Enlace Judío México e Israel.- “Un pacifismo aterrorizado y airado”, escribió C.S. Lewis, “es uno de los caminos que llevan a la guerra.”

JOSEPH LOCONTE

La catástrofe de la Primera Guerra Mundial, la cual terminó 100 años atrás el domingo, reformó más que la geopolítica. Transformó también a una generación de cristianos occidentales de cruzados santos en activistas contra la guerra. Este cambio en el pensamiento, coincidente con el ascenso del fascismo europeo, contribuyó al estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Los líderes religiosos en ambos lados del conflicto se demonizaron unos a otros y confirieron legitimidad divina a sus objetivos de guerra. En octubre de 1914, los teólogos alemanes respaldaron una carta de intelectuales prominentes que declaraba la política de guerra del Káiser Wilhelm II una necesidad defensiva. A su vez los aliados, respaldados por sus iglesias nacionales, describieron al líder de Berlín como “la Bestia de Berlín.” El Obispo de Londres, Arthur Winnington-Ingram, dijo que las iglesias tenían un deber de “movilizar a la nación para una guerra santa.” Alemania, argumentó él, había abandonado la Cristiandad por el paganismo. “El dios al que rinden culto los líderes alemanes es un ídolo de la tierra,” entonó G.A. Studdert Kennedy, uno de los capellanes más conocidos de Gran Bretaña: “un monstruo crudo y cruel que vive de la sangre humana.”

Aunque oficialmente laico, el gobierno francés dio la bienvenida al discurso cruzado del clero católico y ayudó a llevar a la nación dentro de una union sacrée. El líder bautista estadounidense Samuel Batten capturó el ánimo apocalíptico cuando llamó a la guerra “una continuación del servicio de sacrificio de Cristo para la redención del mundo.”

Cuatro años de matanza mecanizada dejaron a la cruzada justa viéndose como una debacle impía. Con la democracia europea por el suelo, descendió una sensación profunda de desilusión. El clero fue afectado especialmente.

Para principios de la década de 1920, iglesias a ambos lados del Atlántico aprobaron cientos de resoluciones renunciando a la guerra. Explotó la membresía en las sociedades de paz. En 1924 la Federación de Iglesias de Chicago, representando a 15 denominaciones, se declaró “inalterablemente opuesta a la guerra.” Un sondeo a nivel nacional encontró que el 60% de los clérigos se oponía a cualquier guerra futura y cerca de la mitad prometió no desempeñarse como capellanes militares en tiempos de guerra.

La perspectiva pacifista culminó en el Pacto Kellogg-Briand en 1928. Los firmantes, incluidos EE.UU., Alemania, Japón y Francia, acordaron abandonar la guerra como una herramienta de política nacional. Los líderes eclesiásticos se movilizaron por la aprobación. El Senado de Estados Unidos ratificó el tratado en 1929. The Christian Century, el principal diario del Protestantismo liberal, opinó: “Hoy la guerra internacional fue alejada de la civilización.”

Pero al cabo de una década, una serie de crisis políticas hizo discutible el documento. Japón invadió Manchuria, Mussolini marchó en Etiopía, y Hitler ocupó la Renania y anexó Austria. Mientras tanto, en 1933 la sociedad de debate de la Universidad de Oxford había decidido abrumadoramente “que esta Casa no combatirá bajo ninguna circunstancia por el Rey y el país.” Ni Gran Bretaña ni Francia estaban en algún ánimo de enfrentar la agresión internacional. El Presidente Franklin D. Roosevelt—con apoyo cristiano entusiasta—firmó las Actas de Neutralidad de 1935 y 1936, prohibiendo la ayuda militar a cualquier nación en tiempos de guerra.

Cuando Hitler orquestó el Acuerdo de Munich en 1938—un acto desesperado de apaciguamiento democrático que desmembró a Checoslovaquia por una promesa de paz—los líderes eclesiásticos se regocijaron. “La paz de Munich fue posible,” escribió el sacerdote jesuita John La Farge Jr. en el diario católico América, “debido a los hábitos y métodos de hacer la paz aprendidos a lo largo de dos décadas de tratos internacionales en los salones de la Liga de las Naciones.” Al cabo de un año Alemania invadió Polonia.

Durante la década de 1930 los líderes cristianos restaron importancia a las diferencias entre las democracias occidentales y los regímenes fascistas en Italia y Alemania. Cuando Gran Bretaña declaró la guerra contra Alemania en 1939, Charles Clayton Morrison, editor del Christian Century, denunció una alianza potencial anglo-estadounidense como “una guerra por imperialismo.” Harry Emerson Fosdick, el popular ministro de evangelio social en la Iglesia Riverside en New York, advirtió que la participación estadounidense en la guerra contra el Nazismo sería “un desastre colosal e inútil.”

Algunos pensadores cristianos se arrepintieron de su pacifismo mientras la guerra relámpago nazi envolvía a Europa. El teólogo protestante Reinhold Niebuhr, en el lanzamiento de la revista Cristiandad y Crisis, excorió a los eclesiásticos liberales por evadir el problema del mal radical: “Este utopismo contribuyó a la tardanza de las democracias en defenderse contra los peligros de una nueva barbarie.” El apologista cristiano C.S. Lewis, quien luchó en Francia durante la Gran Guerra, dijo a un amigo en la víspera de la Segunda Guerra Mundial que “la muerte sería mucho mejor que superar otra guerra.” No obstante, él no vio ninguna alternativa moral en un mundo arrasado por la voluntad de poder.

“Sabemos a partir de la experiencia de los últimos veinte años,” escribió Lewis en 1944, “que un pacifismo aterrorizado y airado es uno de los caminos que llevan a la guerra.” Es una verdad que vale la pena repetir cuando el mundo reflexiona sobre la tragedia de la Primera Guerra Mundial.

 

 

*Joseph Loconte, profesor asociado de historia en el King’s College en New York, es autor de “Un Hobbit, un Guardarropas, y una Gran Guerra” (Thomas Nelson, 2015).

 

Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México.