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lunes 11 de noviembre de 2024
Rollo de Torá y una Kipá

Irving Gatell/ Elogio del monoteísmo judío

Enlace Judío – A veces creemos que la diferencia entre el monoteísmo y el politeísmo es que un sistema sólo cree en un D-os único, y el otro cree en muchos dioses. Es correcto, pero demasiado superficial. El asunto es más complejo de lo que parece.

Politeísmo y monoteísmo son experiencias más complejas que solo hablar de cuántos dioses hay. Como si fuese un asunto de contabilidad.

En realidad, son la forma en la que proyectamos nuestra percepción de la realidad.

Es decir, el politeísmo es la proyección de una humanidad que percibe la realidad de manera fragmentada, disociada, errática. El monoteísmo, en cambio, es la proyección de que el ser humano ha logrado entender la realidad como un todo integrado y, por lo tanto, está listo para conocerla y entenderla. Es decir, para hacer verdadera ciencia.

Así que monoteísmo y ciencia van de la mano.

Cualquier profesor de filosofía diría que, en realidad, la ciencia fue posible gracias a la filosofía. Pero esto no es del todo cierto. En realidad, la filosofía fue un arma de dos filos que, durante mucho tiempo, no ayudó al avance de las ideas verdaderamente científicas.

¿Por qué? Porque la filosofía surgió en el tiempo en que la cultura griega todavía estaba atorada en los paradigmas del politeísmo. Es decir, de una visión fragmentada de la realidad. Por eso, incluso el filósofo más emblemático de la etapa ática —la considerada como “clásica”— no logró superar esa visión fragmentada del mundo.

Me refiero a Platón que, siguiendo ideas previamente expuestas por Parménides o Pitágoras, creyó que el mundo material (o “mundo sensible”, es decir, el que percibimos por medio de los sentidos) era una ilusión, apenas una sombra de algo fuera de nuestra percepción sensorial, y que sería la verdadera realidad (valga la redundancia): el mundo de las ideas.

Para Platón, por ejemplo, las cosas bellas no eran la realidad. Solo eran una sombra material de “la belleza”, que existía como algo más que mero concepto. Es decir, existía como algo objetivo, literal, pero en una dimensión imperceptible para nuestros sentidos. Así que nuestra única posibilidad de acercarnos a eso, a “la verdad”, era el intelecto.

En pocas palabras, Platón sufría de una visión fragmentada del mundo, donde materia y realidad eran cosas distintas.

Eso, por supuesto, nunca le fue de ayuda al pensamiento científico. Por eso, el gran avance de la ciencia no se dio mientras el platonismo fue la filosofía predominante. Tuvo que venir primero un giro hacia el aristotelismo (en el que Maimónides jugó un papel destacado), y luego el racionalismo y el empirismo para sentar las bases de un alejamiento definitivo de las doctrinas de Platón sobre el mundo de las ideas.

En contraste, el monoteísmo israelita comenzó a descubrir la realidad como un todo integrado desde tiempos muy antiguos.

De hecho, la primera manifestación plena de esta percepción la encontramos en Génesis 1, un relato que, a gusto de los especialistas en culturas mesopotámicas, se parece mucho —o demasiado— al mito asirio-babilónico de la creación.

Y es cierto. Los rasgos literarios son similares. La noción de un caos primordial o de la creación del ser humano a partir de arcilla roja ahí está presentes. Pero hay una diferencia fundamental: en el mito babilónico, el caos inicial existe por sí mismo, y sólo se resuelve después de que los dioses se enfrentan en duros y terribles combates. Esto refleja que los babilonios entendían el mundo como un cúmulo de fuerzas contrapuestas, pero también disociadas. Es decir, cada una funcionaba o era controlada por una deidad particular.

En cambio, en el texto hebreo todo es obra de un solo D-os. Incluso el caos primordial surge después del acto de creación inicial, así que la creación de cada elemento del mundo no es consecuencia de la lucha de dioses y demonios, sino del acto de un solo creador, lo que implica que toda la creación está integrada en una sola realidad. Al final, el relato babilónico termina con un banquete que se celebra en honor a Marduk, el dios del sol que ha derrotado a los agentes del caos.

En el Génesis el sol es apenas una de las luminarias —creado hasta el cuarto día—, sin mayor papel que darnos luz durante el día. No hay guerras, no hay combates, y por ello no hay festejos estrambóticos al final de trabajo creador del Creador. Al contrario: lo que hay es la santificación del séptimo día, porque hay una labor concluida, integrada, completa, y entonces El Único puede entregarse al reposo, acción que luego el judaísmo interpretará como nuestra obligación de ponerle un alto a nuestro instinto industrioso para volver a ser uno con la naturaleza y con D-os. Es decir, para recordar que somos parte de una realidad integrada.

Los paradigmas del politeísmo han sobrevivido hasta nuestros días. Claro, ya no se trata de la creencia en muchos dioses, pero sí de la visión rota de lo que nos rodea.

Esto se manifiesta de tres modos diferentes: la mentira, la posverdad y la hiperrealidad.

La mentira es el engaño en su posibilidad más rudimentaria. Es el acto consciente y voluntario de alguien que decide dar información falsa y hace el esfuerzo porque los demás lo crean. Quien cae en las redes de la mentira, lo hace porque carece de los datos necesarios para saber la verdad, pero probablemente también de la determinación para investigar por su propia cuenta.

Esto puede llegar a un nivel más elevado: el de la posverdad. En este caso, estamos hablando de gente que conoce los datos correctos respecto a cierto tema, pero decide no aceptarlos porque considera que su propia valoración subjetiva es tan importante como los hechos. Es el clásico criterio de “lo que siento es tan importante como la información objetiva”.

Pero no siempre es así. En realidad, siendo crudos y fríos, nuestros sentimientos carecen de importancia a la hora de analizar qué es correcto y qué no lo es. No puedes, simplemente, por pura emotividad, ponerte del lado de un asesino y condenar a la víctima. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que le sucede a mucha gente —por ejemplo— cuando se trata del conflicto entre Israel y Hamás.

La idea simplona de “los niños palestinos sufren”, sin mayor análisis de por medio, hace que la opinión pública se vuelque en contra de Israel y a favor del grupo terrorista que usa a esos niños —y a los civiles en general— como escudos humanos. Para esta gente no hay explicación que valga, porque su criterio es exclusivamente visceral. Los datos los aburren, el análisis de la historia les parece demagogia manipuladora. Se limitan a lo que ven, sin crítica de por medio, y a reaccionar en función de lo que sienten.

Otra vez, el asunto puede ir más lejos: la hiperrealidad es toda esa concepción distorsionada de la realidad que nos impone un discurso prefabricado, generalmente difundido desde el poder y los medios de comunicación. Se trata del máximo nivel de manipulación de los datos, porque aquí sí hay razonamiento, análisis, reflexión a fondo. Sin embargo, todo este esfuerzo puede hundirse en el error y la falsedad justo porque parte de premisas distorsionadas por alguien que ha tenido la posibilidad de difundirlas y hacerlas pasar como “la verdad”.

Lo podemos ver en las extrañas discusiones entre los defensores del liberalismo o del socialismo. Pese a que el marxismo ha sido una de los peores distopías de la historia (es decir, lo contrario a la utopía: prometieron el cielo y nos obsequiaron un infierno), hay gente que se obstina en defenderlo. Eruditos, académicos brillantes, filósofos notables, pese a todo su bagaje intelectual y su capacidad de análisis, siguen defendiendo algo que simple y sencillamente no funciona, ni va a funcionar.

¿Por qué? Porque su distorsión de la realidad es de fondo. Ya no se trata nada más de datos falseados a propósito, o de anteponer los sentimientos a los datos correctos. Se trata de una visión distorsionada de la realidad.

En ese marco, las palabras de la Torá iluminan nuestro rumbo: “No pondrás una imagen delante de mi rostro”, nos dice la ordenanza del Éxodo. No se refiere nada más a no hacer estatuas o pinturas de D-os. Eso sería demasiado simple. Se refiere a algo más que eso, se refiere a que debemos comprometernos al esfuerzo de no bloquear nuestra relación con la realidad por medio de mentiras, posverdades o hiperrealidades.

El monoteísmo es más que creer en un solo D-os. Es entender que tenemos un compromiso con la realidad y que para cumplirlo a cabalidad, lo primero que hay que hacer es entender que la realidad es algo unificado. Es decir, algo en donde todo tiene un lugar y una interacción con los demás. No son hechos arbitrarios o inconexos, sino causas y efectos funcionando a la perfección todo el tiempo. Y lo segundo es hacer siempre el esfuerzo por no construir imágenes que no nos permitan ver la realidad tal cual es. Es decir, no construir nuestras propias versiones de lo que quisiéramos que fuese la realidad.

Ese es el sentido más profundo de lo que repetimos cada vez que rezamos la Amidá: “Purifica mi corazón para poder servirte con verdad”.

¿Qué es eso de purificar el corazón, sino limpiarnos, deshacernos de todo aquello que distorsiona nuestra percepción de la realidad? Dejar de mentirnos a nosotros mismos, dejar de anteponer nuestros sentimientos, pasiones o intereses a los hechos objetivos y renunciar a nuestros paradigmas artificiales que nos obligan a percibir las cosas de un modo distorsionado.

Solo así podemos tener contacto con la verdad, que es la implicación más importante de “servir a D-os con verdad”.

 


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.

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