Enlace Judío México e Israel.- Este artículo ordena la admirada impresion y largas reflexiones que me impuso la última lectura de una novela, “Calle Este-Oeste” de Philippe Sand.

FERNANDO YURMAN

Hace ya años que la falta de innovación de este genero fundante de la modernidad, había reducido mi lectura a cuentos, poesía y buenos ensayos. Difícilmente habría de encarar una novela larga con el entusiasmo que me depararía un ensayo de Yuval Harari o Giorgio Agamben o la relectura de buenos poemas. Nacida con la modernidad, la novela parecía morir con la modernidad. El final de los grandes relatos ideológicos arrastraba los literarios, e incluso la sensibilidad narrativa que los sostiene. Como psicoanalista con medio siglo de ejercicio advertía esa perdida. Yo había visto cómo los relatos clínicos de pacientes, que en mis comienzos narraban su vida bajo el modelo de sentidas parábolas, novelas o películas, pasaban a narrarse en los últimos años como videoclips o Twitter. Los jóvenes pacientes se contaban a sí mismos en estallidos de un flash, no solo por las nuevas patologías, sino porque toda la cultura había perdido la vena narrativa. También para la literatura la narración se ahogaba en los fragmentos, y estos siempre habían sido superiores en las poesías o en los cuentos. La homogeneidad de sentido, la solidez del yo que caracteriza la novela, la sincopada temporalidad, no se avenía a los vertiginosos giros de finales del siglo XX. En el caso de la Segunda Guerra y el Holocausto, ese efecto se multiplicaba.

Las novelas de Imre Kertész o Jorge Semprun, los fragmentos biográficos de Primo Levi o las poesías de Paul Celan, parecían haber traspasado airosamente, pero también agotado hace décadas, aquel límite que Theodor Adorno trazó en Auschwitz para la literatura de postguerra. La aparición, mucho después, de la majestuosa “Vida y Destino”, una obra mayor de Vasili Grossman, donde se fusiona Stalingrado con el Holocausto mediante un realismo biográfico conmovedor, volvió a estremecer la estantería. La memoria real de este gran periodista soviético, el primero que había entrado en Auschwitz, era una de las impredecibles excepciones. Una crónica en que la literatura y la realidad se mezclan y atraviesan la censura y las falsificaciones estereotipadas del régimen soviético.

Otro caso relevante fue la novela “El Hotel blanco”, del escritor británico H.D Thomas. En este caso fue la ficción envuelta en lo real de aquella época, mediante cartas que remedaban con asombrosa fidelidad la sintaxis de Freud y de Jung, el espíritu de ese tiempo y la historia psicoanalítica de una paciente histérica, a lo que se sumaba el manuscrito sobreviviente de la masacre de Baby Yar. Este documento de Kiev, que bañaba de veracidad la trama, dio lugar a la injusta acusación de plagio, por la oportuna inserción de la materialidad historica en la ficción literaria. De modo que era difícil esperar sorpresas en este tema que, además de la literatura dolorosa de Aaron Apelfeld o las investigaciones filológicas de Víctor Klemperer, había sostenido sin mengua los larguísimos documentales de la “Shoá” de Lanzman y algunas propuestas fílmicas tan audaces como “El hijo de Saúl”.

No podía esperarse que “Calle Este-Oeste, una novela de pertenencia total al desangelado siglo XXI, nos vuelva a remover el gran tablero. Pero lo hizo, y con incomparable vigor. Empecemos por el inesperado autor: Philippe Sands. Brillante profesor de Derecho Internacional de Londres, donde como jurista se desempeño en el caso Pinochet, la invasión a Irak, los presos de Guantánamo, y escribió prestigiosos tratados sobre penalidad internacional. Aparte de periodista reconocido, desplegaba su vocación humanista con cursos y conferencias de jurisprudencia en prestigiosas universidades. Con esta última finalidad fue invitado a la Universidad de Lemberg, en la actual Ucrania, ciudad central de esta historia. Se interesó especialmente por el viaje, porque su abuelo materno era originario de esa localidad, que en su tiempo fue un importante centro cultural judío. También se enteró que, en relación a su disciplina, el jurista británico que confecciono el concepto central de “Crímenes contra la humanidad”, Hersh Lauterpach, era oriundo de suburbios de Lemberg, donde también había estudiado, y que el erudito Rafael Lemkin, Fiscal de preguerra en Varsovia, que pergeñó y fundamentó el termino genocidio, estudió en esa misma institución.

También con Lemberg estuvo envuelto un tercer abogado, Hans Frank, ministro territorial de los nazis. Los tres estuvieron en el juicio de Nuremberg, los dos primeros fundando la jurisprudencia internacional, el tercero como criminal acusado. En cuanto al abuelo materno del autor, su familia previa en Lemberg fue un enigma hasta la investigación de su nieto en este libro que ilustra su tragedia en el enjambre destructivo nazi. La matanza también se había llevado las familias de esos dos abogados judíos que articularon por primera vez una visión internacional del crimen. A pesar de estas candentes aristas, la imperturbable novela mantiene además sus ejes sobre varios senderos: los dilemas en la jurisprudencia, el carácter cotidiano de esa mitad del siglo, la ética epocal, los perfiles detallados de todos los personajes, y la deducción espeluznante y rigurosa de la historia. La extraordinaria erudición, la justeza de las referencias históricas, las atinadas conjeturas, no disminuyen nunca el ronco suspenso que trepida capitulo a capitulo como un Thriller de aquel destino. La prodigiosa cintura narrativa le permite girar sin torsiones desde la subjetividad más lacerante al gran panorama angular de la geopolítica, o pasar del imprevisto y sencillo heroísmo de una monja a las abstractas normas jurídicas o filosóficas. El temple de rigor y veracidad de esta construcción es constante. No elude las actuales redes, busca en internet, cita Facebook, sin abandonar el encantador ritmo narrativo. Sus verbos respiran el pasado en el presente y los va sumando.
El lenguaje, la persuasión literaria, no desdeña la contemporaneidad, incluye sus eficaces métodos en la investigación. No casualmente la obra mereció el elogio caluroso del reconocido historiador Antony Beevor y la admiración irrestricta de Bernard Henry Levy. Sin duda, ese escenario dramático del siglo XX retumba sobre los debates actuales, sobre la pérdida del manto de creencias que dejó desnuda Europa, y sobre el neofascismo que se expande hoy.

Quizás los pueblos no tienen los gobiernos que se merecen, sino los que se le parecen, incluso los que se le parecen por la parte más baja y vergonzosa. La emergencia masiva de un temple fascista, alienta ese pesimismo sobre las “sagradas” mayorías que alertaba Alexis de Tocqueville hace unos ciento ochenta años. Muchas elecciones hubo desde entonces, y ninguna desmereció aquella profecía sobre la “Collective mediocrity”. En ocasiones también canalizó la “collective” malignidad represada en esas mayorías. Aunque Hitler es aquel que murió por todos los pecadores, la mayoría de los pecadores fueron salvados (muy pocos afrontaron el liviano Juicio de Nuremberg; medio siglo más tarde, el juicio casi cómico de unos criminales nonagenarios sirvió para encubrir aquella primera complicidad) y siguen ahí. En Polonia son los ancestros del enardecido chauvinismo polaco, en Hungría de la exitosa y maquillada ultraderecha antisemita, en Ucrania siguen iluminando de gloria a los asesinos Bandera y Petliura, porque ellos soportan la parte oscura del genuino fervor independiente.

Imbuido por esta mezcla de patriotismo y turbias pasiones de origen cosaco, días atrás el presidente Vladimir Zelensky pidió al ministro israelí que reconozca el Holodomor como genocidio contra el pueblo ucraniano. Sería un acto de doble filo que daría a Ucrania el crédito histórico que restaría de Israel en su posición sobre el pueblo judío. La memoria sobre el antisemitismo es una cicatriz sensible y precisa para las comunidades judías de todo el mundo. El Holodomor, aquella catastrófica hambruna de Stalin, no fue solo contra los kulaks ucranianos sino contra todos los rusos, y tuvo un carácter político, no un sesgo genocida. Al menos según la definición jurídica de genocidio que había pergeñado etimológicamente para las Naciones Unidas Rafael Lemkin, un conmovedor personaje de esta novela. En todo caso, podría aplicarse la atribución de “Crímenes contra la humanidad” que origino el otro jurista novelado, Hersch Lauterpach, para las Naciones Unidas. También es relevante para este asunto que, por su penosa diplomacia con Turquía, Israel no haya reconocido todavía el genocidio del pueblo armenio, un antecedente directo del genocidio judío.

Dejando de lado la exaltación confusa que genera el término Holocausto, la definición de genocidio de Rafael Lemkin no es metafórica, se basa en la recopilación que hizo de decretos y decisiones políticas homogéneas y coherentes destinadas a la desaparición deliberada de un pueblo. El uso masivo de este término, primero resistido en Nuremberg, y luego popularizado hasta la distorsión, describe hoy como genocida cualquier matanza o decisión mortífera, con independencia de sus fines o estrategia. Con esta ambigüedad se encubre y difuminan los casos de genocidio verdadero. Claro que siempre puede recordarse aquella profunda afirmación de T. Tódorov: “a las víctimas del Gulag le importaban poco las razones ideológicas, morían igual”. No obstante, no es lo mismo el individuo como unidad del derecho que el grupo étnico en ese foco, ya que los específicos derechos humanos universales corresponden al primer caso, pero el ejercicio social concreto incluye siempre el segundo. Sin abandonar el talante literario, el profesor de Derecho Internacional Philippe Sand, esclarece este frondoso tema en su erudita novela. Mucho de la política actual desciende de la soterrada historia que esboza este extraordinario cronista. El escritor ha sido guiado en su estrategia narrativa por su acervo jurídico aparte del don literario. La novela trama con veracidad y eficacia su historia familiar en aquella zona que el historiador Tony Judt bautizó como “Tierra de Sangre”. Es la faja multiétnica de Europa Oriental donde se registraron los mayores y más siniestros asesinatos nazis, ámbito de los campos de muerte en tierra polaca. El enfoque de esta narración, no procura impactar, ni despertar la memoria, ni adolece de ternura sentimental o solemnidad filosófica, pero ese laconismo tiene tanta veracidad, precisión cronológica y compromiso subjetivo, que nos produce vértigo histórico. Aquello fue apenas ayer, y todo el hoy deriva de ese tiempo. Si el presente, como lo definen algunos modernos historiadores, abarca tres generaciones, una inexorable catarata siempre lo inclina sobre ese tiempo. Aquella memoria escarlata fluye en esta magistral crónica desde sus fuentes del siglo XX hacia una vasta perspectiva que logra asombrar y alertar el siglo XXI.

 

 

 

 

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