Enlace Judío México e Israel –  Con casi media humanidad en cuarentena, el medio ambiente ha percibido algunos efectos.

Muchos hemos visto bellas fotografías de conejos cruzando la calle en Nueva Zelanda, de los Himalayas, claramente visibles desde la habitualmente contaminada región de Punjab en India, a los pumas bajando de los Andes en la capital de Chile, a un jabalí rondando por la desierta Diagonal en Barcelona, canales venecianos cristalinos ahora visitados por hermosos cisnes, cocodrilos que vuelven a las playas de Oaxaca, y hasta sismógrafos que han notado un silencio en la actividad humana. Incluso en mi casa escucho trinos de pájaros que no sabía que cantaban en mi jardín.

Lo que estamos viviendo es una combinación de dos factores. Por un lado, con la disminución de la actividad humana la naturaleza ha encontrado espacio vacío para explorar. La bióloga especialista en vida salvaje Shannon Schaller, comentó que “los animales se adaptan rápidamente, la gente no esta en las calles ni en los parques, por lo que salen buscando alimentos en lugares donde antes habían aglomeraciones humanas que preferían evitar”. Otra razón es la que explora la revista Popular Science que propone que estando los humanos en encierro nos hemos vuelto más contemplativos, hemos bajado la velocidad de nuestra vida para detenernos a mirar por las ventanas, vemos cosas que no percibíamos. Quizás los pájaros que ahora escucho siempre habían estado ahí, lo que faltaba era mi capacidad de atención.

Lo que sí es que la naturaleza nos ha regalado un espectáculo que muestra su capacidad de resiliencia. De restaurarse en poco tiempo si es que decidimos darle la oportunidad de hacerlo. Ahora lo hace porque no nos ha quedado de otra. Estamos resguardados porque de ello depende nuestra salud. Pero ver a la naturaleza crecer ante la ausencia humana ha sido un extraordinario efecto colateral de esta crisis. Sin duda una lección de cómo el ambiente sí puede repararse si le damos la oportunidad de hacerlo.

La resiliencia es un término que me encanta, es una palabra que recientemente la psicología ha extraído de los libros de física, donde se define como la capacidad de un metal de regresar a su estado inicial. Ante la pandemia, los humanos tendremos que buscar entre nuestras herramientas de supervivencia la forma de ser resilientes, de regresar fortalecidos a nuestra nueva vida “normal”, adaptarnos a como sea que vaya a ser esta nueva “normalidad”.

Sería ideal que incluyamos en el proceso al medio ambiente. Que podamos alinear el regreso a la cotidianidad con también las necesidades ambientales que de por sí ya estaban mermadas. Sé que tenemos mucho en nuestro plato, como la crisis económica o social. Quizás si involucramos a la ecuación las soluciones verdes podremos tener una salida más íntegral, solidaria, universal.

A principio del año, en enero, cuando se celebró en Davos la cumbre de líderes, la conversación rondaba principalmente en el inminente reto mundial del cambio climático. Se asumió una agenda verde como prioritaria por los empresarios, banqueros, académicos, activistas y tomadores de decisiones que asistieron. 2020 sería el año de las grandes alianzas y compromisos por detener el calentamiento global. Pero el planeta tenía otros planes. El coronavirus nos sorprendió e hizo que atendiéramos un problema también global pero de otra índole, aunque, insisto, igualmente mundial.

Como especie humana hemos actuado tarde frente a las amenazas colectivas, estamos llegando tarde al calentamiento global, así como llegaron tarde las medidas para detener al nuevo coronavirus. Los especialistas advirtieron, decidimos no escuchar a tiempo. Lo pagamos caro. Nuestra respuesta atrasada obedeció a factores que les toca a otros analizar, sin embargo, las lecciones que la pandemia de COVID-19 nos ha dejado debemos aplicarlas hacia el reto que como humanidad hemos ignorado. Aprender de los errores que cometimos, para evitar la expansión de otro problema aún mitigable: que la temperatura no siga subiendo sin control. Ahora claro que es urgente sacar adelante la crisis de salud, la humana, la económica y social, pero quizás en esta recuperación debamos incluir a la naturaleza, con medidas que tengan un componente verde.

No debemos olvidar que el nuevo coronavirus habitaba pacíficamente en el murciélago, que hizo un brinco de una especie animal que servía como reservorio a la humana. Este proceso, conocido como zoonosis, es la forma en que patógenos cruzan al humano. Así nos han enfermado el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) y el del Ébola, presuntamente de primates africanos; de la peste negra en la Edad Media que venía de ratas; del reciente coronavirus MERS surgido de camello; del virus del Zika, de un mosquito; y del H1N1 del puerco.

Un reporte publicado por The Royal Society reviso las últimas zoonosis encontrando que la mayoría provino de mamíferos terrestres que habitan en la interfase de convivencia con el humano, “lo que ha dado pie a las grandes epidemias, ha sido su domesticación, la caza y detrimento de los ecosistemas”. Hemos invadido terrenos que antes no deforestábamos, las especies han buscado nuevos hábitats, acercándonos a microorganismos que antes no conocíamos. El ser humano ha convivido siempre con los animales, pero nunca antes había traspasado tantos límites. Como comenta Paula Barragán en su columna de The New York Times: ¿de quién es la culpa de haber provocado que una infección sea omnipresente? Es por la culpa de una sociedad que agrede constantemente al medio ambiente. La siguiente pandemia, cuando surja, también vendrá de un animal. Si la queremos prevenir deberemos comenzar por proteger los hábitats de la vida silvestre. Revisar nuestra relación con el resto del reino animal, principalmente con los mamíferos terrestres.

Vistas satelitales de la Tierra han constatado cómo durante estos meses de reducción de actividad humana ha habido una disminución del uso de transporte y el cierre de fábricas, y ha habido un declive en la cantidad de gases efecto invernadero emitidos por las grandes ciudades como Wuhan en China en febrero y sobre Europa durante marzo. Los encierros y distanciamiento social no resolverán el problema del clima. Esta reducción será sólo por el periodo de confinamiento, pero es una muestra clara de que la actividad humana sí es la causa de esas emisiones. El Scientific American reportó que las emisiones de metano, un gas efecto invernadero 80 veces más agresivo que el bióxido de carbono, estuvieron en el último año en los niveles más altos de las últimas décadas. ¿Qué pasará con estas medidas satelitales cuando volvamos a las calles?

El coronavirus en sí no discrimina, todos somos susceptibles de infectarnos. Así igualmente los efectos devastadores al medio ambiente los sentiremos todos. Sin embargo, las consecuencias de ambos retos no tratan de igual forma a todos. La desigualdad socioeconómica y ubicación hace que para algunos los efectos de ambos desastres sean mucho más trágicos que para otros.

Países ricos, con mejores infraestructuras hospitalarias pueden controlar mejor la epidemia; gente con enfermedades crónicas predisponentes se enferman de un COVID-19 más grave; los trabajadores más vulnerables son los primeros en perder sus trabajos. El coronavirus no transitará igual para todos. Las crisis exacerban las diferencias, hacen más evidentes los mosaicos humanos. Y claro que la contaminación tiene también un efecto en el coronavirus. Un reporte emitido por Harvard hace unos días encontró que personas en ciudades con más polución presentan predisposición a enfermar con mayor gravedad de COVID-19 que quienes poseen los pulmones menos dañados.

De la misma forma serán los efectos del cambio climático. No es que para unos el nivel del mar, que resulta del derretimiento de los casquetes polares, subirá diferente que para otros, pero no es lo mismo que se eleve en Papúa Nueva Guinea desapareciendo islas por completo, a que lo haga en Miami Beach, Manhattan, o en regiones no pobladas de las costas de Australia.

Pero no todos los efectos del virus sobre el ambiente han sido benéficos. También el virus está teniendo efectos ecológicos negativos. Muchos programas de reciclaje han sido frenados, metas de reducción de emisiones detenidos, residuos tóxicos acumulados y la basura por material hospitalario, entre ellos biológico infecciosos, ha aumentado. Li Shuo de Greenpeace China comentó que “la crisis por el virus traerá otros problemas ambientales que durarán más tiempo y serán más difíciles de abordar.”

Quizás el coronavirus forzará al ser humano a pensar de forma diferente, con una visión cósmica. Más en plural y ya no en singular. Ver el mundo como se ve desde el espacio, sin fronteras trazadas ni barreras geopolíticas establecidas. Un enfoque menos egoísta. Es claro que como especie estamos interconectados. Ya fuimos testigos de cómo una persona es capaz de contagiar a más de 2 millones, pero la interconexión va más allá.

También estamos inevitablemente entrelazados con nuestro entorno, con el medio ambiente que nos rodea. Del que somos parte y del cual dependemos. ¿Cuándo lo vamos a entender? Requerimos de un cambio urgente de paradigma, de un renovado marco mental que será vital en nuestra lucha conjunta por frenar este y el siguiente reto, por mitigar al coronavirus y también al cambio climático. Necesitamos un entrenamiento global, conjunto. Quizás debiéramos aprovechar la enorme cantidad de energía y recursos que destinaremos para reparar los daños de la pandemia para de una vez pintar de verde nuestra Tierra. Quizás hasta nos salga más barato arreglar dos problemas en uno. La epidemia podría ser la oportunidad catalizadora para finalmente decidir hacer el bien a la madre tierra.

Acabo con dos frases, una del recién retirado contendiente a candidato demócrata de Estados Unidos, Bernie Sanders, y la otra del famoso explorador y autor Robert Swan:

“Si el medio ambiente fuera un banco, ya lo habrían salvado” (Bernie Sanders)

“La mayor amenaza para nuestro planeta es creer que alguien más lo va a salvar” (Robert Swan)

 


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