A muchos les tomó por sorpresa que los países árabes volvieran a votar contra Israel en la ONU, especialmente en una resolución donde, nuevamente, se rechaza el vínculo del pueblo judío con Jerusalén. Pero solo es falta de atención. En realidad, no es tan difícil de explicar qué es lo que sucede.

La votación anti-israelí tomó por sorpresa a muchas personas, bajo la lógica de que si ya se ha firmado un acuerdo diplomático con los Emiratos Árabes Unidos y Baréin, ¿por qué esta repentina puñalada en la espalda?

Hay que entender el complejo asunto del relevo generacional en la política saudí —que es la que marca la directriz de lo que hacen o dejan de hacer las naciones árabes en la ONU—.

Estamos viviendo, literalmente, los estertores de una generación de políticos árabes que crecieron y vivieron marcados por la postura anti-israelí a ultranza. La generación que lanzó las guerras de 1967 y 1973, último intento por destruir a Israel por la vía militar. La misma que luego armó esa farsa llamada “causa palestina” a partir de 1974, una suerte de Plan B para lograr el ansiado objetivo de ver aniquilado al Estado judío.

El detalle relevante es que esta generación no ha sido desplazada del poder porque el gobierno en Arabia Saudita es monárquico, vitalicio y hereditario. En una democracia occidental, hace décadas que el relevo se habría dado. Pero el poder final todavía lo tiene el rey Salman ibn Abdulaziz, que está a punto de cumplir 85 años de edad. Y, junto con él, todavía hay muchos políticos de esa vieja escuela, y son ellos quienes mantienen el control de las acciones de Arabia Saudita en organismos como la ONU.

Por eso no tiene nada de raro que sus votos sigan siendo, sistemáticamente, anti-israelíes. Son la generación de políticos árabes que creció bajo el paradigma de que Israel era el enemigo a vencer. El rey Salman, y todos sus contemporáneos, tenían 13 años de edad cuando se fundó Israel, 21 cuando fue la crisis del Canal de Suez, 31 cuando la guerra de los Seis Días, y 38 cuando la guerra de Yom Kipur. Así que es de suponerse que no iban a renunciar tan fácilmente a sus viejos prejuicios.

La nueva generación de políticos sauditas está representada a la perfección por el príncipe heredero, Mohamed ibn Salman, nacido en 1985. Es decir, seis años después de la revolución islámica en Irán.

¿Por qué es importante este dato? Porque ese evento marca la diferencia fundamental entre ambas generaciones de políticos sauditas.

Para Mohamed ibn Salman las guerras árabes-israelíes (y con ello, la obsesión por destruir a Israel a cualquier costo) es un tema de libro de historia, no un asunto que haya vivido en carne propia. Por el contrario, él creció a la sombra del viejo conflicto chiíta-sunita, reactivado por la revolución islámica.

Hasta 1979, la monarquía persa representada en ese momento por el shá Reza Pahlevi, que mantenía una política laica en la que el radicalismo chiíta estaba completamente anulado. Eso había mantenido las relaciones con el mundo sunita (todos los países árabes y sus aliados, como Pakistán) en una relativa estabilidad. Esa situación dio giro radical cuando la revolución iraní de 1979 puso en el poder a un régimen fundamentalista, obsesionado con imponer su propia versión de la “pureza islámica”.

Los ayatolas han sido intransigentes en esa materia y, hasta la fecha, representan la principal amenaza contra la corona saudita. En sus más delirantes deseos, los reyes de Riad deberían ser depuestos y el control de las zonas sagradas (Medina y La Meca) debería pasar a la tutela chiíta.

El tema de Israel ha sido el más estrambótico, pero la realidad es que el peor problema de enemistad es el de Irán con Arabia Saudita. Conforme se iba alejando el recuerdo de la guerra del Yom Kipur (la última entre Israel y las naciones árabes), el conflicto más peligroso, potencialmente hablando, vino a ser el que podría desatarse entre Irán y Arabia Saudita.

El asunto se hizo más que evidente con la guerra que, casi de inmediato a la revolución, se desató entre Irán e Irak. A partir de 1980 y prácticamente durante toda una década, ambos países se enfrascaron en un conflicto tan inútil como indefinible. Sólo les sirvió para perder tiempo, dinero y vidas humanas. ¡Ah! Y para exhibir cuánta crueldad podían tener unos y otros. De cualquier modo, estaba más que claro el talante beligerante del nuevo régimen iraní.

Mohamed ibn Salman creció con esta amenaza y para cuando empezó a asumir funciones de gobierno, la nueva generación de saudíes ya no veía a Israel como una amenaza. De hecho, nunca lo fue. Nadie podría hablar de una agresión, o algún intento de agresión, de parte de Israel contra Arabia Saudita. En cambio, el objetivo iraní de trastocar todo el orden político y religioso en la zona era evidente.

Cuando se empezaron a ver los desastrosos resultados de la política exterior de Barack Obama, el empoderamiento de Irán hizo entender de modo claro y sin tapujos a Israel y Arabia Saudita, que era más que necesaria una colaboración. No solo militar, en caso de una confrontación abierta con Irán, sino también de servicios de inteligencia. Y allí comenzó el romance, ya que los acercamientos se dieron con políticos de nuevo cuño, esos que no habían crecido oyendo de Israel como un demonio al que había que destruir, sino sabiendo que Irán era una amenaza objetiva.

La avanzada edad del rey Salman ha favorecido que su hijo Mohamed se haga cargo de cada vez más asuntos del gobierno. Incluso se ha hablado de una posible abdicación del rey en favor de su hijo, aunque esto es, más bien, innecesario. Es evidente que el relevo no tarda en llegar.

Y la nueva línea política de Mohamed ya es más que evidente. Es él y su cuadro de ayudantes el que ha favorecido los acercamientos con Israel, que culminaron en la firma del histórico tratado con los Emiratos Árabes Unidos y Baréin.

Y esto también nos explica por qué Arabia Saudita no ha hablado todavía de negociaciones con Israel, si bien todos saben que un tratado entre ambos —sin duda, el que sería más importante de todos— es inevitable. Es simple: mientras la vieja guardia siga en el poder, aunque sea apenas un poco, los saudíes no van a firmar nada con Israel. Pero cuando se dé el relevo final, no quedarán obstáculos para ello.

Por eso mandaron a los emiratíes como vanguardia de esta nueva etapa, acaso solo para que el resto de los reinos sunitas vean cómo se van a poner los negocios con Israel cuando todos hayan firmado el reconocimiento mutuo.

Entonces no se alarmen. El desplante en la ONU solo fue un estertor de una vieja clase política árabe, caduca, que todavía mantiene sus prejuicios anti-israelíes. Pero el paso del tiempo es inexorable, y eso no tarda en quedar enterrado en la historia.

 


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