Mi amigo el panadero

“Seguramente se había calumniado a José K. pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana“, citó de memoria Yosi Misraji la frase inicial de El Proceso de Franz Kafka.

Conocí a Yosi hace mucho tiempo. Era en aquella época un humilde panadero jerosolimitano, que había comenzado a leer a Kafka a los 15 años, a través de una edición hebrea de la editorial Shoken. Hoy, pasados ya los 60, Mizraji, con quien volví hablar hace unos días, ha vivido lo suficiente como para saber que ese torturado judío de Praga ha sido el escritor que más genialmente plasmó en palabras la condición del hombre contemporáneo.

El día que lo conocí estaba acongojado, y tenía justificadas razones para sentirse triste y decepcionado. Fue el 17 de noviembre de 1988, día en que el manuscrito de El proceso de Franz Kafka, probablemente la novela más emblemática del escritor, fue vendido en Londres por un millón de libras esterlinas en una subasta pública celebrada en la galería Sotheby’s a un desconocido comerciante suizo que actuó como intermediario de un museo alemán. Algunas personas reales que asistieron a la subasta parecían personajes kafkianos por la disputa legal que había en torno al documento.

El original de El proceso está, desde entonces, en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach, pero desde esa fecha, los distintos directores de la Biblioteca Nacional de Israel han exigido que el documento sea devuelto a Israel para poner fin a “una injusticia histórica”.

La odisea de los documentos empieza en el momento en que Kafka, ya moribundo, le pide a su amigo y albacea testamentario Max Brod, que queme sus manuscritos después de su muerte, en 1924. Brod no sólo no cumplió la última voluntad de Kafka, sino que publicó sus obras. Además, conservó los manuscritos originales y en 1939, cuando logró huir de Praga con destino a Palestina, se los llevó con él en una maleta.

Brod murió en 1968 en Jerusalén y su secretaria heredó sus bienes, incluidos los manuscritos de Kafka.

Fue ese mismo año en que conocí al panadero lector de Kafka, que la secretaria de Brod, Hoffe se llamaba, decide vender el manuscrito de El proceso, que fue adquirido por el Archivo de Literatura Alemania en la mencionada subasta en Londres.

En Israel se decía que con la venta del manuscrito de El proceso se violó una ley nacional que prohíbe sacar bienes culturales del país.

Otro argumento es que con la venta del manuscrito no se respetó la última voluntad de Max Brod, pero si del respeto de las últimas voluntades se tratara, el documento debería quemarse como lo había pedido Kafka.

En aquella ocasión, en la panadería, le pregunté al conmocionado Yosi Mizraji: “¿cuánto hubiera dado usted por los manuscritos de Kafka?”

“Todo lo que tengo”, me respondió Yosi, agregando: “el problema es que casi no tengo nada”.

Yosi se equivocó.

Quien ama a Kafka por las noches y perfuma con pan fresco el aire de las mañanas, tiene mucho. En todo caso, mucho más que todos los museos, organismos públicos y fondos de preservación cultural de este país, que siempre encuentran el dinero y las razones para malgastar millones de dólares construyendo objetos que escupen fuego al compás de Ravel o para subvencionar la falta de talento de unos cuantos borrachos  en pose de artistas.

Los manuscritos de Franz Kafka fueron y son exhibidos en un museo construido y administrado por hijos y nietos de nazis. Posiblemente ahora, 96 años después de su muerte, entendamos por fin por qué ordenó Kafka a su amigo Max quemar sin escrúpulos todos y cada uno de sus manuscritos, horas antes de exhalar su último suspiro en este mundo que cada día parece más absurdo.

Jet set beduino

Estaba viendo por Netflix la serie Califato cuando del otro lado del celular me interrumpió la agitada voz de un diplomático amigo pidiéndome que le envíe con urgencia, toda la información que tengo acerca de beduinos y camellos (mi amigo sabe que estuve varias veces en Jordania y que además, y de casualidad, estudié antropología).

No hubiera prestado mayor atención a la extraña solicitud, si no fuera que hoy sorprendí en su oficina al primer secretario de una embajada latinoamericana tratando de hacer equilibrio en lo alto de una escalera a los gritos de ¡arre! ¡arre!. Visiblemente turbado de recibir a una mujer desconocida en circunstancias tan poco diplomáticas, el intrépido cabalgante me explicó con toda la resignación del caso, que en realidad se estaba preparando para participar en un tour beduino que finalmente, ahora que terminó el encierro, organizaba su embajada para principios de diciembre. El tour incluirá, me comentó, aparte de una visita a una carpa beduina y cena con platos típicos, un preocupante “raid” a lomo de camello.

Mi otro amigo, el que me hizo perder el final de un capitulo interesante de Califato, justo en que Fátima, la agente del Servicio de Seguridad sueco recibe una advertencia de que se está planeando un ataque terrorista en Suecia, y que Pervin otra joven sueca que vive en Raqqa, Siria, busca regresar a su país, me confesó por su parte que estaba redactando, junto con otros diplomáticos, una carta dirigida al Ministerio de Relaciones Exteriores israelí por la original iniciativa.

Yo por mi parte, y con amabilidad le insinué al diplomático que de la misma manera que no es imprescindible introducir una mano en la boca del león para experimentar los peligros de la selva, sería igualmente posible familiarizarse con las costumbres beduinas sin querer imitar a Lawrence de Arabia.

Todo está volviendo a la normalidad. Cartas van y cartas vienen, y eso sí, les puedo asegurar que el paseo beduino es uno de los temas obligados en los pasillos diplomáticos locales. A tal punto llega la cosa que ya hay quien comenzó a denominar a los futuros paseantes como “los diplomáticos del camel set”.

A la búsqueda del infinito

De todo y para todos los gustos hemos encontrado actividades durante estos días de coronavirus. Si te gusta pintar, encontrarás muchos talleres vía Zoom que te enseñen casi casi a ser Van Gogh o por lo menos a sentirte así. Yoga, cocina, política y el pertenecer a un grupo ideológico, música, etc., etc.

Al igual que muchos, busqué en esta época un qué hacer (quehacer), y lo encontré finalmente al descubrir vía internet a Shlomo Kala, un técnico jubilado que proclama haber encontrado el verdadero sentido de la vida (justo lo que andaba yo buscando), a través de la abstinencia y la poesía.

Picada por la curiosidad, fui a verlo a su estudio en Tel Aviv. Kala llegó acompañado de un séquito de fieles que se quedaron afuera e inmediatamente me habló de la franqueza y el talento de una de sus discípulas que también se encontraba ahí, mientras ésta regaló a Kala una larga serie de  superlativos que hasta ahora solo creí estaban reservados a figuras de la talla de Bibi y Baba Sali.

El hombre iba vestido de azul, aduciendo que se trataba del color del infinito, y me contó que su grupo se reunía antes del encierro una vez por semana para “intercambiar experiencias”.

¿Y de qué hablaban?− le pregunté.

De todo, me respondió, pero sin decirnos una sola palabra, explico él.

Fue recién entonces, en ese preciso momento, que comencé a comprender la trascendencia que para Israel puede tener este extraño personaje. Imagínense que en un repentino ataque de lucidez, el gobierno recién formado y los políticos adoptasen la doctrina Kala, y al menos por espacio de 24 horas semanales se reuniesen a intercambiar ideas en el más absoluto silencio, comunicándose directamente con el Infinito, en vez de hacerlo con nuestros ya tan castigados oídos.

Ya cansada de política, un chisme.

Clarita Morag, (a quien ustedes seguramente no conocen), se regresó definitivamente hace dos días a Colombia y David Morag, mi vecino de enfrente a quien conocí durante el encierro, recuperó, provisoriamente, su despreocupada soltería.

Después de varios años de accidentado y comentado (entre los amigos) matrimonio, el imposible romance de la elegante señora de Bogotá con un infatigable Quijote de Tel Aviv, llegó a su fin. Clarita aducía cuando la conocí, que David era un hombre egocéntrico, irresponsable e insensible, al punto de preferir entrevistarse con Abu Mazen en Ramala a pasar junto a ella el día de su cumpleaños.

David se defendía afirmando que Clarita no pareciera tener otra preocupación en la vida que la combinación de los colores de su ropa y el seguro de sus joyas. Todas las versiones del barrio coinciden en señalar que la crisis llegó a su punto culminante el día en que unos desconocidos irrumpieron en el departamento de la pareja, robándose las joyas de Clarita. Fue ésta, al parecer, la gota que rebasó el vaso. David se encontraba entonces fuera del país, posiblemente conversando con Abu Mazen o alguien de su séquito, o haciendo algún negocio turbio en Venezuela. Para el caso da lo mismo. No estaba en el momento en que su mujer más lo necesitaba. Clarita preparó entonces las maletas, esperando que haya algún vuelo, y se volvió a su capital Bogotá, donde familiares y sirvientes seguramente  la asisten en su desencanto amoroso israelí.

 


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