Enlace Judío México.-Hace casi siete años que me encargo de dar charlas didácticas en el Palacio de Bellas Artes (Ciudad de México), previas a los conciertos dominicales de la Orquesta Sinfónica Nacional. Como podrán imaginar, aprovecho mi condición de empleado de la orquesta para asistir frecuentemente a sus conciertos, cosa que siempre hago acompañado de mi mamá, ese cómplice perfecto para pasear los domingos en la mañana.

IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Puedo decir sin temor a exagerar que muy pocas veces he visto algo como lo que vi este domingo pasado, y que también sucedió el viernes en la primera función de la orquesta, cuando un Palacio de Bellas Artes lleno, pletórico, se rindió fascinado ante el talento descomunal de la joven pianista tapatía (originaria de Guadalajara, Jalisco, para los que no están acostumbrados a estos modismos mexicanos) Daniela Liebman.

Es difícil saber qué es más impresionante en ella. No sólo tiene una belleza física notable, sino además una presencia escénica contundente. Desde su ingreso a la sala, pasando en medio de los primeros violines, llama la atención. Es el tipo de músico que uno no nada más tiene que escuchar, sino que también tiene que ver, observar. Su lenguaje corporal envía, con la mayor naturalidad posible, el mensaje contundente de que ella es la artista, ella es la dueña del escenario, de la función, y uno simplemente tiene que poner atención.

Sonríe, nos cautiva, se acomoda en el piano, y todo lo demás se hace suyo.

Por supuesto, más allá de eso está el talento. No sólo logra una ejecución impecable del Concierto para Piano en Sol Menor Op. 25 de Félix Mendelssohn, sino que además lo hace con una musicalidad sorprendente. Es evidente que Daniela Liebman entiende perfectamente de qué se trata el concierto. No sólo en lo que respecta a tocar las notas, sino al discurso musical –que incluye aspectos teóricos, pero también emotivos; no en balde es uno de los conciertos para piano más representativos del Romanticismo Alemán del siglo XIX–.

La música en sus dedos fluye, cobra vida. Daniela va más allá de la técnica, la velocidad y la puntería obligatoria para tocar obras con este nivel de dificultad, y nos demuestra que puede tomar todo eso y ponerlo al servicio del arte. Si por una parte se puede decir que Félix Mendelssohn escribió un magnífico concierto justo porque tenía un mensaje musical que transmitir (y no en cualquier nivel, sino en el de un verdadero genio), Daniela demuestra, compás tras compás, que ha entendido cabalmente la esencia de ese mensaje y lo hace sonido, lo hace música.

Por eso el Palacio de Bellas Artes la ovaciona de pie al final con un estruendoso aplauso. Nos ha obligado a rendirnos, gustosos, ante su talento. Nos ha confirmado por qué su carrera como concertista a nivel internacional se está consolidando paso a paso.

O tal vez lo más sorprendente es que Daniela sólo tiene 15 años de edad, y ya ha llegado a un lugar al que la mayoría de los pianistas nunca va a llegar.

Cierto: es sorprendente la precocidad de su talento musical, aunque podría decirse que, en realidad, hay muchos talentos infantiles que están en el mismo nivel si hablamos de lo que pueden hacer los dedos. Pero lo de Daniela no son los dedos. Más sorprendente aún es la precocidad de su madurez artística, eso que en realidad sólo se logra con los años, pero que en su caso ya es evidente pese a que todavía es una adolescente.

Sobra decir que las previsiones para esta joven pero gran artista son de lo más optimistas. Estamos presenciando el inicio de una carrera artística que va a dar mucho de qué hablar.

Ahora bien: sería injusto deshacerme en elogios hacia Daniela, y no mencionar el trabajo que ha hecho a la par el Director Huésped que esta semana ha tenido la Orquesta Sinfónica Nacional, este joven director, natural de Oviedo, España, se encargó de dos cosas: la primera, de lograr que el trabajo de Daniela Liebman como solista fuese lo mejor posible (y en un momento más explico a qué me refiero); la segunda, hechizarnos con su interpretación de la música de Berlioz, con la que abrió y cerró el programa (Obertura del Carnaval Romano y Sinfonía Fantástica, respectivamente).

Vamos por partes: el trabajo entre un director y un solista (Pablo y Daniela, en este caso) es complejo. Ambos deben conocer bien las obras, pero además deben entenderse en lo que significan. Y no es sencillo cuando un director profesional, bien experimentado y con un gran trayecto recorrido, tiene que trabajar con una solista de apenas 15 años de edad. La tentación inevitable sería que el director impusiera su agenda.

Pero no es el caso de Pablo González. Además de detectar el gran talento de Daniela, Pablo le ha permitido proponer, buscar, construir su propio discurso musical, y él se ha encargado de que la orquesta refuerce la belleza de la ejecución de Daniela. En cada momento, se aprecia que todos los detalles están cuidadosamente trabajados.

La orquestación hecha por Mendelssohn para acompañar al piano en esta obra es sutil, delicada, perfecta en todos sus detalles. Es una demostración contundente de por qué Mendelssohn está considerado uno de los más grandes genios de la música. Y Pablo González está consciente de todo ello. Demostrando un dominio absoluto de su oficio, cada nota que toca la orquesta cumple a la perfección su objetivo. Cuando se trata de acompañar al piano, la orquesta siempre suena detrás, sin opacar a la solista, embelleciendo y no estorbando. Cuando se trata de recuperar el protagonismo mientras el piano toma un respiro, la orquesta suena perfecta, imponente, vivaz y luminosa.

La combinación es perfecta: si bien Daniela tiene todo el talento para brillar por sí misma, acompañada por una orquesta de primer nivel dirigida por un director talentoso, minucioso y creativo –como Pablo González– el resultado es cautivador por partida triple.

La obra con la que cierra el programa nos lo vuelve a demostrar. Si al inicio del festín musical –la Obertura del Carnaval Romano– Pablo González ya nos había demostrado la madurez de su oficio, la solidez de su talento, y la capacidad para lograr que una orquesta como la Sinfónica Nacional simplemente suene soberbia, con la titánica Sinfonía Fantástica Op. 14 de Berlioz nos convence de que está considerado uno de los mejores directores orquestales de su generación por méritos más que sobrados.

Histriónico por naturaleza, Pablo es un director que aprovecha bien todo el espacio de su podio para moverse. Su enorme estatura no le impide balancearse, dar pasos, regresar, incluso hasta brincar, mientras sus brazos van y vienen por todos lados mientras la orquesta toca.

Y no son movimientos gratuitos o efectistas. Lo más fascinante de todo es que a cada movimiento de Pablo –pequeño o grande– siempre hay una reacción en la orquesta. Cada vez que él hace algo con su cuerpo, algo pasa en la orquesta. Y eso significa que el trabajo a lo largo de los ensayos ha sido preciso, bien enfocado por el director, bien entendido por los músicos. La orquesta, por supuesto, se deja llevar. Se hace notorio que sus músicos están disfrutando el concierto, están haciendo arte, están trayendo a la vida algo fantástico (y no sólo por el título de la obra).

Esta sinfonía de Berlioz no es sencilla. De entrada, es muy larga. Dura entre 55 minutos y una hora. Inevitablemente, es una obra que siempre conlleva el riesgo de que el público se distraiga o incluso se aburra.

Pero Pablo ha entendido perfectamente a Berlioz (cosa nada sencilla, porque uno de los autores más neuróticos y, por lo tanto, herméticos en la Historia de la Música, es justamente Berlioz), y sabe cómo manejar los cinco movimientos de la orquesta para construir un discurso intenso, dramático, siempre “in crescendo” que obliga a todo el público a estar atento.

La obra cuenta una historia que podríamos definir como típica, si nos ubicamos en el Romanticismo europeo del siglo XIX. Basada en algunos rasgos autobiográficos (y por eso el título original puesto por Berlioz: Episodios en la vida de un artista), se trata de una persona perdidamente enamorada pero no correspondida, que en su desesperación asesina a la mujer amada y por ello es condenado a morir ahorcado. Todo empieza con un sueño bajo los efectos del opio, sigue con un baile y una escena pastoril, pero empieza a llegar a su clímax con la escena de la ejecución en el cadalso (cuarto movimiento). Y entonces llega la apoteosis (si se me permite el término, por supuesto): el aquelarre donde brujas y demonios bailan en el momento del funeral del amante caído en desgracia.

Lograr la intensidad perfecta para este final sólo es posible si se ha trabajado correctamente el resto de la obra. Y Pablo González lo ha hecho. Paso a paso, durante un poco más de media hora nos ha ido preparando para colapsar ante la imponencia del movimiento final, una de las obras orquestales más magníficas de todos los tiempos.

Todos los detalles, bien cuidados; la potencia con la que los instrumentos de metal abruman al auditorio, perfecta.

El trabajo de Pablo es hipnotizador. Si acaso existiera en la vida real esa posibilidad de ver brujas bailando con el mismísimo diablo, supongo que los que pudieran ser testigos de tan magno evento pondrían toda la atención posible porque no querrían perderse de ningún detalle.

Y eso es lo que ha logrado este joven y talentosísimo director español. Sin brujas, sin demonios, sin el mismo diablo. Sólo con su talento musical, su profesionalismo, su profundo conocimiento de la música que trabaja: nos ha obligado a estar sentados, quietos, atentos, durante casi una hora. Y al final, por supuesto, nos ha hecho explotar en aplausos acaso sólo superados en volumen por la fastuosa interpretación de la Sinfonía de Berlioz.

El público mexicano sabe premiar a los grandes artistas. Por ello, ese mismo público que se rindió ante Daniela Liebman, al final se rinde ante Pablo González. La gente no se cansa de aplaudir, así como yo no me canso de elogiar a estos jóvenes talentos de la música clásica.

Sí, adivinaron. Quedé impresionado por el concierto. Y les juro que no es sencillo. Tantos años trabajando en esto que a veces ya todo me parece rutinario.

Pero no con Daniela y Pablo. Músicos que vale la pena seguir, aprovechando que en internet ya podemos enterarnos de todo. Músicos que tienen muchísimo futuro por delante (valga la expresión), y que –sobre todo– tienen mucho que aportarnos.

A fin de cuentas, la música –y sobre todo la clásica– hacen del mundo un lugar más bello para vivir.

Y Daniela y Pablo están cumpliendo muy bien su trabajo, su vocación, su misión.

Felicidades a ambos, y desde aquí les mando un abrazo enorme y toda mi admiración.