Enlace Judío México e Israel- El sábado 21 de septiembre, en el marco de la FILJU, se presentó el libro Mira, tuvimos más que la vida (nuevos poemas escogidos),  antología poética de Yehuda Amijái, publicada por Elefanta Editorial / Fundación Metta Saade, CDMX, 2019.

La traducción del hebreo de dicha antología está a cargo de Claudia Kerik, amiga y colaboradora de Enlace Judío, quien presentó el libro, acompañada de Homero Aridjis y Emiliano Becerril.

El texto siguiente es parte de Mira, tuvimos más que la vida y tiene una historia singular. Apenas tres semanas antes de fallecer, Amos Oz autorizó a Kerik su traducción y publicación, que ya no alcanzó a conocer.

Sus palabras resultan esclarecedoras para comprender el impacto que tuvo la poesía de Amijái en el público israelí y las razones por las que alcanzaría tanta popularidad como el poeta más representativo de Israel y la voz moderna del pueblo judío.

Aquí el texto de Amos Oz:

Yehuda Amijái, un hombre de casa y un revolucionario ( traducción del hebreo de Claudia Kerik)

Hace más de cuarenta años apareció Yehuda Amijái, un joven poeta que encabezaría una “revolución civil” con poemas que nos sobrecogieron por la cercanía de su voz. Cambió una escala de valores completa. Tras una era de versos tales como “En bandeja de plata”, “Todos no enrolamos de por vida, sólo la muerte nos sacará de estas filas”, y “Aquí yacen nuestros cuerpos”, un joven desconocido irrumpió escribiendo: “Yo quiero morirme sobre mi cama”.

Había en esto algo excesivamente osado, todo un cambio de paradigmas. Él se atrevió, en una época de ambiciosas aspiraciones nacionalistas, a nombrar “la pequeñez del día a día, la santidad de nuestra pequeña vida”.

En esa revolución, que fue la suya, Amijái condujo su poesía desde el ámbito de lo público, lo histórico, lo combativo y lo general, hasta la esfera de lo íntimo, lo casero, lo prosaico y lo cotidiano. Por eso cuando lo leemos sentimos como si estuviera escribiendo junto a nosotros, en la cocina o en la habitación de los niños, en nuestra alcoba, o en el balcón o la sala de estar. Hoy es algo que damos por sobreentendido, pero en su momento se trató de una verdadera revolución.

Este hombre, quien fuera el poeta más hogareño de nuestras letras –el de las escaleras, el del jardín, el poeta del hall de la entrada o el de la cama matrimonial– fue al mismo tiempo un poeta religioso y antirreligioso.

De hecho, Yehuda Amijái nunca fue un hombre laico. Dios entraba y salía junto a él por la sala de estar no menos que el electricista o el plomero, ni menos que el vecino o que su amada. Dios fue un asiduo visitante de su casa con el que sostuvo un diálogo personal y al que le habló sin miramientos. Y a su vez, Amijái fue un poeta antirreligioso porque odiaba la religión institucionalizada, la religión nacionalista, la religión mesiánica, la religión que se convierte en un instrumento de algo más en manos de las legiones que salen a la conquista.

Este poeta hogareño mantuvo un diálogo cotidiano con la historia judía, con la Biblia, con la Antigua Jerusalén, con sus padres muertos, con las generaciones anteriores de judíos, con la lengua hebrea a través del tiempo, y todo esto a la manera de un hombre que charla con su vecino. Él consiguió hablar con los héroes bíblicos (el rey Saúl, David, los profetas) como se habla con familiares o con conocidos, a veces quejicoso, otras con sarcasmo, y en ocasiones con una sonrisa condescendiente.

Este ingreso de los grandes momentos del pasado judío al interior de su círculo íntimo, se produjo también en su manejo de la lengua. La lengua de Amijái integra en una sola dimensión: la intimidad, una plática entre amigos, una charla entre dos en la cama (en voz baja, a la luz de la lámpara del buró); con los grandes pilares de la tradición judía, la Biblia, los rezos del Sidur, y la mística. Y todo esto lo logra con la ayuda de una sutil ironía, a veces punzante.

“Dios se apiada de los niños del jardín de infantes,
un poco menos de los niños de la escuela.
Y de los grandes ya no se compadece…”

O,

“Dios está lleno de piedad,
si lleno no estuviera Dios todo de piedad
habría piedad en el mundo y no sólo en Él”.

Estas son cosas que llevan consigo una carga teológica, cosas que desde el punto de vista religioso no son menos importantes que las palabras de los rabinos o de los maestros de la Halajá.

Él trastoca, o quizás devuelve a su origen, la sacra jerarquía del judaísmo, la de la cultura de Israel: un niño vivo es más importante que una tumba sagrada.

Y una postura como ésta conlleva un peso religioso inequívoco. Amijái es una de esas personas que nos recuerdan que la cultura de Israel no reside solamente en la sinagoga o en las Sagradas Sepulturas, sino que está viva en nuestra lengua desde hace generaciones.

La cultura de Israel no solamente se halla en el Shulján Aruj o en el mandato de cortarle el pelo a las mujeres devotas, sino que habita en la lengua hebrea. Y desde ese punto de vista, Amijái fue tanto un amigo como el Señor de la casa de la cultura hebrea.