Enlace Judío – La Navidad, desde hace mucho, ha dejado de ser sólo la celebración religiosa. Por supuesto, una gran cantidad de cristianos la vive y celebra con devoción y fe. Pero es igual de cierto que la Navidad se ha convertido en un fenómeno cultural (y, por supuesto, comercial), por lo que uno como judío difícilmente puede sustraerse de todo lo que implica. Especialmente cuando pasan cosas raras con las fechas de cumpleaños en la familia.

Escena que pudo repetirse cualquier cantidad de veces durante mi infancia:

—¡Felicidades! Toma tu regalo. Cuenta para tu cumpleaños y para Navidad.

—¡Pero eso no es justo! Todos mis amigos reciben regalos en sus cumpleaños, y luego otros regalos en Navidad. En realidad, yo sólo recibo regalos en mi cumpleaños.

—Cállate. De todos modos, no tienes que recibir regalos en Navidad. Somos judíos.

Palabras más, palabras menos, podría decirse que así fue la infancia de alguien judío y nacido el 22 de diciembre. Lo bueno es que para consolarme siempre estaba mi bobbe, ese ángel hecho ser humano. Claro, entendiendo el consuelo en las dimensiones propias del estilo judío.

—No te quejes. Yo, cuando era niña, siempre quise que en Navidad me regalaran una muñeca. Pero todos los años me daban nada más una naranja.

Y, supongo, la explicación final era la misma: “somos judíos”.

Y es en serio. Mi abuela me calmaba con esa anécdota todos los años, haciéndome ver que yo no era tan desafortunado por haber recibido algún pantalón, alguna camiseta, y algún año unos chocolates —detesto el chocolate, por cierto—. Por mi cumpleaños, que quede claro. No por Navidad.

Sólo recuerdo una ocasión (pero creo que fue en 6 de enero) que me regalaron un juego de mesa. De repente a mi papá se le salió la genética siria (50% en su caso) y me regaló un backgammon. Yo —que sólo era 25% sirio— habría preferido un Turista Mundial, pero bueno. Me tomó por sorpresa.

De todos modos, el 24 de diciembre en la noche era algo especial porque, a fin de cuentas, sí hacíamos celebración. Pavo, bacalao, pasta, un pastel de nuez envinado que le encantaba a mi papá, y por supuesto venía mucha de la familia cercana (claro, nunca fuimos muchos; no recuerdo una Navidad en la que hayan sido más de 20 comensales).

¿Qué por qué la celebrábamos? Bueno, se trataba de celebrar a un judío que nació ese día y que, en realidad, era muy entrañable, admirado y querido por todos nosotros.

—¿Ustedes considera a Jesucristo un judío entrañable, admirado y querido? —nos preguntaron muchas veces.

—Obvio no. No estoy hablando de Jesucristo. Estoy hablando de mi papá. Cumple años el 24 de diciembre.

Hoy cumpliría 90, por cierto. Cómo lo extraño.

Una vez nos regalaron un árbol de Navidad. Natural, además de todo. Recuerdo perfectamente que fue en 1980 porque por ahí todavía hay una foto en la que estoy partiendo mi pastel de cumpleaños (22 de diciembre), y el árbol está ahí atrás. Y recuerdo sin problemas que ese fue mi cumpleaños número 10. Así que la fecha es esa, sin margen de error.

El árbol llegó a casa ya tarde. Supongo que por ahí del 20 o 21 de diciembre. Y es que un amigo de una de mis hermanas llegó a la conclusión de que era demasiado raro que no tuviéramos árbol navideño en casa y nos lo regaló. Una tarde apareció con esa cosa enorme, la metió en la casa y nos metió en un problema: ¿Cómo lo vamos a decorar?

Esferas, por supuesto. A alguien —ahí sí ya no sé quién fue el culpable— se le ocurrió que con unas esferas de vidrio, rojas y doradas, podría quedar formidable. Y listo. Llegaron dos cajas de esferas. Nada de festones, adornos, muñequitos, nacimiento, regalos. No, solo fue el árbol con 24 esferas redondas y de tamaño más bien pequeño. Doce rojas, doce doradas.

Es el árbol navideño más horroroso del que tenga memoria. De hecho, era tan grande que las esferas se perdían allí. Parecía que habíamos descuidado una maceta y la planta nos había crecido más de lo recomendable para un departamento citadino.

Además, un sobrino que por entonces tenía un poco más de un año ya empezaba a expresar sus conductas autodestructivas: tiraba el árbol, y luego se iba sobre los pequeños vidrios de las esferas que se rompían (siempre dos o tres por episodio). Y se comía los vidrios. Recuerdo a mi mamá, varias veces, pegando de gritos y limpiándole la lengua ensangrentada. Y el árbol, por supuesto, cada vez con menos esferas. Cada vez más parecido a una planta sobrealimentada, y cada vez más seco.

Le sugerí a mi mamá que ya era tiempo de quitarlo cuando mis amigos de la escuela me hicieron la sagaz observación de que no era normal que el 21 de marzo, Día de la Primavera y Día del Natalicio de Benito Juárez, el árbol navideño seco siguiera puesto ahí en la sala. Que ninguna familia hacía semejante barbaridad. Que qué rábanos pasaba con nosotros.

—Que somos judíos…

Les tendría que haber contestado. Pero a los 10 años uno no está para esas sutilezas, y como pude convencí a mi mamá de tirar el árbol. Lástima. Nos acompañó todo el invierno. Ya le habíamos tomado cariño, y como ya no le quedaban esferas, mi sobrino no podía seguir autodestruyéndose con eso.

Así fue como empezó mi difícil relación con una época del año que disfruto mucho, pero que nunca entendí demasiado. Aunque debo admitir que la disfruto porque dan vacaciones. Y la disfruto siempre y cuando no tenga que salir en auto. Afortunadamente, vivo en una zona muy cercana a grandes centros comerciales, así que todo lo que se necesite comprar se puede conseguir caminando. Y es que el tráfico por mis rumbos —repito: amplias zonas comerciales— es una réplica del Infierno de Dante a partir de la última semana de noviembre.

Luego hubo una época en la que trabajé como organista de iglesias (evangélicas, principalmente). Acompañé al piano o al órgano cualquier cantidad de cultos navideños. Me aprendí todos los himnos habidos y por haber (todavía me jacto de tener un repertorio de música litúrgica navideña mucho más completo del que conoce un cristiano promedio).

Y de esa época conservo muchos amigos entrañables. Una familia, en particular, durante muchos años nos invitó a mi mamá y a mí a compartir la cena navideña. Siempre respetuosos, jamás nos pidieron que participáramos en nada que implicara la celebración religiosa. Pero como sabían que nosotros ya no hacíamos reuniones ese día desde que falleció mi papá, nos comenzaron a invitar simplemente para compartir la cena y pasarla bien. Algo que nunca nos costó trabajo. Guardo muchos recuerdos entrañables en esa mesa, esa casa, y con esa gente.

Hace algunos años que no lo volvimos a hacer. El primero que se interrumpió fue porque la primera vela de Janucá cayó, coincidentemente, en 24 de diciembre. Luego falleció el papá de mis amigos —una persona maravillosa, entrañable—, y ese año no hubo humor como para festejos. Y este año no tengo que explicarlo: andamos encerrados por esa cuestión de la pandemia, así que ni para qué moverle al asunto.

Todo eso me ha dejado en claro que el ser humano, para bien y para mal, es complejo. Nuestras experiencias son ricas y variadas en todo sentido, y la Navidad no puede ser la excepción.

Así fue como aprendí a respetar todas las posturas.

Yo, personalmente, no celebro la Navidad. Pertenezco a una tradición religiosa que no le da ningún significado particular a ese día. Pero a todos mis lectores que sí la celebran con profunda devoción religiosa, les deseo sinceramente que lo pasen muy bien, y les recomiendo que tomen todas las precauciones para no abrirle la puerta al COVID-19.

Para quienes no celebran lo religioso, pero aprovechan la época para relajarse, distraerse y divertirse, también les deseo una feliz temporada de fiestas decembrinas. Cuídense mucho, de cualquier manera.

¿Que se ha desvirtuado por el consumismo? No sé. Tal vez. Pero soy judío, y tengo mi muy personal opinión al respecto: qué bueno que hay todo ese consumismo. Hace que la economía del país se mantenga activa y genera empleos. Así que, en la medida de sus posibilidades, consuman. No tienen idea de cuánta gente se ve beneficiada por ello. Si pueden regalar juguetes —sobre todo, a niños que no tienen la dicha de una familia o de una situación económica solvente—, no dejen de hacerlo. Pocas cosas me han impresionado tanto en la vida como los ojos felices de un niño al recibir una pelota, o de una niña al recibir una muñeca (no empiecen a molestar con que mi ejemplo es sexista y todo eso; ni modo, esa es la experiencia objetiva que he tenido y no tengo por qué cambiar el relato para complacer ideas posmodernas).

Eso me recuerda un viejo chiste judío y con eso cierro: en un centro comercial, un Santa Claus está sentado en una aparatosa tarima, dando regalos a los niños que están formados frente a él. Al final de la fila, un niño parece no estar convencido de formarse. Todos los niños van pasando, pero este niño especial siempre se queda al final. Otros niños llegan y se meten delante de él y así van pasando y pasando, y el niño especial sigue alejado, mirando, dudando, como queriendo formarse para recibir un regalo, pero sin convencerse.

Al final, es el único niño que queda en el lugar, y el Santa Claus todavía tiene varios regalos.

Santa Claus observa al niño, y lo llama. El niño, tímidamente, se acerca.

—¿Qué pasa contigo? ¿No quieres un regalo?

El niño duda. Lo piensa. Finalmente hace acopio de agallas y contesta.

—Es que soy judío.

Santa Clos se desconcierta. Parece que empieza a respirar más fuerte. Empieza a observar que nadie escuche, que nadie vea, que nadie se acerque, y cuando ya se siente seguro, se acerca y le dice al niño:

Nemen tzvei

(Traducción: “Toma dos”, en ídish).

 


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