En memoria de mis padres Moisés y Estrella

Querer la noche, el despertar de la noche, cuando el crepúsculo se convierte en vacío que invita a la muerte, pero no es más que un entregar al alma a los espacios celestiales en un vuelo que significa desprenderse del cuerpo e irse, irse más allá, a las cuevas del misterios donde nos renombramos y somos testigos por unas horas de los espacios siderales. Una pequeña muerte nos dicen donde quedamos inertes como cuerpo y sin embargo estamos ahí, soñando con lo que nos dará el mensaje necesario para poder retornar al cuerpo y vivir el alba.

Tiempo de bosque que en su madurez nos deja en un pasmo ante el infinito. Morir es entonces solamente vivir, vivir de otra manera. Un estar en la placidez nevada, donde el blanco es el color que impera, porque ahí en la luz las almas no sienten el frio ni el dolor ni la incapacitante soledad, sólo luz de la luz, blanco móvil al que el espíritu sigue, en concordancia con la pureza deseada. Una y otra vez, salir a morir es salir a defenderse de la muerte en vida, salir a morir es saber que se ha terminado de estar en esta tierra y se quiere entregar el alma. Porque ya cansado el cuerpo en su vejes se difumina, se extermina a si mismos en la tragedia de lo que ya no puede ser por venir más que allá, en el por venir de los espejos celestiales. O ya en los senderos ni las rutas que dejan huellas en la arena, si no entreveros de poemas por los que se sucumbe felizmente. Por ver a Dios, el hombre se entrega a su muerte, en la esperanza de leer el texto de lo sublime. 

La Creación es un Templo Mayor, donde habita el Dueño de los mundos. Mi pueblo lleva en el alma la semilla de los pueblos, ha recorrido todos los parajes de la tierra para llegar a su centro nómada en su espíritu original y por lo mismo se añade al mundo y lo defiende y lo ama como ama a todos los hombres y mujeres con los que ha compartido la vida a través de la aguerrida historia. Mi pueblo es, el ansia de llegar a la Ciudad del Centro, de sentarse en la prometida tierra como en su casa al fin. El exilio es una gota de agua, mar sobre los rostros hebreos, híbridos de luces que culminan en el vientre: andar la tierra y retornar de las orillas al Centro destinado, leche y miel. Andar que se ilumina como promesa, como destino, como porvenir que se allega ya sorpresivamente antes del tiempo imaginado. La muerte tanta, mantra, desvirgó los corazones, los Juicios divinos en la herida fisuraron nuestros cuerpos y aun así, por eso mismo en el asombro de lo inesperado, retornará la luz, nos entregaran la tierra después del ostracismo, después de la figura de los rostros ajados, yéndose, desapareciendo silenciosamente, sometidos a los designios del Eterno, y tan humildes mirando hacia el cielo las plegarias; en la espiral los rezos, los tramos recorridos, en el ejercicio del amor. Cuando ya no había esperanza más que darse vencidos por el dolor de tanta vida, tanta vida tanta en el dolor que se hunde nostalgia del saber que se va, se va la vida de mi madre, padre de mis rostros todos en la entelequia de la melancolía. Ahí pasé todos mis inviernos; las primaveras también fueron de nieve, de niebla, hibernación de los osos polares que fuimos en el encierro, en las cárceles de las casas, prisioneros de memoria del sufrimiento, surgimiento que pasaba, que pasó en todas las conjugaciones del verbo dolor, dolorina, doloré, dolaró, doléra.

Y ahí, en la estridencia del vacío construir un arca, construir un ave que nos lleve cual gaviotas al centro de la cognición precisa a la paz de la alegría primera. No hay más rumbo ahora que ese y sólo hay uno. Dios en sus caminos in vencibles nos probó. Los pueblos todos, y ahí en la hora más terrible, en la culminación del instante en muerte atroz, exclamamos venceremos, a pesar tanto triunfaremos. Y Dios, derretido de piedad infinita, de misericordia umbría decidió traer el Alba. Estamos en los umbrales de la redención, porque con todos los gritos de todos, con los llantos unidos en una sola dirección, logramos hacer hablar al Eterno del amor. En el universo entero  se escuchó la exclamación del Altísimo: Nitzhuni, banai Nitzjuni,  “Me vencieron hijos míos, me vencieron.”