Enlace Judío – Cada vez que me inclino a devorar algunas páginas escritas por Aharón Appelfeld (1932-2018), mi memoria conoce destellos.

Tal vez tres razones lo explican. Una de ellas: en contraste con escritores como Oz y Grossman, que nacieron en Israel y las palabras en hebreo les acariciaron desde los inicios, Appelfeld conoció en Bukovina, entonces parte del reino de Rumania, una pluralidad de voces, desde el alemán de sus padres al idish de sus abuelos.

Voces que se diversificaron cuando, asesinada la madre en plena calle y el padre preso en un campo, Aharón conoció como infante durante 6 años rutas y bosques en su andar por Ucrania, Checoeslovaquia, Yugoeslavia, Polonia hasta llegar a las playas de Italia.

En algún tramo de su peregrinación se refugió en la casa de una prostituta para cuidar sus utensilios mientras ella atendía a sus ásperos clientes. Al fin frisando los 14 años llegó a Israel. Entonces debió aprender nuevas letras sin olvidar retazos de su ayer, requisitos de una nueva vida.

Otra circunstancia que me conmueve: la amplia creación –más de veinte volúmenes– de Appelfeld apenas da cuenta de su hacer literario en el nuevo país. En estas páginas enhebra relatos y recuerdos sobre lo que acontecido en las tierras de su infancia donde el odio al judío era el natural instinto de no pocos.

Finalmente, retengo en mi personal memoria un hecho. Corría el año 1959 en Jerusalén cuando yo asimilaba primeras palabras en hebreo. En una de las clases se presentó un desgarbado expositor que hizo referencia a algún relato escrito por Agnón.

No vestía shorts como otros Morim sino arrugados pantalones, y su voz subía y bajaba sin cesar al tiempo que su delgado cuerpo deambulaba atrás y adelante en el aula. Nervioso espectáculo que él probablemente hubiera deseado cancelar y que suscitó risas y asombro.

Era Appelfeld, entonces un estudiante de literatura que ofrecía su fresca y creciente sabiduría a quienes habíamos llegado de las diásporas para aprender el hebreo. Imprimió entonces imborrable huella. Y en futuros encuentros encontró a a la joven Yehudit, una latinoamericana que más tarde será madre de sus tres hijos.

En La corona de hierro —uno de sus últimos libros—, Appelfeld caracteriza a un inquieto joven –Peter– que se autodefine como un no católico al insertarse en las fuerzas armadas austríacas pensando que era su vocación.

En contraste con sus abuelos que preservaron los rasgos y exigencias del judaísmo en un medio hostil, ni Peter ni sus padres se inclinaban entonces a recordar un origen que era materia de desprecio en el entorno.

Inserto en el medio militar, la hostilidad a Peter se dilata en particular cuando se distinguía por sus múltiples aciertos. Una y otra vez debió lidiar con huecas denuncias.

Cuando tiene lugar el choque bélico de 1914 no pocos soldados le deberán la vida merced a su fino y atinado liderazgo. Y al concluir la guerra, torcido por recuerdos y heridas, Peter merece un frágil y formal reconocimiento en la ciudad donde naciera a pesar de su insoslayable condición judía.

El amor a su joven hermana muerta, el apoyo de su único amigo quien adopta el hábito católico, y las porfiadas agresiones del medio le enseñan que la condición de judío carga una accidentada historia y que incorregiblemente será un extraño en un medio que por ancestral instinto le odia.

Decide entonces volcar a páginas lo que absorbió como lúcido soldado abrumado por la sangre y el fuego.

Relato ineludible que devuelve a Appelfeld a mi memoria.

 


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