribunales exactamente igual que el resto de los ciudadanos. La atribución del nombramiento del completo Consejo General del Poder Judicial a los partidos parlamentarios, vició definitivamente la democracia española. Hizo, así, casi impunes a los políticos. E hizo de la corrupción la principal fuerza motora del sistema.

Eso es lo que se ha quebrado. No es un partido el corrupto. Lo son todos. Y todos irán cayendo en un momento u otro. Hay que empezar desde cero. Dividir y autonomizar los poderes. Legislar con transparencia esa sentina que es la financiación de los partidos. No, no es el PP el que está en riesgo de extinguirse. Es el sistema democrático. Todo partido es necesariamente corrupto. Mas, si la cárcel acecha seriamente, el robo perderá algo de su atractivo.

 

 

 

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