Enlace Judío México e Israel – Dicen que no hay peor maldición que ser testigos de eso que llaman “tiempos interesantes”. Y así parece, según lo estamos constatando ahora que está en pleno curso una pandemia.

Iniciada en China, pero propagada por los italianos (como la pasta, dirían los aficionados al humor negro), esta nueva cepa viral que provoca síntomas similares a los de la gripe, aunque llevados al extremo de la neumonía, tomó por sorpresa a muchos países. China no pudo evitar su propagación desde Wuhan, y en un momento tuvo que poner en cuarentena a cincuenta millones de personas. Eventualmente, la cresta de expansión llegó a su máximo y la situación comenzó a controlarse, no sin antes dejar miles de muertos.

En Corea del Sur la situación fue diferente. El gobierno aplicó una estrategia cara e incómoda, pero funcional: aplicar las complicadas y onerosas pruebas para la detección del virus COVID-19 a todos los que presentaran cierta sintomatología, pero también a quienes habían tenido contacto con ellos. De ese modo se pudieron diagnosticar y aislar muchos casos, y de ese modo se evitó una propagación descontrolada.

Italia falló en el momento crítico. Sus gobernantes no le dieron la importancia debida al asunto, y de repente se llenó de contagiados y de enfermos. Hasta este momento, las cifras oficiales nos indican que, fuera de China, Italia es el país más afectado de todo el mundo. Incluso tuvo que poner en cuarentena a alrededor de quince millones de personas en la zona de Lombardía, región de amplia actividad industrial.

El otro caso grave es el de Irán. Resulta difícil juzgarlo porque el gobierno se ha rehusado a revelar las cifras correctas del impacto de la pandemia, pero es el país donde más funcionarios de alto rango en el gobierno han muerto por el coronavirus. Aún sin confiar en los datos oficiales dados por el régimen de los ayatolas, es el país más afectado después de Italia y sin tomar en cuenta a China.

Una razón por la cual el gobierno iraní fracasó en el reto de manejar adecuadamente la situación, es que la religión y la teología se metieron en donde no debían: los asuntos de salud pública. Un clérigo iraní, célebre por sus consejos médicos, afirmó que el coronavirus podía controlarse usando un algodón humedecido en violeta de genciana, que luego había que aplicar en el ano. Sobra decir que semejante remedio no sirvió para absolutamente nada, y la enfermedad continuó propagándose y matando gente.

Y es que siempre está esa tentación: interpretar ese complejo fenómeno que es la enfermedad desde una perspectiva mística, y olvidar que —en este caso específico— se trata de un asunto viral, y que como todo fenómeno natural, tiene causas naturales y efectos naturales. Luego entonces, hay que tratarlo con los elementos objetivos que nos da la propia naturaleza.

El judaísmo es una identidad histórica en la que el tema religioso pesa por derecho propio. Por ello, no tiene nada de extraño que de inmediato hayan aparecido varios rabinos a explicar la dimensión religiosa de la enfermedad. Pero el judaísmo también tiene una vocación indestructible por el conocimiento, y por ello hace mucho que el pueblo israelita ha sido la cuna de muchos y muy notables científicos. Así que al mismo tiempo que las reflexiones rabínicas, aparecieron los médicos judíos y/o israelíes que no tardaron en sentarse a trabajar en el afán de encontrar una vacuna que empiece a mitigar los efectos de esta nueva enfermedad.

¿Cómo entiende el judaísmo, desde su propia mística, un fenómeno como el del coronavirus?

El Dr. Michael Laitman, filósofo y cabalista, explica que el coronavirus es apenas un síntoma de lo que sucede con el ser humano cuando es incapaz de controlar su inclinación al mal (Yetzer Hará), entendida esta como la tendencia a buscar la satisfacción de nuestros deseos a costa de la integridad física, moral, espiritual o emocional de los demás.

Laitman nos habla de la urgencia por entender que somos parte de la naturaleza y debemos vivir lo más posible en armonía con ella. De no hacerlo, entramos en conflicto con ella, y por mucha tecnología que dispongamos, sería una batalla en la que no podríamos ser ganadores.

El suyo es un punto de vista que refleja, de un modo bastante preciso, la forma en la que el judaísmo —sobre todo el místico— entiende al mundo y, sobre todo, el papel del ser humano en el mundo.

Pero ese es solamente un punto de vista, y además uno bastante abstracto. Se enfoca principalmente en lo que deberíamos hacer para garantizar un equilibrio con nosotros mismos y con el resto de la creación, pero no ofrece una solución inmediata al problema concreto: Una pandemia que está dejando miles de muertos en todo el mundo.

Y es lógico: Laitman es filósofo, no médico.

Lo bueno es que además de los muchos sabios como Laitman, el pueblo judío tiene también a muchos eruditos médicos que están abordando el mismo fenómeno desde otra trinchera: el laboratorio.

Ahí partimos de una premisa completamente diferente (aunque complementaria): los virus no tienen moral. No les interesa si eres un buen tipo, simpático y armonioso con la naturaleza, o el peor cretino de la calle donde vives. Si los virus ingresan a tu organismo en cantidad suficiente —es decir, más allá de los límites que puede soportar tu sistema inmunológico— te enfermas.

¿De dónde vienen los virus? Un cabalista seguro te ofrecerá toda una explicación sobre como el desequilibrio en el cosmos genera todo tipo de enfermedades, tanto en la dimensión espiritual como en la física. Pero ese dato no le resulta muy útil al médico que trata de encontrar una vacuna. En este otro nivel, lo importante es entender que el COVID-19 es una mutación de los virus del tipo “coronavirus”, y que por esa razón el ser humano no tiene defensas naturales en su contra. Es una nueva cepa, con un nuevo código genético, y nuestros organismos están comenzando desde cero el proceso de adaptación que nos llevará a desarrollar lo necesario para neutralizar al COVID-19 y reducir sus efectos a los de una buena gripe.

¿Cuál de las dos reflexiones es más urgente? Por supuesto, la médica. La gente está muriendo, y es necesario lograr lo más pronto posible algo que pueda minimizar los efectos del COVID-19. Pero es diferente preguntar cuál de las dos reflexiones es más importante. En este otro enfoque del problema, lo cierto es que las dos formas de abordar el problema son igualmente necesarias.

Las enfermedades son un fenómeno concreto que no se resuelven de manera “espiritual”. Pero, sin duda, afectan la espiritualidad del ser humano. Por eso, toda reflexión que se enfoque a cuáles son nuestras zonas erróneas que provocan que vivamos en disonancia con la naturaleza siempre van a ser útiles y necesarias.

Una evolución en nuestra experiencia espiritual tal vez no cure nuestros problemas de salud, y de todos modos tengamos que recurrir al médico para que nos recete alguna medicina. Pero no es lo mismo enfrentar la enfermedad (o el pánico de una pandemia) cuando tu espíritu es fuerte y está en paz, que cuando no lo está.

Si lo que llena tu interior es la angustia y el miedo, da lo mismo que te enfermes o que no te enfermes. Lo que llevas por dentro te va a quitar el gusto por la vida, y aunque sobrevivieras a la peor pandemia del mundo, sería sólo para seguir viviendo presa de la angustia y esclavo del miedo. Y, personalmente, no creo que valga mucho la pena vivir así.

Una vida espiritual sana, en cambio, te permite afrontar las cosas de la vida con un talante distinto. Incluso la muerte es distinta cuando la confianza espiritual es íntegra y completa. A fin de cuentas, la tasa de mortalidad en cada generación es del 100%. Ninguno va a sobrevivir. En cien años, todos los seres humanos que estamos vivos en este momento estaremos muertos, salvo algunas pocas excepciones que en este momento apenas están en su primera infancia.

¿Cómo enfrentaremos ese momento inexorable? Con la única verdadera riqueza que puede acumular un ser humano: la espiritual. En ese momento no habrá vacuna que valga, laboratorio que ayude, receta que funcione. Es uno mismo en su esencia más pura confrontándose con el Arquitecto del Universo, el Dado de la Vida, la Esencia misma de todo lo que es y no es.

Pero todavía falta mucho para eso. En el intermedio, tenemos que lidiar con una nueva cepa viral que está causando estragos físicos, sociales y económicos, y hay que encontrarle una solución.

Es el otro vector de la convergencia, ese donde no importa si eres un buen tipo o un hígado encebollado. Lo importante es el trabajo que están haciendo los médicos y los científicos con tal de ofrecer soluciones concretas y útiles al problema material que tenemos en este momento.

El judaísmo lo entiende a la perfección, y los trabajos en Israel van tan avanzados que es cuestión de semanas para que haya una vacuna contra el COVID-19. Claro, esto no significa que dicha vacuna pronto vaya a estar disponible en los centros de salud de nuestros localidades. Desde que una vacuna logra ser diseñada, hasta que se puede producir masivamente y distribuirse en todo el mundo, pueden pasar meses. Los cálculos son que la distribución normal de la vacuna estará lista apenas en 2021.

Así que por el momento tenemos que enfrentarnos a esta nueva cepa de coronavirus con recursos más limitados. Por supuesto, recursos que aborden las dos dimensiones de la experiencia: la espiritual y la material.

En un lado, el físico, no hay más que seguir las recomendaciones de los médicos: mucha higiene, limitar todo lo posible nuestra actividad social, aislarnos si existe el riesgo de que estemos contagiados.

Pero en el lado espiritual, buscar la armonía con D-os, con nosotros mismos y con la naturaleza entera. Ese es el único modo de poder repetir esas maravillosas frases finales del Adón Olam, que sin duda nos ofrecen mucho en momentos tan difíciles como este:

A Su misericordia encomiendo mi alma
Cuando duermo y cuando despierto
Y mientras mi alma está en mi cuerpo
El Señor está conmigo y no tengo temor de nada


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