Enlace Judío México e Israel.- Los libros han sido parte fundamental en la vida del pueblo judío. Desde hace 2600 años, por lo menos, nuestra labor de escritura ha sido abundante e ininterrumpida. Por eso, aprender a leer es, en todo sentido, una iniciación a la vida judía. Y por aprender a leer no entendemos nada más la acción mecánica de descifrar esos singulares símbolos que son las letras, sino hacernos el hábito de la lectura.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Yo aprendí a leer a los tres años de edad. Se sumaron varias cosas para que eso pudiera suceder, comenzando por el hecho de que nací con la cadera luxada. Tuve que pasar el primer año y medio de mi vida empotrado en un aparato ortopédico que me impidió gatear y caminar, por lo que mi mamá y mis hermanas (doce y trece años mayores que yo) pasaban buena parte del día distrayéndome con libros (bendita época en la que no existían tablets o smartphones).

Muchos de ellos todavía los conservo como una reliquia. Allí están los primeros rayones que hice tratando de dibujar barcos o coches.

El caso fue que cuando entré al kínder (cuatro años de edad) ya sabía leer, y la escuela se convirtió en una experiencia terrible. Aburrida. Sosa. La maestra repartía las hojas de trabajo y luego tenía que ir lugar por lugar para explicarle a cada niño (éramos unos treinta) lo que tenía que hacer. Yo simplemente leía las instrucciones, resolvía el ejercicio y me dedicaba a ver a la pobre maestra explicándoles a los pobres niños que, generalmente, no entendían un ajo de las instrucciones.

Mi lonchera salió al rescate y, demasiado pronto en mi vida académica, en vez de portar el almuerzo para el recreo, cargó mi libro favorito de aquellas épocas: uno sobre el Sistema Solar.

Un día la maestra me sorprendió leyendo ese libro, me preguntó si le entendía, y se sorprendió de que pudiera leer con fluidez las principales páginas. Al día siguiente, a petición suya, di mi primera clase: pasé al frente para explicarle a mis compañeros cómo era el Sistema Solar. Incluso lo dibujé en el pizarrón (ya dominaba yo el arte de los círculos más o menos regulares, así que si mal no recuerdo, me quedó bastante mono).

Mis compañeros se me quedaron viendo como a un bicho raro. Creo que todavía lo hacen.

Pero una cosa era eso, y otra hacerme un verdadero devorador de libros. Eso se lo debo a mi abuelo, el papá de mi mamá, el tipo más cultérrimo que haya conocido en mi vida.

A partir de los siete u ocho años, la costumbre fue que todas las tardes me fuera a casa de mis abuelos (a media cuadra de las de mis papás, así que podía ir y venir yo solo). Entraba y mi abuelo estaba sentado junto al radio —uno de esos viejos y enormes radios de pared— escuchando noticias o el beisbol, su deporte favorito. A su lado, una mesita con revistas. Siempre me daba una para que la leyera, a sabiendas de que cuando terminara el programa que escuchaba, me haría un examen sobre mi lectura.

Eran revistas de lo más raras. Se trataba de las publicaciones que la Embajada Soviética en México hacía para contrarrestar la influencia ideológica gringa que nos llegaba por medio del Selecciones. Entonces, dichas revistas —Sputnik y La Revista Soviética— tenían el mismo tamaño y formato.

Pasé esos días de mi segunda y tercera infancia leyendo sobre las grandes conquistas sindicales rusas, las cosechas de patatas en Azerbaiyán, las victorias rusas contra los nazis treinta y tantos años atrás, lo maravilloso que era vacacionar en el Mar Negro, y las bondades de que el gobierno controlara toda la economía.

La consecuencia natural fue que mis compañeros de la primaria —básicamente los mismos que desde tiempos del kínder— me miraran todavía más raro.

Mi abuelo fue, en cierta medida, un judío clásico de su época. De familia alemana, era la representación absoluta de eso que hoy llamamos “yeke”: frugal, austero, metódico, disciplinado, más interesado en leer y aprender que en otra cosa. Nació en 1897, y para cuando comenzó la Revolución Mexicana él y su mamá vivían solos en la Ciudad de México. La situación precaria y la guerra civil lo hicieron detener sus estudios en la primaria, y jamás volvió a la escuela. Sin embargo, aprendió lo suficiente: a leer. Y a leer como judío, además. Y más aún: a leer como judío alemán.

En 1911 o 1912, la fábrica en la que trabajaba tenía problemas. El sindicato organizó un paro y se les dio una cita con el presidente Francisco I. Madero para exponer su pliego petitorio. Y resultó que casi nadie era lo suficientemente lúcido como para expresarse correctamente en español, por lo que tuvieron que recurrir a un vocero de emergencia: un muchacho de catorce años de edad, más bien bajito, de tez muy blanca, cabello oscuro y rizado, y una incipiente nariz que ya daba muestras de que en la vida adulta sería pronunciadamente aguileña.

Así pues, mi abuelo apenas era un puberto cuando sostuvo una conversación con el entonces presidente de la República y luego héroe y emblema de la Revolución.

Varias veces le pedía que me contara sobre el cometa Halley —que debió ver a los 12 o 13 años—, y aunque atinaba a decirme una que otra cosa sobre tan magno evento astronómico, siempre terminaba regresando a que en 1910 Madero comenzó la revolución, llegó a la presidencia y él le dio la mano y platicó con él. Mi abuela resultó mejor para contarme el episodio del cometa, pese a que entonces apenas tenía cuatro años y sus recuerdos eran muy simples: se sentaba todas las tardes a la entrada de su casa y se quedaba allí, viendo el cometa, hasta que sus papás la metían a dormir.

A los 20 años de edad, aproximadamente, mi abuelo decidió abandonar la Ciudad de México —aunque, fiel al estilo judío, se llevó a su mamá— y establecerse en Río Blanco. La Revolución Rusa acababa de comenzar y él estaba profundamente impactado por las propuestas del socialismo y el marxismo. Y escogió Río Blanco porque allí estaba la fábrica textil más grande de América, y porque allí apenas unos once años atrás se había dado el célebre episodio de la huelga que fue reprimida de una manera brutal por el ejército. Todo un hito entre los antecedentes de la Revolución Mexicana.

Mi abuelo ingresó a trabajar a la fábrica como obrero, pero no tardó mucho en ser el único que entendía a la perfección cómo funcionaban los telares alemanes traídos para fabricar las telas más finas del país. Seguro que fue allí donde conoció a su futuro suegro, un judío sefardita de familia holandesa que tenía su taller de ebanistería, pero que estaba especializado en ebanistería industrial, así que surtía frecuentemente a la fábrica de Río Blanco con muebles, telares o refacciones y accesorios.

Eventualmente, mi abuelo fue nombrado “corretero” de la fábrica. Es decir, el jefe del área de los telares. Mientras estuvo en el puesto, no dejó que los obreros desarmaran y rearmaran los telares que se descomponían. Los apreciaba demasiado para ello. A los telares, obviamente. Los desarmaba él personalmente, se procedía a la reparación, y los volvía a armar él.

Eso lo convirtió en un burgués. Supongo que me daría de sombrerazos si leyera lo que acabo de escribir, pero lo cierto es que se amoldó perfectamente al estilo soviético. Salía muy temprano en la mañana a trabajar, y cuando regresaba un poco después de las cinco de la tarde, se quitaba el overol grasoso y percudido y se ponía camisa, traje y corbata. Lana australiana que no se arrugaba ni con la edad. Sombrero, por supuesto, aunque como buen marxista era totalmente antirreligioso. Salía de casa otra vez hecho todo un dandy, y se iba al Club de Río Blanco a pasar la tarde con sus amigos: el alcalde, los médicos más prestigiosos del lugar —allí conoció a unos médicos de apellido Krauss, que fueron los que trajeron a mi mamá y a mis tíos al mundo—, a los dueños de la fábrica y a toda la burguesía local. Jugaban dominó y ajedrez —nadie le ganaba a mi abuelo—, y ya en la noche, como a eso de las ocho, regresaba a la casa.

Se vino a vivir a la Ciudad de México por ahí de 1973 o 1974. Había ahorrado siempre, y tuvo el dinero para pagar un pequeño departamento a media cuadra de donde vivían mis papás. Mi abuela fue quien más lo disfrutó, ya que eso le permitió pasar los siguientes quince años junto a mi mamá.

Esa es la etapa que conservo como primer recuerdo de mis abuelos: mis visitas a su casa, mi abuela recibiéndome con limonada y algo dulce, y mi abuelo recibiéndome con lecturas soviéticas.

Él, más que nadie, fue quien me enseñó a leer. Es decir, a mantener el hábito de siempre estar leyendo algo. Compartí con él largas y amenas caminatas durante toda mi infancia, y eventualmente también le heredé ese gusto. Caminar y caminar. A veces, caminar por caminar.

Él y mi abuela regresaron a Río Blanco —donde todavía vive un tío, el hermano mayor de mi mamá— en 1987. Mi abuelo para entonces ya era nonagenario y su salud ya estaba bastante afectada. El cambio le hizo bien. Se recuperó casi en un 100%, y eso le permitió sobrellevar potablemente otros dos años. Murió en octubre de 1989, y fue enterrado en el panteón municipal de Río Blanco.

Todavía unas semanas antes de morir, uno de mis tíos lo sorprendió leyendo un tomo de alguna enciclopedia. Se sorprendió de que a sus 92 años todavía estuviese interesado en aprender algo (porque para eso lee uno una enciclopedia). Aunque no entiendo por qué. A mí no me sorprende en lo mínimo ese detalle.

Hablar de lectura, para mí, es hablar de mi abuelo. Ese hombre octogenario lleno de pelo en todo el cuerpo, con unas barbas espesas y cerradas pero siempre bien afeitadas (o por lo menos hasta las 12 del día, cuando tenía que afeitarse otra vez), calvo y de obligado sombrero, que desayunaba sin excepción a las 6 de la mañana, comía a la 1 de la tarde, y merendaba a las 5. Ese hombre al que yo conocí ya jubilado, así que todo el tiempo intermedio entre sus tres comidas lo dedicaba exclusivamente a caminar, jugar ajedrez y leer.

Siempre aprendiendo, siempre obligándome a aprender.

Hace tiempo soñé con él. Se me aparecía en la recámara de mi mamá —elemento muy simbólico, porque fue la recámara en la que fui engendrado, así que todo tiene que ver con mi origen—, y su aspecto era el de un hombre de unos 60 años de edad. Es decir, un aspecto que yo no le conocí. Lo saludé feliz, pese a que desde un principio me di cuenta que estaba soñando. Entonces él me decía que me tenía que presentar parientes, y me llevaba al comedor. Estaba lleno de gente, pero un rápido vistazo me mostraba que era la gente de la familia que ya conozco.

Le hacía la observación, y él me contestaba que sí, que a esos ya los conocía, pero que me iba a presentar a alguien más. Me llevaba a mi lugar, el único desocupado, y frente a la mirada de todos me ponía a hacer lo que siempre me puso a hacer: leer. Una pequeña publicación que estaba en la mesa. Me pedía que le comentara lo primero que me llamara la atención. Entonces, para sentir una impresión más genuina, en vez de leerla simplemente revisaba de un vistazo todas sus hojas. Y por ahí de la página central me encontraba, efectivamente, algo que llamaba mi atención: una foto. “Ah, esta es una foto clásica de Karl Marx”, le decía. Sonreía y me contestaba: “Así es; Karl Marx es pariente nuestro por parte de mi familia paterna; por eso te pareces tanto a él, sólo que sin copete; Marx sí conservó todo su cabello”. Todos a mi alrededor reían, y yo me quedaba viendo a mi abuelo con una mezcla de felicidad y nostalgia.

Es obvio que lo extraño. Cómo disfrutaría volver a tener una buena charla con él.

Por supuesto, no desperté con el sentimiento de nostalgia, sino con la angustia de saber si seré pariente de Marx o no. Me fui directo a la computadora, me conecté a internet y me puse a buscar la genealogía de los Marx para ver si aparecía algo que vinculara a la familia del abuelo con la del padre del Socialismo Científico.

No encontré nada, pero descubrí que una de mis mejores amigas sí está emparentada con él. Cosas de la vida.

Mientras, me complace saber que no he abandonado el legado de mi abuelo. Leo, leo y leo. Y más me complace aún saber que el legado no se perderá. Tengo una hija que también aprendió a leer a los tres años, y que ya es una lectora voraz.

Así que las razones por las que ese niño de catorce años tuvo que ser el que platicara con el presidente, siguen vigentes.

O, dicho de otro modo, los judíos seguimos pegados a los libros.

 

 

 

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