Enlace Judío – Apenas los días anteriores, la célebre actriz de Hollywood dio la nota al hacer un comentario que, muy rápido, fue tundido en las redes sociales. Whoopi se tuvo que disculpar —lo clásico: no era su intención ofender a nadie—, pero eso no la salvó de una suspensión de dos semanas en el programa que conduce.

¿Qué fue lo que dijo? Que el Holocausto no había sido una cuestión de racismo. ¿Y por qué estuvo mal su comentario? Ahí está lo interesante.

Evidentemente, Whoopi se ha plegado al nuevo discurso de la filosofía posmoderna, que ha propuesto una redefinición del racismo basada en una radicalización de algunas de las ideas más torpes que, en su momento, propuso Michel Foucault.

En esta nueva visión del racismo, este no es un asunto que gire alrededor del prejuicio racial, sino alrededor de las dinámicas de poder. Ahí es donde falla, tanto Foucault como sus aficionados de estos días. En la visión de este filósofo posestructuralista francés, todo es un juego de poderes. En muchos aspectos tiene razón, pero mal entendida su filosofía —él mismo no parece haberla entendido muy bien— nos lleva a la conclusión de que todo es un juego de poder. Y eso, en realidad, es una terrible deshumanización de las dinámicas humanas (valga la redundancia).

Foucault fue un filósofo particularmente crítico con la civilización occidental (no tiene nada de extraño: fue uno de tantos franceses que sufrieron la destrucción de su país y de su Europa durante la Segunda Guerra Mundial). El problema es que no se arriesgó a elevar esa crítica a sus últimas consecuencias; es decir, convertirla en un análisis crítico de todas las sociedades humanas. Por ello, sus ideas muy pronto y muy fácilmente derivaron en una irracional conducta antioccidental, antieuropea y antiblanca.

En su ceguera, Foucault se rindió ante los encantos ideológicos del ayatola Jomeini y fue uno de los grandes defensores de la revolución iraní en el momento en que esta todavía se estaba gestando. Se pasó mucho tiempo jurándole a todo el mundo que los ayatolas no estaban interesados en establecer un gobierno teocrático ni fundamentalista, e incluso afirmó que la revolución iraní sería el modelo a seguir para todos los activismos antisistema (entiéndase: antioccidentales).

Bueno, es obvio que Foucault falló y quedó como un tonto. Dicen que, a nivel privado, se arrepintió decididamente de haber apoyado esa revolución; pero si lo hizo, no lo sabemos porque nunca tuvo la decencia de externarlo públicamente.

La filosofía posmoderna solo ha radicalizado esa idea y ese sentimiento visceral e irracional antioccidental. Y lo hace sin remordimiento de conciencia, porque justo uno de sus puntos medulares es el rechazo del concepto de “razón” emanado de la cultura europea (concretamente, de la cultura ilustrada).

Y por ello la urgencia por redefinir el concepto de racismo. En estricto, el racismo es la idea de que los seres humanos nos dividimos en razas, y la raza determina tus características y posibilidades como individuo. Por eso un negro nunca podría ser igual que un blanco, o un asiático igual que un nativo americano. Esto incluye, naturalmente, la noción de que las razas están jerarquizadas (lógicamente, al ser una postura ideológica surgida en Europa, los autores racistas siempre pusieron a los europeos hasta arriba del escalafón de las razas), y de allí que el racismo sea intrínsecamente violento.

Pero ojo: esto, en realidad, no ocurrió nada más en Europa. Acaso podemos decir que en Europa fue donde más se sofisticó, incluso al grado de disfrazarse de teoría pseudocientífica. Pero la realidad es que esta idea de jerarquizar a las sociedades a partir de cualquier pretexto (la raza solo es uno; en la India, por ejemplo, son las castas) es universal, y la violencia que emana de allí también es universal.

Los posmodernos no quieren admitirlo. Su redefinición del racismo como una dinámica de poder está manipulada para que, a propósito, solo se pueda culpar a los europeos de ser racista. En esta visión, tan torpe como perversa, un africano, un asiático o un latinoamericano pueden odiar a un “blanco” europeo o estadounidense, tanto o más de lo que un miembro del Ku Kux Klan odiaría a cualquiera de ellos, pero solo el blanco debe ser identificado como racista. Los otros solo están “decolonizando” sus culturas (algo absurdo e imposible, por cierto).

En resumen, se trata de un rudimentario discurso diseñado para decir “tú no me puede odiar a mí, pero yo sí te puedo odiar a ti; tú tienes que pedir perdón por todo lo que otros blancos le hicieron a otras personas en otros siglos, pero yo tengo derecho a destruirte”.

Es, al final del día, una cultura del resentimiento.

En esta lógica, el pueblo judío es definido como “blanco” arbitrariamente por los evidentes prejuicios ideológicos, políticos y, por supuesto, racistas, de los militantes de la posmodernidad. Luego entonces, el pueblo judío no es víctima —y nunca lo ha sido— de “racismo”.

Así de irracional es, por gusto propio, el discurso posmoderno. Y eso fue lo terrible en el comentario de Whoopi Goldberg: hizo evidente que se ha rendido a esta visión necia y tonta, maniquea, simplista y boba, del ser humano y de la historia.

Por supuesto, olvidó que todavía hay mucha gente que no se ha tragado ese cuento y tuvo que disculparse cuando quedó exhibida en su total ignorancia.

Ni modo. Es una actriz maravillosa, pero es una lástima corroborar que la ideología la ha atarantado más de lo recomendable.

 


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