Enlace Judío – La memoria del Holocausto casi siempre va acompañada de una frase peculiar: nunca más. En aulas, en museos y documentales se nos repite incansablemente que la educación del Holocausto es importante para que no se repita tan terrible suceso. Estoy de acuerdo con el sentimiento, mismo que he reproducido en innumerables ocasiones. Sostengo que pensar críticamente sobre el Holocausto implica honrar su memoria para prevenir que grupos marginalizados sufran de cualquier tipo de discriminación. De igual manera, pienso que el recuerdo de la Shoá sirve para tener en cuenta los peligros del antisemitismo y la importancia de una defensa judía.

Sin embargo, hoy, en el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, quiero enfatizar un aspecto de la Shoá que se puede perder cuando sólo se mira al futuro en aras de no repetir el crimen: la memoria de las víctimas del Holocausto. 

Para aquellos que murieron a manos del nazismo, el Holocausto no fue una lección sobre los límites de la crueldad humana o un aviso de los peligros del odio. Fue el final de sus vidas.

Separar la vida de las víctimas del Holocausto de las lecciones del genocidio es una cuestión de dignidad humana. En la insoportable hambruna de los guetos, en los hacinamientos de los trenes o en la terrorífica vida de los campos, la gente pensaba en cómo sobrevivir el día siguiente, de dónde sacar comida y dónde estaba su familia. No me imagino la angustia, el enfado o la desesperación de aquellos que vivían bajo el yugo de esa tortura. Hacer memoria sobre el Holocausto requiere también enfocarse en esos aspectos. Cuando reducimos sus vidas a simples lecciones, por más importantes que sean, borramos su aspecto humano.

Hablar de las víctimas como individuos también requiere hacer de lado su universalidad para enfocarse en aspectos más particulares. Es fácil empatizar con alguien únicamente por su humanidad. Las personas, sin importar el tiempo o espacio, coincidimos en nuestros sentimientos, emociones y pensamientos unos con los otros. Tenemos la misma esencia. Compartir el dolor ajeno de un hambre, de una angustia o de un enfado es relativamente fácil. No obstante, en su centro, el Holocausto fue un crimen contra los judíos europeos, una masa de personas y comunidades diversas por sí mismas. 

Al hablar, por ejemplo, de Leon Rodal, quien fue asesinado como parte de la rebelión del Gueto de Varsovia, no se puede dejar de lado su trabajo como activista sionista revisionista, su trabajo para contrabandear armas o su sueño de emigrar a Israel. 

Cuando recordamos a las familias Efraim y Shaulov, es fundamental hablar de la comunidad en la que vivían. Eran parte de los judíos del Cáucaso del norte de Crimea, una comunidad que hablaba judeo-tat, un idioma judío derivado del persa, utilizaba vestimentas parecidas a las de sus vecinos musulmanes y se enorgullecía de su tradición militar cantando: “Y nosotros, los guerreros de Sansón, los herederos de Bar Kojba… entramos en batallas y luchamos amarga y heroicamente por nuestra libertad”.

Las muertes de Leon Rodal, los Efraim, los Shaulov y todas las otras personas que fueron asesinadas en el Holocausto son tragedia por sí mismas. Si bien es importante procurar el nunca más, analizar las causas de la discriminación y el antisemitismo, las vidas de las víctimas deben de ser conmemoradas más allá de las enseñanzas del genocidio. Ellos fueron más que sus muertes.

 


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