Enlace Judío México e Israel.- Acabamos de celebrar la festividad más sagrada del año, el llamado Día de la Expiación (Yom Kipur). Y eso nos confronta con la maravillosa forma en la que nuestra ética como sociedad y religión ha evolucionado, haciéndonos crecer como seres humanos.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

El concepto medular en relación a Yom Kipur es “juicio”. La idea judía tradicional es que durante los diez días que van desde Rosh Hashaná hasta Yom Kipur, cada miembro del pueblo de Israel es juzgado por D-os, y queda sellado su destino para el año que comienza. No tiene nada de extraño desde una perspectiva zodiacal: Yom Kipur ocurre durante el mes de Libra, cuyo símbolo es una balanza porque, justamente, representa el juicio y la justicia.

Luego entonces ¿el Judaísmo es una religión determinista? Es decir, una que acepta que hay un destino fijo que el ser humano no puede cambiar. Eso implicaría, en corto, anular la existencia del Libre Albedrío, y conceder que el ser humano está sometido a los dictados del Zodíaco.

Pero nuestros sabios dicen que no. Que nuestras obras todo el tiempo pueden hacer que cambien los decretos de D-os, para bien o para mal. Que en la última de las instancias está el rumbo que nosotros le damos a las cosas, ya sea para corregirlas o para echarlas a perder.

Para comprender en su justa dimensión el simbolismo básico de Yom Kipur hay que hacer el esfuerzo de ponernos en los zapatos de una sociedad agrícola y ganadera aparecida apenas un poco después del fin del Neolítico.

El simbolismo del juicio durante el mes de Libra no fue una idea original de la sociedad israelita, sino una creencia ampliamente difundida en las sociedades mesopotámicas de la antigüedad. La idea generalizada era que en el otoño sucedía el aniversario de la Creación, y por lo tanto el universo era juzgado para decidirse su destino durante el siguiente año. Esa idea, en esencia, la conserva el Judaísmo hasta hoy.

Pero hay una diferencia de la mayor relevancia. Las antiguas culturas meso-orientales entendían dicho juicio como un dictado absoluto, definitivo e inconmovible. Dicha percepción estaba inmersa en el concepto del zodíaco como algo determinista. Es decir, algo impuesto por los dioses a los hombres, y ante lo cual no podíamos hacer absolutamente nada.

Por ello, la función fundamental de la religión era mantener el agrado de los dioses para que sus designios fueran benévolos.

Eso, en términos modernos, se trata de un rudimentario chantaje. Por supuesto, en la época antigua no se veía así porque todas las sociedades —aun las más evolucionadas— eran rudimentarias.

La sociedad israelita vino a revolucionar ese concepto. Al interior de la práctica religiosa que eventualmente maduró como Judaísmo, se desarrolló la noción de que el juicio no se basaba en el mero capricho inaccesible de los dioses, sino en un asunto moral. Y, todavía más importante, en un asunto humano. Es decir, era el propio ser humano quien decidía el resultado del juicio por medio de su propia conducta.

Los libros de los profetas bíblicos son una genialidad sin parangón en su época justo porque pusieron el énfasis en eso: La noción moral del universo entero. Las desgracias no venían por ocurrencia de los dioses o por designio del horóscopo. Eran parte de un entramado universal de causas y efectos, en los que la dualidad entre lo bueno y lo malo, o entre lo mejor y lo peor, eran fundamentales. Por eso, los sacrificios del mes de Tishrei dejaron de ser meros intentos para aplacar o agradar a una deidad, y pasaron a convertirse en un llamado a la introspección personal.

Era la extensión natural del concepto israelita de sacrificio.

A veces vemos ese tema de un modo totalmente superficial, y nos limitamos a creer que los antiguos israelitas creían que con degollar y quemar un animal, se obtenía el perdón de pecados.

Pero no. El sacrificio en el antiguo Israel tiene un sentido muy distinto: Al construirse el concepto de que el error personal se traducía en un sacrificio, se construyó también la lógica de que cada uno de mis pecados me empobrece. Porque ese es el único sentido práctico de exigir como sacrificio una vaca —por ejemplo— en el contexto de una sociedad agrícola y ganadera. Luego entonces, el sacrificio como consecuencia del pecado era una efectiva y enérgica invitación a dejar de pecar, porque el castigo natural sería el empobrecimiento de quien se obstinara en seguir cometiendo el mismo error cada semana o cada mes. Y es que no todos los israelitas se podían dar el lujo de perder 52 vacas al año sólo por seguir incurriendo en el mismo pecado.

La idea de Yom Kipur vino a redondear esta extravagante didáctica moral: Acercarse a pedir el perdón del Creador sólo tiene lógica en una persona que, a lo largo de todo el año, ha hecho el esfuerzo para dejar de pecar.

El cambio de circunstancias históricas que generó la evolución del Judaísmo hacia el sistema rabínico —concretamente, por la destrucción del Templo y, por lo tanto, la imposibilidad de celebrar sacrificios— hizo que este concepto evolucionara también. Los sacrificios del Templo fueron sustituidos por la oración sinagogal; la reflexión de Yom Kipur, por lo tanto, se volvió más abstracta, pero también más profunda.

Este trance marcó el cambio definitivo hacia una noción más elevada que la que podía plantearse una sociedad antigua: Las razones para dejar de pecar dejaron de ser algo tan rudimentario como “vas a perder una vaca por cada pecado…”.

La ética del Judaísmo Rabínico no es punitiva. Es decir, no es “no peques porque te castigo”. La noción de HALAJÁ (el correcto modo de caminar) es que las cosas buenas se hacen porque son buenas, y las malas se evitan porque son malas.

Es decir, porque el ser humano ha alcanzado su madurez ética, y ya no es un primitivo cuidador de vacas que tiene que ser castigado en su patrimonio para convencerse de que deje de pecar.

Por supuesto, el salto hacia adelante no se dio de un solo golpe. Fue necesario un proceso didáctico que le enseñara a la sociedad judía a trasladar la experiencia religiosa desde el ritual antiguo, para interiorizarla como algo bien asentado en su yo interno. Y esa fue, justamente, la grandísima aportación educativa-espiritual del ritual de Yom Kipur: Una intensa jornada, culmen de los Días Terribles (Yamim Norarim), en la que todo el tiempo se nos repiten las razones por las que tenemos que corregirnos, y en la que además todo el tiempo se nos recuerda que tenemos que rogar porque seamos inscritos en el Libro de la Vida.

Quiero pensar que después de casi 2 mil años de experiencia como Judaísmo Rabínico, ya hemos dado el siguiente paso. Es decir, el de entender que ese trabajo de introspección no tiene sentido si nos dedicamos 344 días a pecar y 10 días a arrepentirnos (las matemáticas son correctas; recuérdese que el año judío tiene por lo general 354 días por ser de meses lunares).

La introspección a fondo que hacemos en Yom Kipur sólo tiene sentido si, en realidad, la hacemos a lo largo de todo el año. Si nuestra existencia misma es un esfuerzo constante y permanente por conocernos mejor y corregirnos.

Cierro mi reflexión deseándole a todos mis lectores un G’mar Jatimá Tová, y que este 5780 sea un año hermoso, lleno de éxitos y de mejoras en todo sentido.

 

 

 

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