Al momento de escribir esto todavía no está definido el ganador de las elecciones en Estados Unidos, aunque todo parece indicar que será Joe Biden. Sin embargo, Trump se juega sus últimas cartas con la ventaja de que los cerrados resultados en varios estados clave pueden hacer que un giro de último minuto sea factible. Pese a la indefinición, hay varias cosas que de todos modos podemos analizar y comentar.

Primera lección: no existen minorías homogéneas

Con mucha frecuencia oímos hablar de “el voto latino” o “el voto judío”. Sin embargo, hemos corroborado que eso no existe. Las opiniones o preferencias en ambos grupos son completamente heterogéneas, y no es posible suponer que se votará en bloque a favor de uno u otro contendiente.

Ambos grupos son complejos por naturaleza y eso se proyecta en sus preferencias políticas. Es un error y una falacia suponer que por ser judío o por ser latino se tiene que estar, automáticamente, a favor o en contra de tal o cual político. Es muy diferente la perspectiva que puede tener un judío sionista a la de un judío de izquierda y poco o nada afín a Israel. Del mismo modo, un hijo de inmigrantes puertorriqueños que haya visto a Trump sorprendido al enterarse de que Puerto Rico era parte de la Unión Americana, seguro tendrá un posicionamiento muy diferente al de un venezolano que huyó del régimen de Chávez, o al del hijo de unos cubanos que huyeron de Fidel.

Otro error de concepto que se hizo evidente fue la noción de que un grupo minoritario pero con buena presencia a nivel nacional —como los latinos o afroamericanos— pueden cambiar el rumbo de la elección. Eso, en realidad, es muy limitado. Por ejemplo, California es un bastión demócrata. Si salen 2 millones de hispanos a votar por los demócratas y estos ganan el estado, tendrán los 55 votos electorales correspondientes. Y si salen 4 millones de hispanos a votar por los demócratas y estos ganan el estado, de todos modos tendrán los mismos 55 votos electorales. Si la situación se replica en Hawái (aunque sea en cantidades menores), de todos modos el partido ganador tendrá únicamente 4 votos electorales, que son los que corresponden a ese estado.

Y eso nos lleva a la siguiente reflexión.

Segunda lección: el sistema electoral estadounidense necesita una revisión profunda

Debo aclarar que en este punto no comparto la idea generalizada de que el sistema, basado en el llamado colegio electoral, es injusto. A mí no me lo parece. Creo que es perfectible, pero hay un aspecto de ese sistema que me parece loable.

Veámoslo así: con frecuencia se señala que en Estados Unidos no necesariamente gana el candidato que obtenga el mayor apoyo popular. Eso fue lo que le pasó a Hillary Clinton hace cuatro años. Por cierto, también le pasó a Abraham Lincoln.

Parece injusto, pero yo no creo que lo sea tanto. Si nos atenemos a los hechos prácticos, conceder el triunfo por voto directo (es decir, gana el que obtenga el voto popular) significaría anular de tajo la opinión del entorno rural —la abrumadora mayoría del territorio estadounidense—, e imponer las decisiones de los entornos urbanos. La gran mayoría de los votantes se centran en muy pocas regiones, siendo la más concentrada el área noreste que va desde Virginia hasta Massachussets. Por supuesto, hay otra gran área de concentración electoral en la zona sur de California y otras más dispersas en las zonas urbanas de Illinois, Texas, Georgia, Florida, Colorado y Washington (el estado). Imponer el criterio del voto popular significaría reducir la injerencia política a estas zonas y obligar al resto del país a someterse a lo que se decida en las grandes urbes. Algo que tampoco es justo.

Claro, está la queja —matemáticamente correcta— de que el voto de un habitante de Nebraska vale más que el de uno de New York. Es cierto, proporcionalmente hablando. Pero por eso es que Nebraska sólo tiene 5 votos electorales, y New York tiene 29. De ese modo se trata de equilibrar la abismal diferencia que hay entre un estado y el otro.

Todo esto sucede porque Estados Unidos es un país demasiado grande, tanto territorialmente como en el factor humano. Al ser grande, es complejo. Por lo tanto, un sistema de voto directo que puede funcionar muy bien en lugares más pequeños u homogéneos —como Israel o los países europeos— no necesariamente es lo mejor para los Estados Unidos.

Por ello creo que debe haber ajustes al sistema, pero sin que eso se traduzca en la eliminación del Colegio Electoral. Esa instancia intermedia tiene todavía mucho que aportar en el complejo esfuerzo de equilibrar los intereses y la voluntad electoral de un país que en realidad parece un imperio integrado por cientos de países minúsculos.

Tercera lección: también urge hacerle cambios a la clase política estadounidense

A menudo me preguntaban si estaba a favor de Trump o Biden y siempre señalé que había cosas de cada uno que me parecían positivas, y otras que simplemente me parecían intolerables. Pero acaso lo que más me desconcierta es que la competencia fuese entre dos septuagenarios, uno de los cuales (Biden) compitió contra otro septuagenario (Sanders) para lograr la nominación de su partido.

¿Realmente Estados Unidos no tiene modo de renovar sus cuadros políticos? Joe Biden está a punto de cumplir 78 años de edad. Si gana, terminará su gestión a los 82. Si llega, por supuesto. Y no es que quiera echar la sal, pero es un hecho indiscutible que el trabajo de presidente de la nación más poderosa del mundo es sumamente desgastante. Simplemente, basta ver el cambio que tuvo Obama en los ocho años que ejerció el mandato. El desgaste fue más que evidente, y eso que tomó el poder a los 48 años de edad.

Los republicanos no estaban mejor. Trump tiene 74 años, así que joven tampoco es. En ese aspecto, resultaba un tanto obligado que los candidatos a la vicepresidencia estuvieran en otro rango de edad, y por lo menos tuvimos a uno de 61 años (Pence) y a una de 56 (Harris).

Sin embargo, está claro que tanto demócratas como republicanos tienen que invertirle mucho a sus nuevos cuadros. Hay una regla de la vida muy sencilla y es que perro viejo no aprende trucos nuevos. El mundo está dando cambios radicales, a veces a velocidad vertiginosa, y un trabajo tan relevante como el de presidente de los Estados Unidos de Norteamérica necesita siempre de ideas frescas y capacidad de adaptación. Y no es que quiera ser discriminatorio, pero la realidad es que una persona que ronda los 80 años de edad no suele ser la que más pueda tener esas cualidades.

Cuarta lección: Israel está más allá de lo que suceda en Estados Unidos

Uno de los comentarios que más escuché en algunos ambientes fue que un eventual triunfo de Biden sería un golpe para Israel e incluso que se pondría en riesgo el proceso de acercamiento con los países árabes.

No. No es cierto.

Sí es cierto que Biden parece estar dispuesto a aligerar las sanciones contra Irán y a acercarse más a los palestinos. Eso nunca va a ser buena noticia, pero a estas alturas de la historia es muy poco lo que se puede alterar.

En primer lugar, el acercamiento entre Israel y los países árabes ya tiene vida propia. No depende de factores o estímulos externos. De hecho, dicho acercamiento comenzó durante la gestión de Barack Obama, el presidente más anti-israelí y pro-iraní de todos, en un nivel que puede definirse como descarado. Y es que fue justo el empoderamiento iraní propiciado por Obama el que provocó que Israel y Arabia Saudita comenzaran a fortalecer sus contactos extraoficiales.

Si Biden decidiera regresar a la política exterior de Obama, el respiro para Irán solo provocaría que Israel y Arabia Saudita reforzaran su convicción de que tienen que estar bien coordinados e integrados para hacer frente a las amenazas de los ayatolas.

Hay otro punto a favor del acercamiento árabe-israelí, que difícilmente podría revertirlo cualquier presidente estadounidense: el dinero.

Israel, los Emiratos Árabes Unidos y Baréin ya empezaron a hacer negocios, y no va a pasar mucho tiempo para que se vea lo productivos que pueden ser. Hay un factor decisivo en esto: los negocios entre estos países van a llevar una lógica muy obvia durante mucho tiempo, y es que los árabes van a poner el dinero y los israelíes van a poner el desarrollo tecnológico.

No sé si sepan, pero esta situación se da justo en una época en la que Europa prácticamente se ha rendido en esa materia. Hace mucho que las grandes potencias europeas aminoraron el paso en sus proyectos de desarrollo tecnológico. Véase el asunto de la telefonía celular: la época de gloria de los teléfonos Ericsson o Nokia pasó hace mucho. El mercado se lo están peleando Apple (estadounidense), Samsung (surcoreana), Huawei (china), Xiaomi (china), OPPO (china), Sony (japonesa), Realme (china) y LG (surcoreana). Es decir, hay un vacío dejado por Europa en este y otros rubros, y una buena estrategia —algo que se le da muy bien a árabes y judíos en cuestiones de comercio— puede hacer de Medio Oriente un polo de desarrollo de capital importancia a nivel mundial.

Trump (en realidad, su asesor Jared Kushner) supo leer el momento, y por ello los Estados Unidos dieron el empujón para que Israel y los Emiratos Árabes Unidos firmaran un acuerdo histórico (al que de última hora se anexó Baréin). Eso permitió a Estados Unidos jugar un papel protagónico en un proceso que, de todos modos, tarde o temprano iba a dar un resultado como el que vimos.

Si Biden decide cambiar la política norteamericana, peor para ellos. Volverá a pasar lo que sucedió con Obama: Estados Unidos perdió presencia mundial, e incluso vio gravemente disminuida su capacidad de disuasión. Ojo: los rusos y los chinos sólo se están relamiendo los bigotes a la espera de que Biden siga esos pasos. Para ellos, mejor. Rusia no ha querido entrar en conflicto con Israel, y China aumenta cada año sus inversiones en el Estado judío. Es lógico: ya vieron que ahí hay dinero, negocios, ganancias. Es lógico también que vayan a aprovechar cualquier error norteamericano que deje espacios vacíos. Ni rusos ni chinos van a dudar en llenarlos de inmediato.

Por supuesto, lo más probable es que una situación como esa sólo durara cuatro, a lo más ocho años. Los republicanos, tarde o temprano, volverán a la presidencia, y es probable que en alguno de esos cambios, Estados Unidos regrese de lleno a ocupar su lugar tradicional en el Medio Oriente. Pero mientras, todos los demás van a aprovechar cualquier error estratégico de Biden.

Todo es culpa de Barack Obama, en realidad. Fue él quien se encargó de que los Estados Unidos perdieran su cualidad de aliado indispensable en asuntos comerciales.

Por supuesto, están los asuntos militares. En ese rubro no hay duda de que Estados Unidos sigue siendo un aliado indispensable. Pero ese asunto no va a cambiar. Lo podemos saber porque ni siquiera cambió con Obama (vamos, ni siquiera con Carter). Es prácticamente seguro que los acuerdos de apoyo militar de Estados Unidos hacia Israel van a continuar, y es que Israel sigue teniendo un amplio apoyo en las cámaras, tanto por parte de republicanos como de demócratas. Apoyo que, además, también está generalizado en el país. Asumir una política que aislara a Israel para apoyar a Irán le costaría a los demócratas el Congreso y la próxima elección presidencial. Y lo saben bien.

Es cierto que habría sido más cómodo trabajar con Trump. Pero la llegada de Biden no es una tragedia para Israel. Por decirlo de un modo coloquial, de peores situaciones hemos salido. Hoy, más que nunca, Israel tiene una ventaja notable: su futuro depende de sí mismo, no de otros países. Y en muchos temas relevantes, lleva la voz cantante.

No queda más que esperar a ver cómo se resuelve esta compleja elección en los Estados Unidos. Dada la diferencia de votos en estados clave, es muy probable que se vaya a decidir en tribunales, así que muy seguramente volveremos a este tema en más de una ocasión.

Por el momento, si les interesa el tema, cómprense un refresco grande y preparen sus palomitas (pochoclo) antes de encender el televisor, porque esto se está poniendo más entretenido que una serie o película de Netflix.

Palabra.

 


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