Enlace Judío México e Israel – Un volcán en erupción. ¿Hasta cuándo ?

Tel Aviv 21.27 horas. Viernes de noche.

No fue uno. Fueron ocho. Los recuerdo muy bien. Fueron ocho misiles los que surcaron el cielo de Sderot y ocho detonaciones que les impidieron matarnos.

En la medida en que los pueblos han tenido poder material, han probado su disposición para la intolerancia en forma lo suficiente como para terminar condenando a muerte a los que somos sus contrarios. En definitiva, bueno es siempre lo que Yo pienso, y malo lo que piensan los otros. O como muchos opinan por estas tierras: es absurda toda creencia que no coincida con la mía.

Debo aclararles que si a algo me he resistido siempre, es a sucumbir al narcótico de las vanas ilusiones. En mi vida siempre he intentado, (sin mucho éxito lo confieso) confrontar la cruda realidad, aun a costa de padecer el golpe que produce el desprecio de la incomprensión ajena. Es mejor tratar de entender a fondo las ilusiones y los eufemismos de la realidad que nos ha tocado vivir, para no caer. Es por eso que cuando decidí visitar Sderot hace un año, tuve miedo, y sin embargo fui. Pero la curiosidad mató al gato. O a la gata.

Los israelíes lo saben, pero la gente de allende los mares no. Así que para estos, Sderot es una ciudad del Distrito Meridional de Israel, en la región del Negev Occidental. A fines del 2011 la ciudad tenía una población de 24.000 habitantes. Y… he ahí el detalle, se encuentra aunque ustedes no lo crean, a menos de un kilómetro de la Franja de Gaza.

La ciudad ha sido blanco constante de ataques con morteros y cohetes Qassam desde hace más de 11 años, que han causado 13 muertes y decenas de heridos. El frecuente sonar de las sirenas por causa de los ataques con morteros y las explosiones de los proyectiles ha causado además, frecuentes casos de trastorno por estrés post traumático entre la población local.

Sderot fue fundada en 1951 como campo de tránsito para inmigrantes judíos de Irán y Kurdistán, ocupando las tierras de la población nativa de Najd, cuyas ruinas se encuentran a unos pocos kilómetros al sur. Aparentemente una ciudad como cualquier otra.

Con el pasar de los días me fui enterando de cosas. Como que en 2007, en un día en que más de 20 cohetes cayeron en la zona de Sderot, incluyendo un golpe directo a una de las principales avenidas, el alcalde de entonces, Eli Moyal, una figura que fue muy conocida en los medios de comunicación israelíes, inesperadamente anunció su dimisión citando el fracaso del gobierno para detener los ataques con cohetes. Nada ha cambiado desde entonces.

Yo sabía todo esto, pero de eso que dices “a mí no me va a pasar”, (lo cual me recuerda frases que dicen los adolescentes con respecto al coronavirus). Sabía todo esto pero me estaba ya acostumbrando a la tranquilidad pastoral del lugar, cuando un día, hace exactamente un año, estaba contemplando el paisaje pastoral desde la ventana de un refugio que había adoptado como mi cuarto, cuando la quietud se convirtió en un infierno.

En la madrugada, bajo una cobija, como si ella pudiese protegerme, me dediqué a chatear mientras se oía afuera el altavoz: color rojo color rojo. Le pregunté a ese alguien cuyo nombre no recuerdo, que por qué los árabes lo hacían, le dije además, que tenía miedo. Me escribió que precisamente para eso, para que yo y los demás tuviéramos miedo. Y claro que lo tenia. ¿Miedo? No. Terror.

Unos días después, alejada ya de esa ciudad que llegó a parecerme infernal, pensaba que hay guerras para todos los gustos, justas e injustas, y cuya caracterización no puede ser más fácil: justa es la que hacemos nosotros, e injusta la que hacen ellos. No importa cuántas guerras hayan habido en Medio Oriente, todas tienen un punto en común, y es que en cada nueva guerra los hombres se matan, independientemente del lado en que uno esté, y por lo tanto ninguna guerra es buena. Siempre es mejor una mala paz que una buena guerra.

Aquel día en Sderot comprendí lo que es vivir sobre un volcán que cada tanto revienta aunque no haya muertos o haya pocos. Entendí también a la gente de Gaza, su situación, su desesperación, y supongo que ellos dirán que su guerra es limpia y justa. Qué triste es cuando tu enemigo es tu vecino y morir por una causa no garantiza que ésta se convierta en verdadera. En realidad me parece horrible eso de morir por algo. Más de veinte kibutzím se encuentran en la frontera con Gaza y son víctimas desde hace años de los cohetes de los palestinos, pese a que el movimiento kibutziano, integrado por muchos israelíes de izquierda, trabaja por la paz con sus vecinos palestinos, apoyando muchas de sus demandas. Más de veinte años de sufrimiento para la gente de Gaza.

La matanza trae más matanza. Y ya hasta me aburro de mis frases repetidas a lo largo de los años y que suenan a cliché: Sólo con el diálogo, la negociación y el debate se podrá crear un status quo sin cohetes, sin vidrios astillados y sin niños asustados. La solución, que cada vez se ve más lejos, pasa por dos Estados, etc etc.

Pero mientras tanto, el odio está en ambos bandos y el odio moviliza mucho más que nada. Por odio el ser humano es capaz de destruirse y lamentablemente muchos son incapaces de vivir sin odiar algo, personas, naciones, creencias. Y los políticos canalizan y dirigen la tremenda fuerza encerrada en corazones que odian.

Personalmente, no me dejo enclaustrar ya en la oscura mazmorra de la vana ensoñación alucinante de los espejismos que extraen los magos de sus sombreros mágicos. He procurado, a través de los años, y sumergiéndome en las páginas de la historia de esta zona, con la mente y los sentidos bien despiertos, adquirir una visión de la realidad medianamente clara, que me permita percibir con nitidez los trazos que configuran las piezas de esta tierra que tendría que haber sido de la leche y la miel, pero a la que hemos convertido en una tierra ensangrentada.

Observo con tristeza cómo se ha venido configurando una funesta realidad, mientras se desdibuja otra que hizo soñar románticamente a muchos que llegaron aquí, contagiados por la magia de un ideal singular, que insufló un ímpetu soñador y utópico en la mayoría de un pueblo que se encontraba al borde del abismo.

Sueños que se desvanecen hoy bajo la conducción de sus líderes políticos en el poder, que se han dedicado a la infausta misión de ser los sepultureros de un proyecto que fue bendecido con el significativo nombre de Paz.

Mientras escribo esto desde Tel Aviv suenan las sirenas en el “Otef”. Pienso en los niños y en su miedo.


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.