Enlace Judío – Y al final de cuentas ¿Qué sucedió con las elecciones en Israel? Básicamente, nada. Los resultados fueron los mismos, salvo porque Benny Gantz perdió el control de su coalición y ahora Kajol Laván se enfrentó a su propia realidad, dejando en claro que no tiene demasiada popularidad y que, más bien, lo que había aglutinado a la coalición que casi le llevó a la posición de primer ministro fue solamente el rechazo al liderazgo de Benjamín Netanyahu.

Netanyahu, por su parte, queda en el mismo lugar, con alrededor de 30 escaños. La izquierda, en su misma crisis; los árabes, en un rango reducido de apoyo electoral; el resto de la derecha, fragmentada.

Lo que sigue, muy probablemente, será una cuarta repetición del espectáculo que ya vimos durante los dos años anteriores: negociaciones sin expectativas a que se logre consolidar una coalición de gobierno y el riesgo latente de que se tenga que celebrar una quinta ronda electoral.

Es delirante. Y desgastante.

Así que tal vez ya sería tiempo de pensar en iniciar un lento, pero eficiente, proceso para reformar un sistema electoral que, a todas luces, no tiene la capacidad para responder a cierto tipo de coyunturas.

¿Una segunda vuelta? Es una idea atractiva, pero complicada. Implicaría introducir una figura que se usó brevemente en el pasado en Israel: el voto por la persona. Recuérdese que en Israel se vota por los partidos, no por los candidatos. Además, es difícil imaginar —pongo como ejemplo la situación actual— cómo los votantes de izquierda (Meretz y Avodá) o los árabes estarían dispuestos a regresar a las urnas solo para decidir si el próximo primer ministro será un derechista u otro derechista que no soporta al anterior.

¿Limitar el número de partidos? Es otra opción, pero para ello habría que reeducar a fondo a la sociedad israelí. No me parece viable que sea una solución que se pueda implementar de la noche a la mañana. Sin embargo es una idea que no debe desdeñarse, porque tanta pluralidad partidista es la que ocasiona que, en un momento dado, un partido que apenas gana el mínimo de 4 escaños pueda convertirse en el fiel de la balanza y chantajear a todo un gobierno a cambio de su apoyo.

¿Un sistema de mayoría simple? Es decir, que se vote por el candidato y gane el que tenga más votos, aunque no lleguen al 50%. Podría ser una solución viable, alcanzable, tomando en cuenta cómo está la situación. Pero seguramente no sería aceptada por un amplio sector de la propia Knéset, porque en ese caso es evidente que Netanyahu podría seguir ganando elecciones durante todo el tiempo que siga involucrado en la política.

Lo que está claro es que ha llegado el momento de evolucionar. No tienen que ser cambios drásticos, pero sí profundos y bien diseñados para que sean funcionales.

Pero acaso lo más importante de todo sea construir una estructura electoral que garantice dos cosas. La primera, que una misma persona no se eternice en el poder; la segunda, que existan los contrapesos necesarios para que los políticos sean eficientes, aunque no sean carismáticos.

A Netanyahu le tocó vivir una coyuntura muy singular y está fuera de toda duda que supo dominarla casi a placer. Su estatura como político es inigualable en este momento. No hay un sólo israelí que pueda llenar sus zapatos. Eso tuvo sus ventajas, pero también sus desventajas. En una monarquía, habría sido perfecto. En una democracia, no es lo recomendable.

¿A qué coyuntura me refiero? A que en medio del conflicto con los palestinos, las fricciones con Obama, la amenaza de Irán y los acercamientos con los países árabes sunitas, esta fue la etapa en la que la sociedad israelí se volvió una sociedad básicamente derechista.

Se puede ver en el resultado de la última elección: ha sido la derecha pro-Netanyahu contra la derecha anti-Netanyahu. Sus ideas sobre cómo gobernar son prácticamente idénticas. La única diferencia de fondo es qué hacer con un personaje demasiado fuerte, demasiado dominante.

Así que, para bien y para mal, Netanyahu ha sido todo un rey. Pero ahora, más que nunca, debe pensar en su legado político. ¿Quién habría de ser su sucesor?

Nadie. Es lo que menos necesitamos, otro Netanyahu. Lo que necesitamos son políticos tal vez sin carisma, tal vez sin tanto atractivo, pero que sepan hacer bien su trabajo. Que entiendan cuáles fueron los grandes aciertos de Netanyahu y sepan reforzarlos y ampliarlos. Que puedan evitar sus grandes errores. Y que ninguno se convierta en una figura mesiánica, apabullante, magnética, que haga que toda la política israelí baile alrededor de él o ella.

Israel está entrando en una nueva etapa —y hay que admitirlo: el mérito es de Bibi— en su relación con los países árabes y eso significa el inicio de muchos y muy buenos negocios.

Así que no hay alternativa: se requiere de gobiernos sin sesgos ideológicos, flexibles y que sepan adaptarse a una nueva realidad cuyos primeros brotes apenas estamos viendo y que no sabemos qué forma final va a tomar.

¿Es posible? Por supuesto que sí. A los israelíes les sobra intuición para adaptarse casi a cualquier cosa. Pero insisto en que para ello van a ser necesarios algunos ajustes en el sistema electoral, porque tal y como lo estamos viviendo en estos tiempos, los procesos de votación se están convirtiendo en algo desgastante.


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