Enlace Judío México e Israel – Te presento a tres de ellos, poco conocidos, pero cuya música es un territorio sonoro que vale la pena conocerse. Si eres amante de la música clásica, seguro te ayudarán a pasar momentos muy agradables.

  1. Ignaz Moscheles (1794-1870)

Hijo de un destacado comerciante judío de Praga, Ignaz (Isaac) Moscheles se destacó desde muy chico por su talento musical. Alumno de notables personalidades de la época como Bedrich Weber, Johann G. Albrechtsberger, Antonio Salieri y Muzio Clementi, Moscheles quedó particularmente impresionado por el revolucionario estilo musical de Beethoven, y eventualmente llegó a convertirse en un buen amigo del gran compositor alemán.

Una vez consolidado su prestigio, hizo múltiples giras por Europa y eventualmente se estableció en Inglaterra. En 1824 conoció a Abraham Mendelssohn (hijo del filósofo Moses Mendelssohn), y aceptó dar lecciones a sus hijos Félix y Fanny. Quedó profundamente impresionado por el talento de ambos, pero respecto al de Félix —que por entonces tenía quince años de edad— quedó simplemente perplejo. De su primera clase escribió más tarde: “…le di a Félix Mendelssohn su primera lección, sin perder de vista en ningún momento que estaba sentado al lado de un maestro, no de un alumno”.

La relación con Mendelssohn fue muy fructífera en muchos aspectos. Cuando Félix fundó el Conservatorio de Leipzig, Moscheles recibió su invitación para integrarse a la plantilla de profesores. Tardó un poco en aceptarla, pero finalmente en 1846 llegó a ocupar un puesto destacado en el que fue uno de los primeros conservatorios de gran prestigio en Europa. Mendelssohn murió tres años después, apenas con 39 años de edad, y Moscheles quedó al frente de la institución. Momento complejo, porque le tocó dirigir el contraataque contra Wagner, que había comenzado con su virulenta campaña antisemita contra los músicos judíos, especialmente contra la memoria de Mendelssohn y contra Jakob Meyerbeer.

Pese a que sus gustos musicales eran muy conservadores, Moscheles mantuvo una relación muy cordial con los dos grandes revolucionarios musicales del siglo XIX: Liszt y Berlioz. Con el otro gran revolucionario —Wagner— la relación fue mala, por razones más que obvias.

Una buena pieza para comenzar a conocer la música de Moscheles es su Homenaje a Haendel Op. 92, compuesto en 1821, para dos pianos. Ahí se puede apreciar el gusto que tenía por la música del siglo anterior, pero también su vena inconfundiblemente romántica.

  1. Louis Moreau Gottschalk (1829-1869)

Gottschalk es el primer compositor en forma nacido en los Estados Unidos. Originario de Nueva Orleans, fue hijo de un judío y de una aristócrata francesa. Lo más interesante de su música es que está profundamente impregnada del sabor latinoamericano de la época, ya que Gottschalk creció en barrios con una gran abundancia de población latina. Por ello, aunque sus estudios formales de música los hizo en Francia, su fugaz carrera como concertista (murió apenas a los 40 años) lo llevó a hacer giras por muchos lugares del continente americano.

La que más impresionaba de Gottschalk era el nivel de virtuosismo que poseía. Se refleja a la perfección en sus composiciones para piano, todas ellas de un nivel de dificultad tremendo, que no se limita a exigencias técnicas para las manos, sino que además se extiende a la fuerza interpretativa (especialmente en la cuestión del ritmo) que debe aplicar el ejecutante.

Gottschalk se encontraba en una gira en Brasil cuando un repentino ataque de peritonitis le quitó la vida.

Una de las mejores piezas de Gottschalk es su Grand Tarantelle op. 67 para Piano y Orquesta. A partir del célebre ritmo italiano, que —se supone— se deriva de una danza frenética que se tenía que hacer para curarse de la picadura de la tarántula, Gottschalk nos ofrece una pieza de tremendo virtuosismo musical, enmarcada en el frenesí característico de este tipo de danza. Es una pieza breve, pero de altísimo grado de dificultad y que requiere de mucha fuerza interpretativa.

Algo muy característico de la música de Gottschalk.

  1. Henryk Wieniawski (1835-1880)

Wieniawski fue uno de esos violinistas estilo Paganini, que dejaba profundamente desconcertado al público, debido a que no se sabía a ciencia cierta qué era más llamativo de él: si la calidad de su música, el virtuosismo desplegado por este violinista fuera de serie, o todo el show corporal que caracterizaba a sus presentaciones. Lo normal es que este compositor y violinista obeso concluyera sus presentaciones despeinado, batido en sudor, jadeando, y con la ropa desarreglada.

Es decir, un músico romántico en toda la extensión de la palabra.

Nació en el seno de una familia culta. Sus padres eran médicos, pero su casa siempre fue sede para frecuentes reuniones de artistas e intelectuales, lo cual estimuló el carácter de todos los hijos, que eventualmente llegaron a ser destacados músicos.

Henryk se decantó por hacer sus estudios en París, y tras graduarse con honores como violinista (incluyendo un Primer Premio Honorífico y una medalla de oro), comenzó a hacer giras por el propio París, Varsovia y los Países Bálticos. Luego siguieron una serie de éxitos en el Imperio Ruso, lo que le ganó ser contratado como Primer Violinista de la Orquesta del Zar, y primer profesor de violín del recién fundado Conservatorio de San Petersburgo. Allí además se hizo cargo de la dirección de la Orquesta de la Ópera, y de la conducción de un Cuarteto de Cuerdas.

Todo ello fue un ambiente perfecto para que Wieniawski desarrollara su talento como solista y compositor. Entonces comenzaron las giras por Europa, y en colaboración con el célebre pianista y compositor ruso —y también judío— Anton Rubinstein, se lanzó a una gira a los Estados Unidos. Rubinstein trató de controlarlo, seguramente porque no quería que Wieniawski se robara todo el show. Pero no pudo. La personalidad de este genial violinista era titánica, incontrolable. El éxito fue tal que llegaron a dar hasta seis recitales por semana, hasta que Rubinstein pidió una tregua por agotamiento. Wieniawski no parecía siquiera inmutarse.

Pero esta condición de gordo indestructible no podía ser eterna. En 1878 empezó a tener problemas de salud, y fueron varias las ocasiones en las que se desplomó a medio concierto. Aún así pudo realizar una última gira por Holanda, Londres y Francia —organizada por Camille Saint-Saëns—. De regreso a Moscú y consciente de que su vida estaba llegando a su fin, Wieniaswki pasó sus últimos meses retirado de cualquier evento público.

Una de sus más destacadas composiciones, en la que se puede apreciar el carácter frenético de su autor, es el Scherzo-Tarantella (otra vez ese singular ritmo) op. 16, compuesto hacia 1856. Es una obra que si se toca como se debe, despeina a cualquier violnista, ya que nos puede tocar en una posición corporal fija. Las exigencias técnicas para las manos son tales que requieren que todo el cuerpo se mueva al ritmo de la música. Sin duda, nos ofrece un marco perfecto para visualizar a ese gordo y rubio violinista desquiciado que dejaba deslumbrado a cualquier público, en cualquier lugar del mundo, haciendo con el violín cosas que parecían completamente irreales.


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