Enlace Judío México e Israel – Cuando vi la solicitud en Facebook me quedé pensando por un momento, “¿y yo qué tengo que ver con esa familia?”, mientras una especie de click sonaba dentro de mi cabeza. Un atisbo diminuto, casi imperceptible, de que mi vida estaba a punto de cambiar radicalmente, y que eventualmente terminaría por transformar radicalmente todo lo que sé de mí mismo.

Pero vamos por partes: si en términos generales la gente siempre ha dicho que soy un tanto estrafalario, alguna vez hubo un aspecto en el que supongo que fui bastante normal. Me refiero a eso del anhelo de tener hijos. Al igual que todos, siempre me imaginé cómo sería ese momento de estar esperando en la sala de un hospital a que apareciera un médico a decirme “listo, señor Gatell: ya nació. ¡Mazel Tov!” O, igual y en una de esas, estar adentro participando del parto, para que uno de los primeros momentos del bebé fueran directamente en mis brazos. En los brazos de papá.

Pero me ganó lo nerd. A ratos me llegaban lapsus de lucidez y me daba cuenta que mi reloj biológico iba diciendo “32… 35… 38… 40… 43… 45…”, y yo seguía consagrado a mi romance con los libros, mi escritorio, la escritura, y no había espacio para la simple idea de siquiera conseguirme una novia lo suficientemente formal como para pensar en que algún día podríamos pensar en casarnos.

Las invitaciones a los Bar Mitzves empezaron a hacerse cada vez más frecuentes. Reparé en que me estaba saltando una etapa de la vida. Es decir, todos los amigos de mi generación andaban entre los 40 y 45 años, en promedio, preocupados por los preparativos —y los gastos— de las ceremonias y fiestas de sus hijos e hijas. Que el Talmud Torá, que el aprendizaje de la Parashá, que el salón de fiestas, que el menú, que los gritos con la esposa (o la exesposa; también se vale), que los nervios, etcétera. Y todo porque se les había ocurrido tener a sus hijos en edades más o menos razonables, digamos que entre los casi 30 y alrededor de 35.

Y todo eso me lo estaba perdiendo. Porque, claro, siempre fui bueno para las matemáticas e hice mis sumas y mis restas, y me dije “supongamos que me consigo novia ahorita a mis 42 y nos casamos en un año. 43. Luego nos tardamos un año en encargar el primer bebé; sí, tiene que ser pronto porque lo lógico es que ella ya ande en sus treintas, y mejor no retar a su reloj biológico; van 44; hay que apartar fecha para el Bar Mitzvá más o menos cuando el crío tiene 10, o como máximo 11, porque las sinagogas se saturan. 55. Y empezarlo a llevar al Talmud Torá a los 12 si es niño. 56. Se lo va a aprender todo fácil, porque se lo voy a enseñar desde que sea chiquito. Que sirvan de algo los años que llevo trabajando como profesor de un Talmud Torá. Total, que la ceremonia será cuando tenga 13. Entonces voy a tener 57. Tendré la edad a la que se murió Beethoven cuando esté pasando por todo este drama que ahorita está reventando a mis amigos de 42. Claro, hay una forma en la que me puedo ahorrar algo de tiempo y hacerlo todo más joven: teniendo una niña. Entonces todo se adelanta un año porque las niñas hacen su Bat Mitzvá a los 12. Así que tendré 56. La edad a la que Beethoven estaba completamente sordo y en la recta final de su trágica existencia. Cuenta regresiva de un año para morir. O, si quiero verme más drástico, la edad a la que muchos señores de la comunidad siria están en el Bar Mitzvá de sus nietos. Con eso de que se casan de 20, tienen hijos a los 21, y luego esos hijos hacen exactamente lo mismo, de repente a los 56 ya tienes 2 o 3 nietos. ¿Y si tengo 2 o 3 hijos? Supongamos que sean 3, nacidos cada 2 años. Entonces para que mi esposa no se exponga teniendo hijos a los 40 años, lo recomendable es que el último nazca cuando ella tenga 39. Así que los otros 2 nacerían cuando ella tenga 35 y 37. Si dijimos que yo andaría por los 44 al momento de nacer el primero —siempre y cuando me consiga novia ahorita a mis 42—, entonces ella debe ser 9 años menor que yo. Bien. Voy a empezar a convivir con las chicas nacidas entre 1979 y 1980. El caso es que los Bar Mitzves serían cuando yo tuviera entre 56 y 58 como mínimo, o 57 y 61 como máximo. Digo, porque se pueden combinar niñas y niños. Si primero tengo una niña, mi primer ceremonia será a los 56; si tengo otra niña al año siguiente, la segunda será a los 57; y si tengo otra niña al año siguiente —así, tres en fila para que siempre tengan más o menos la misma estatura y su mamá les escoja la ropa idéntica y no se tenga que devanar los sesos; digo, porque obviamente a mí no me van a dejar escoger cómo vestirlas; y supongo que hacen bien—, entonces la última ceremonia es a los 58. En cambio, si primero tengo un hijo, la primera fiestota es a mis 57, y si luego tengo otros dos hijos —esos sí deberían dejarme vestirlos, aunque fueran puras fachas— las ceremonias serán cuando tenga 59 y 61. Todas las combinaciones posibles que alternen niñas y niños caerán entre esos números. Entre los 56 y los 61. Si me apuro, insisto. Si me consigo novia a los 42 y logro que el asunto vaya en serio…”

Para qué contarles que no lo logré. De repente cumplí 45 y, por supuesto, todos los números —recuerden que soy bien hábil con las matemáticas— se habían disparado 3 años hacia adelante. O sea, ceremonias entre los 59 y 64. La edad a la que muchos señores de Bet El —que no se casan tan jóvenes— están involucrados en las ceremonias de los Bar Mitzves de sus nietos.

O sea, todo parece indicar que perdí una generación en mi propia vida. ¿Cómo se logra eso? Qué importa. Lo logré.

Horror: ahora es una amiga de mi edad la que me ha invitado a ¡la boda de su hija! Y al año siguiente me invitarán a un Bris y a un Pidión Habén. Entonces, si sigo siendo amigo de la familia, me estarán invitando al Bar Mitzvá del nieto 14 años después de que me hayan invitado a la boda de la hija. Si ella y el marido se aplican, claro está, y encargan bebé en el lapso de un año. En ese caso, pasan unos 35 años entre que te casas y luego vas al Bar Mitzvá de tu primer nieto. O sea que si tengo 45 y me apuro y me consigo una novia y me caso el próximo año, a los 46, tendré 81 cuando esté celebrando el primer Bar Mitzvá de mi descendencia. Digamos que es una niña de 12, y digamos que ella luego se casa a los 20. Así, muy tradicional la cosa para compensar lo nada tradicional que ha sido el abuelo Irving. Entonces yo tendré 89 cuando se case mi primera nieta, 90 cuando tenga su primer bebé —si se apura, claro—, y 103 cuando venga el primer Bar Mitzvá de la siguiente generación. Seguramente mi presencia en esa ceremonia será testimonial, y sólo me nombrarán cuando el rabino llame al muchacho y le diga “Irving ¡Shkoyaj! Estamos muy felices por tu Bar Mitzvá, y lo dedicamos a la memoria de tu abuelo, cuyo nombre llevas…”

O sea, parece un alucine extraño, pero les juro que sí pega. Que llega un momento en que de repente le das importancia a todo eso y te das de topes en la pared. A los 28. 29, 30, 33, etcétera, todo se te hace fácil. No mides lo que pesan los años. De repente tienes 45, y aunque sigas manteniendo tu actitud inmadura ante la vida, te das cuenta que te perdiste —en serio— una generación. Y que si todavía tienes las agallas para casarte y tener 2 o 3 hijos, pasarás todo ese proceso cuando tal vez ya no tengas la energía, o las ganas, de hacerlo.

Y entonces llega esa solicitud de Facebook. Es de una niña. Adolescente, a juzgar por la foto de perfil, aunque no es muy explícita: apenas se ve medio rostro, de la boca para abajo. Pero lleva lo que evidentemente es la sudadera de un uniforme de secundaria, así que es adolescente. ¿Qué edad? No sé, 13, 14, 15 a lo mucho. ¿Por qué una niña de esa edad me mandaría una solicitud de amistad en Facebook? ¡Ah! Eso no tiene que ser un misterio. Muchas niñas de esa edad lo han hecho. Generalmente son alumnas de alguno de mis colegas músicos, y les da por agregar a los contactos de sus profesores que también estamos en esto de la música. Ya me ha pasado otras veces. Así que no es eso lo que me desconcierta, sino su apellido. No voy a entrar en detalles, por supuesto, pero diré que termina con “…novich”. Sí, sí, muy ídish. Y yo me vuelvo a preguntar “¿qué tengo yo que ver con esa familia?”

No nada más está la solicitud de amistad. También un mensaje en la bandeja secundaria del Messenger. Así que exploro por ahí. Hay un mensaje de esa niña y es muy escueto. Nada más dice “Hola”, así sin signos de puntuación, emojis o stickers. Bueno, por cortesía le contesto agregando admiraciones. Que parezca que estoy de buen humor: “¡Hola!” Dos días después vendrá su respuesta. Otro hola, ahora sí contestado por mí casi de inmediato, y un breve chat, todo informal, mientras estoy en un ensayo de una obra de títeres para Januká, en la que estoy a cargo de coordinar toda la música. Entre Sevivones y Maoztzures voy investigando un poco más a esta misteriosa niña que lleva el apellido de una antigua… ¿cómo decirlo? Digamos que una antigua conocida. Es obvio que voy a evitar las partes obscenas. Y, naturalmente, algo en las tripas ya me empieza a insinuar que esto se va a complicar.

  • ¿Tú eres Irving Gatell, el profesor de Bellas Artes que da charlas de apreciación musical?
  • ¡Seguro! Yo soy ese Irving Gatell. Y hasta donde sé, no hay otro. Así que si estás buscando un Irving Gatell, soy yo.
  • Tú eres mi papá.

Pues qué les cuento. Mi tripa venía anticipando eso. De hecho, ese click inicial que sentí cuando vi su apellido por primera vez también ya me había anticipado eso. Supongo que alguna parte de mi memoria corporal ya sabía que eso era lo que se venía. Pero, por supuesto, mi cerebro no procesó la información tan rápido (van como 5 días desde que vi la solicitud).

Así que era eso. Ahora la sensación es una rara combinación de nerviosismo, estimulación, ganas de salir huyendo, desconcierto y, por qué no, una sutil y vaga amenaza de felicidad. Aunque usted no me lo crea.

“No tan pronto, amiga. Estas cosas no son así de fáciles. Habrá que hacer pruebas de ADN y confirmarlo. No sé qué te haya contado tu mamá, pero estas cosas no son así de fáciles”.

Por supuesto, sólo lo pensé. No se lo dije. Demonios, tiene 13 años. Si tuviera 18 o 20, entonces se lo diría. Hablaría con ella de adulto a adulto. Pero —yo y mis cuentas rápidas— apenas va a cumplir 14 en 3 o 4 meses. No la puedo bajar al mundo real así de rápido.

Tendré que improvisar.

Lo primero que dictan las reglas de improvisación es ir a su perfil de Facebook y, antes de aceptar la solicitud, dar un chequeo rápido. Stalkearla un poco, se dice en español moderno. Bien: vive en Toluca. Así que parece que puedo mantener el asunto a distancia mientras se resuelve —¿se resuelve qué? No sé—, sin que mi familia se entere. Vamos, porque tampoco es tan simple eso de pensar en llegar con tu mamá octogenaria y decir “oye, parece que tengo una hija de casi 14…”

Pero no hay nada más que decir. La sabiduría masónica dice que las cosas difíciles hay que agarrarlas como vienen, sin negociación, y si no hay alternativa tragarlas y digerirlas pronto. Así que le doy “aceptar” a la solicitud, y con ello tengo acceso a sus fotos. Bien, vamos a seguir con el stalkeo. Vamos a ver quién es esta niña que ni siquiera me dijo “soy tu hija”, como presentándose, sino que se fue directo a la yugular con el “eres mi papá”, como tomando posesión de mí.

Y así mientras abro la sección de fotos, mis momios están 92-8. 92% de probabilidades de que no sea mi hija, 8% de que sí lo sea. Y eso, porque ando amable y condescendiente. Podría reducir ese 8 a 3 o 4. Hasta que me topo con esas dos fotos. Una es de cuando tiene 11 (no soy adivino; eso me lo dijo después), la otra de cuando tiene 2.

Es mi rostro. Rasgo por rasgo, milímetro a milímetro. Soy yo.

En serio, me enfermé del estómago. Se me reorganizaron todas las vísceras en el abdomen, y creo que el baso lo tuve que ir a recoger a la tienda a la que fui a comprarme una cerveza para relajarme un poco. En el camino me encontré con pura casualidad con el páncreas, y creo que también con la mayor parte de mi dignidad.

Es oficial: los momios están ahora 97-3. Y ese 3% de probabilidad de que no sea mi hija lo pongo nada más por no conceder el 100-0 que la situación se merece.

A seguir chateando. Ahora soy yo el que se levanta todos los días muerto de ansias por ver que ella respondió. Si no ha respondido, escribo y saludo. Pero la obra de títeres ya está en su punto máximo, los ensayos son más intensos, y uno de esos días no tengo tiempo de revisar el inbox durante toda la mañana, sino hasta la tarde cuando llego a casa.

  • ¿Podría verte hoy? Voy a estar en la Ciudad de México.
  • Perdón por tardarme en contestar. Estuve muy ocupado todo el día y apenas acabo de ver tu mensaje. Hagamos esto: la próxima vez que vengas, avísame con un día de anticipación, y yo desbarato mi agenda para que nos podamos ver. Prometido.
  • Lo que pasa es que fui a arreglar cosas de mi pasaporte. La próxima semana me voy a vivir a Holanda, con mi mamá. El jueves nos vamos de vacaciones a Cancún, y el domingo vuelo a Ámsterdam.
  • Rayos. Entonces hagamos esto: dime a qué hora sales de la escuela el lunes, y mándame la dirección. Y nos vemos ahí afuera.
  • ¿En serio quieres venir a verme a Toluca?
  • En serio. Dame la dirección y la hora y ahí nos vemos el lunes.

Ahora la sensación es de pérdida. Pérdida de algo importante que no sabía que tenía. Se me está haciendo un hoyo en el estómago —en sentido figurado; para ese momento la diarrea ya se había curado—, y de pronto el único que tiene urgencia de agarrar el auto y manejar a Toluca soy yo.

Tuve que negociar con la abuela, por supuesto. Aunque en todo momento me trató muy bien. Hasta me dio las gracias por estar accesible a conocer a mi hija. Carambas, como si eso me lo tuviera que agradecer. El lunes llegué a Toluca a eso de las 5:40, recogí a la abuela en un punto cercano a la casa y la escuela, y tuvimos tiempo de platicar algunas cosas. Las típicas. Que si todo esto no me ponía en problemas con mi familia. Que no, que soy soltero, sin esposa ni hijos. Y aunque los tuviera. Ni modo. Que la niña siempre fue extraña, y ella y su esposo —abuelo por adopción— se preocupaban porque se encerraba en su cuarto, casi no jugaba con otras niñas, y prefería pasársela metida en sus libros y con sus discos de Fernando Delgadillo. Que luego le decía a su hija —la mamá de mi hija— que la niña tenía problemas y que había que llevarla con un terapeuta. Que no. Que sólo es igualita al chiflado de su papá. ¿Y es cierto que tú eres así? Eh… pues… sí. Igualito. Hasta en lo de Fernando Delgadillo.

En fin. Ahí estoy parado en una esquina viendo cómo los niños de primaria y secundaria empiezan a salir. Son las 6:01 de la tarde, y sé que en cualquier momento va a pasar. Luego dan las 6:05, y entre toda esa multitud veo mi propio rostro hundido en una enorme cabellera pelirroja y rizada, y una sonrisa en la que se mezclan miedo, felicidad y nervios. Exactamente lo mismo que se mezcla en mi propia sonrisa.

No hay escenas hollywoodenses. Eso no existe en la vida real. La niña no grita “¡papá!” y sale corriendo a abrazarme. Simplemente llega, se para enfrente de mí mientras los dos nos tomamos ese segundo que se vuelve eterno y, sin hablar, decimos al mismo tiempo “¿es real? ¿en serio está aquí?” Luego nos decimos “hola” en un tono casi neutral, no por nervios sino por un agotamiento arrastrado desde hace casi 14 años —y del que yo no estaba consciente, aunque no por eso deja de ser real—, y entonces nos damos un tímido beso en las mejillas y un abrazo.

De repente siento su cuerpo. El de mi hija. El que tenía que haber cargado desde su momento mínimo, al que tenía que haber peinado una que otra vez para ir a la escuela, al que tenía que haber llevado al parque, primero en brazos, luego de la mano, al que tenía que haberle contagiado paso a paso todo lo chiflado que estoy. 

Y no estuve.

No está allí ningún doctor para decirme “Mazel Tov, fue niña”. Sólo está mi remordimiento de conciencia por lo que ahora me empieza a quedar claro que ha sido el mayor error y fracaso de mi vida, no estar con ella. Pero también está ella. Mi hija. Y el color de su cabello me empieza a insinuar que por fin está saliendo el sol para mí en esta vida.

Su abuela está a unos metros, observando. Vigilando, como debe ser. Luego ella y su otra hija se suben a un carro, y mi hija y yo subimos al mío. El plan es ir a un restaurante a comer-cenar (¿quién puso ese horario de salir a las 6 pm para niños de secundaria?) para que ella y yo platiquemos a gusto. La abuela y la tía nos observarán desde otra mesa (algunas horas después la abuela me confesará que cuando nos sentamos, vieron como de inmediato su nieta se puso a hablar y hablar y hablar y hablar, en su estilo típico, moviendo los brazos, inclinándose o contoneándose al ritmo de su discurso que parece interminable, y todo ello durante unos 20 minutos; y que luego yo empecé a hablar y hablar y hablar y hablar, en mi estilo típico, moviendo los brazos, inclinándome o contoneándome al ritmo del discurso que parece interminable, y todo ello durante otros 20 minutos; apenas llevaba yo uno o dos minutos hablando cuando su hija le dijo, sorprendida, “oye, definitivamente es el papá…”).

Si acaso alguna vez supe lo que era la felicidad, fueron esas 7 horas que pasé físicamente con ella. Después vino su viaje a Holanda, la relación a distancia gracias al bendito internet, y la posibilidad de vernos sólo en períodos vacacionales.

“¿Le vas a contar a mi abuela?” Obvio que sí. Oye, ya sé que no va a ser fácil, pero esto no me lo callo. No tengo por qué esconderte. Al contrario: ya me estoy saboreando el plan que, según mis cálculos, hará que durante algo así como medio año me la pase contándole a todos mis conocidos que tengo una hija, que tiene 13 o 14, y que es idéntica a mí.

Seguro que a mi mamá la noticia la toma por sorpresa, igual que al resto de la familia, pero ¿qué importa?

Tengo una hija. Es todo lo que tengo que decir, todo lo que me importa en ese momento.

Y acaso lo más valioso de todo, es que mi hija tuvo las agallas para rescatarme, para recuperarme, para darme la oportunidad de curar mis propias fracturas. Me dio la oportunidad de empezar a desandar el camino de mi error y mi fracaso, y construir el vínculo más hermoso que me puedo imaginar.

Ella lo quiso primero. Lo anheló. Lo soñó. Yo ni siquiera me lo imaginaba. Pero cuando la tuve enfrente, tuve un arrebato de lucidez y acepté doblarme, admitir mis errores, abrir el alma y empezar, chat tras chat, carta tras carta, llamada tras llamada, foto tras foto, risa tras risa, a trabajar en construir todo aquello de lo que me estuve perdiendo por tonto durante casi 14 años.

Jamás había rendido el alma tanto, tan rápido y tan fácil.

Pero ¿cómo no hacerlo?

Es mi hija, y es lo más hermoso que tengo en la vida.


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.