Enlace Judío México.- ¿Se puede leer a otra persona como se lee un libro?, le pregunté a Amos Oz (4 de mayo de 1939-28 de diciembre de 2018). Su respuesta fue inmediata: “No puedes leer a un extraño tan fácilmente como puedes leer un libro, porque un libro se abre para ti y un extraño no, pero puedes ser curioso”. Esa curiosidad fue la marca distintiva de un novelista que trataba de penetrar las diversas capas de la condición humana como si se tratara de una exploración geológica. ¿Qué dice un leve gesto sobre el mundo interno de una persona? ¿Cómo retrata las emociones de una mujer la forma en que apoya el peso de su cuerpo? ¿Cuál es la distancia entre lo que uno piensa que desea y lo que realmente piensa y lo que realmente desea? ¿Se puede tocar la misma esencia de otra persona?

JOSÉ GORDON

Para dar respuesta a estas interrogantes, Amos Oz desarrolló un profundo y fino proceso de observación. De hecho, decía que si pudiera ser el primer hombre en Marte o ser una mosca para volar dentro de los cuartos de la casa de sus vecinos, optaría por ser la mosca. Y eso es lo que hacía. En una estación de tren, en un aeropuerto, en una sala de espera de un dentista, se dedicaba a observar los rostros de las personas y a deshilar sus posibles historias. En la última conversación que sostuve con él, me comentó que tenía que confesar que siempre espiaba a la gente, que le fascinaba adivinar sus vidas al observar sus miradas, ver sus zapatos o escuchar fragmentos de sus pláticas. La metamorfosis de Amos Oz en mosca le permitió sobrevolar las recámaras íntimas de otras vidas e intuir el incendio que habita dentro de la piel de otras personas. ¿Qué es lo que pasa en otro cuerpo, cómo se percibe una experiencia desde ahí, qué pasaría si yo fuera él, ella o mi enemigo? Portada Laberinto A Roma le falta una bicicleta Es desde esta perspectiva literaria que pueden entenderse sus posturas políticas en ensayos tan importantes como Contra el fanatismo. La lucha del escritor israelí por una solución justa y pacífica al conflicto en Medio Oriente se vincula con su capacidad de imaginar al otro. En una estampa memorable del discurso con el que recibió el Premio Príncipe de Asturias en 2007, Amos Oz nos pide que nos asomemos a ver a dos mujeres que a la vez se asoman por una ventana: una mujer palestina, en una casa en Nablusa, y la otra, una mujer israelí judía, en una casa en Tel Aviv. Ambas, a pesar de las aparentes diferencias, comparten las mismas pesadillas y los mismos sueños y esperanzas. El problema es imaginar al otro. Y eso es a lo que Amos Oz se dedicó en cuerpo y alma: a imaginar al otro mediante sus ensayos y novelas, mediante el afinamiento de su percepción. Este ejercicio le permitió en más de una ocasión leer al otro en la vida real como cuando uno comprende de golpe la dimensión de la tragedia de un personaje en una novela. Un ejemplo de ello me lo contó el escritor Etgar Keret, al hablarme de su primer cuento, “Tuberías”, en donde alude sin decirlo de manera explícita al suicidio de su mejor amigo: “Cuando escribí mi primera historia, aun sin posibilidades de publicarla, le envié una copia a Amos Oz. Me contestó al día siguiente, algo atípico en un escritor que recibe tantos correos. Leyó el cuento y su reacción instintiva fue un cierto miedo. Me dijo: ‘Leí tu historia y vi tu sufrimiento, vi que estás lastimado. Yo soy un hombre mayor y, créeme, ya pasará. Todo va a estar bien’. Me dio consuelo, fue algo muy cálido. Ni siquiera lo leyó con ánimo literario. Vio en la historia un grito de ayuda”.

Esa posibilidad de tocar al otro en toda su complejidad está vinculada con la capacidad de Amos Oz de registrar en su narrativa los matices más sutiles del mundo interno y externo de sus personajes. El novelista está atento a la música de las palabras y a la plástica de escenarios y paisajes que, al estar interconectados, revelan con precisión y belleza el lado invisible de lo visible. Estos hallazgos nos abren progresivamente a capas más profundas de nuestro ser. Eso siempre me fascinó en su obra: el encuentro con descubrimientos y contradicciones que ensanchan la mirada, la agudeza de ideas que nos permiten alumbrar la condición humana. Una muestra de ello aparece en un escrito en donde se adentra en la idea de John Donne que plantea que ningún ser humano es una isla. El novelista abunda: “Cada uno de nosotros es una península, con una mitad unida a tierra firme y la otra mirando al océano. Una mitad conectada a la familia, a los amigos, a la cultura, a la tradición, al país, a la nación, al sexo y al lenguaje y a muchos otros vínculos. Y la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el océano”. ¿Cómo conciliar los opuestos? ¿Podemos salir del laberinto de la soledad? ¿Se puede tocar la esencia del otro?, le pregunté a Amos Oz. Su respuesta fue memorable: “Hay momentos pasajeros en donde se caen las máscaras y podemos vernos uno al otro. Algunas veces a través de la literatura, algunas veces a través del amor, algunas veces mediante la curiosidad. Son solo momentos. No hay forma en que podamos meternos dentro de la piel de otra persona por siempre, por mucho tiempo, por un mes, por una semana, por un día. Ese milagro solo ocurre por unos instantes y ese milagro es una comunión, es una comunión entre una persona y otra persona. Al leer libros, algunas veces me ha pasado como lector que un personaje se vuelve por un rato, por un momento, en una página, se vuelve totalmente una parte de mí. Me envuelve. Este es el milagro de la literatura”. Con estas palabras se terminó la última entrevista televisiva que le hice a Amos Oz. Me sonrió con gran afecto y nos invitó a tomar un café junto con mi productor y amigo Froylán López Lavín y junto a sus seres más queridos en Tel Aviv. Hablamos de Martin Buber, de la posibilidad de una comunicación en donde podemos fundirnos en una dimensión que trasciende el espacio y el tiempo. Me comentó que a Buber no se le leía mucho en estos días pero que era un filósofo que regresaría. Había en el fondo de su mirada una resiliencia hecha de sabiduría y compasión para enfrentar las tragedias contemporáneas. No dejaba de verlas y denunciarlas incluso con fiereza, pero a la vez no perdía la perspectiva. Las palabras dirigidas a Etgar Keret resonaron a posteriori en torno a este momento: “Yo soy un hombre mayor y, créeme, ya pasará. Todo va a estar bien”. Estaba frente al narrador de una historia de amor y oscuridad que sabe leer la novela completa y que ha conocido el milagro de la existencia, del conocimiento y del arte. Tanto en la vida individual como colectiva aspiraba a una solución dramática a nuestros conflictos que preservara la vida. Decía que en las tragedias de Shakespeare todo terminaba en un baño de sangre con la justicia poética levitando por encima de los cadáveres. En contraposición a este desenlace, se consideraba un discípulo de Chéjov en donde la tragedia se resuelve más allá del machismo, con compromisos, con personajes desilusionados y melancólicos, pero vivos.

Hace unos días, antes de que falleciera Amos Oz, me encontré con una poderosa idea que planteó en una reciente conferencia: “Lo que perdiste en el tiempo, no trates de recuperarlo en el espacio”. Al perder en el espacio la voz crítica, valiente y limpia de Amos Oz, la única forma de recuperarlo nos queda en sus ensayos o en novelas como Tocar el agua, tocar el viento, La bicicleta de Sumji, Judas o Una historia de amor y oscuridad. en la que, por cierto, reflexiona sobre lo que nos espera después de la muerte. En uno de los pasajes de esta obra recuerda la voz de Hugo Bergmann, su entrañable maestro de filosofía, quien fuera compañero de clase de Kafka. Amos Oz narra lo que el viejo profesor le dijo a un pequeño grupo de jóvenes ávidos de conocimiento entre los que se encontraba el novelista en ciernes:

“Si yo cuento esta tarde que a veces oigo la voz de los muertos y que su voz es más clara y comprensible para mí que la mayoría de las voces de los vivos, tienen todo el derecho a decir de inmediato que este viejo se ha vuelto loco. Que ha perdido un poco la cabeza por el espanto que le causa la cercanía de la muerte. Por lo tanto, no les hablaré de voces. Esta tarde les hablaré de matemáticas: como nadie sabe si hay algo o no hay nada más allá de nuestra muerte, de este desconocimiento absoluto se puede concluir que la posibilidad de que exista algo es exactamente igual a la posibilidad de que no exista nada. Un cincuenta por ciento para la aniquilación y un cincuenta por ciento para la pervivencia. Para un judío como yo, un judío de Europa Central de la generación del holocausto nazi, esa posibilidad de pervivencia completamente estadística no es en absoluto despreciable.”

Amos Oz apunta que este tema también le obsesionaba a un amigo y adversario intelectual de Bergmann, a Gershom Scholem, el gran estudioso de la cábala y la mística judía. Cuando en 1982 Amos Oz se enteró por la radio de la muerte de Scholem, escribió lo siguiente:

“Gershom Scholem ha muerto esta noche. Ahora lo sabe. También Bergmann lo sabe ya. También Kafka. Y mi madre y mi padre. Y sus conocidos y amigos, y la mayoría de los hombres y mujeres de aquellos cafés, aquellos que utilicé para contarme historias y aquellos que han caído en el olvido, todos lo saben ahora. Algún día nosotros lo sabremos y mientras tanto seguiremos recopilando aquí diferentes datos. Por si acaso.”

Y ahora Amos Oz lo sabe y nosotros lo sabremos algún día. Mientras tanto, ya no lo buscamos en el espacio; lo buscamos y lo encontramos en su literatura y en el tiempo de la memoria, agradecidos por esos momentos pasajeros en los que algunas de sus páginas, sus personajes y su misma persona (que hoy parece de novela), nos envolvieron.