Enlace Judío – En nuestras manos un poemario, La Ciudad de los Palacios y una dedicatoria: “Para Isaac Berliner, Diego Rivera, 1934”. Nuestra compulsión personal hacia los números nos orilla a cuestionarnos, a hacer cuentas. Sí, han transcurrido 58 años… Sí, más de medio siglo desde que Diego Rivera trazó sobre un papel de cariz anónimo la imagen de un inmigrante europeo, nacido en Lodz,  Polonia, por el año de 1899. En concreto: la de un poeta judío de ultramar.

Rivera, muralista y pintor, artista sensible, tanto a la belleza femenina —por ejemplo, María Félix, Silvia Pinal, Pita Amor, entre otras— como a la justicia social —del hombre en su totalidad y de su pueblo, en específico— está ligado a través de un trazo, un lazo de amistad, a un joven recién implantado a suelo mexicano.

De Europa a Texcoco, a vender imágenes de santos como modus vivendi, dejándose crecer el bigote para “ser más mexicano”, para verse igual  a los hombres de su entorno, a los que escudriña con ojos abiertos, para conocerlos mejor, para compenetrarse en su realidad. Para ser tan íntegro como ellos, para no ser diferente, según sus propias palabras.

Poeta y bohemio, observa y captura vivencias mil, mismas que publica en el primer periódico judío Der Veg (El Camino), dirigido por aquel entonces por el finado M. Rosemberg, hombre de empresa y de letras.

Las colaboraciones de Berliner gustan; llegan a su destino, los lectores de habla ídish —derivado del alemán medieval y escrito en caracteres hebreos— y también a oídos de Rivera. Alguien, ignoramos quién, le comentó sobre su trabajo poético, sobre su interés en México, su nueva patria. Y, sin más, lo buscó.

“Se cayeron bien”, como se dice, vulgarmente, tanto que su amistad perduró a través del tiempo. Domingo tras domingo, era lo oficial, se veían. A veces Frida estaba presente, a veces intervenía en sus pláticas. El tópico era siempre el mismo: asuntos de política, la pobreza del mexicano, los contrastes.

Hasta que un día surgió la idea de crear un libro en común, fruto de sus encuentros domingueros, de su amistad incondicional, unida por el arte, por la justicia social. Por decisión unánime, procrearon La Ciudad de los Palacios: Berliner poetizaba con palabras; Rivera, con trazos finos. Uno creaba y el otro recreaba.

A veces salían, lo imagino, a deambular: “por las calles de Dios”, por las calles de México, la sustancia de su arte: uno habla y el otro responde.  A veces, el silencio se  instala entre los dos, silencio que comunica e inquieta.

Rivera, recién regresado del viejo mundo “de temperamento clásico, en el que predomina el sentido analítico del dibujo”, admirador de Cezanne, cercano a los cubistas y, sin embargo, ligado: “al mundo prehispánico, al popular en su evidente sentido didáctico”, le relata a su amigo judío, sus inquietudes de los que ambos participan, cada uno a su manera, cada quien en su propio lenguaje.

Rivera se siente cerca, muy próximo a los dictados del Manifiesto de 1922, nos dicen los críticos. “En su obra entroniza el nacionalismo y el indigenismo como una verdadera religión, aún más sagrada que su ideología marxista. Su inagotable imaginación y la grandeza de sus concepciones se hacen patentes y consiguen salvar su obra, o por lo menos una gran parte de ella, del arqueologismo y el didactismo simplista que podrían asediarla”.

Berliner, asimismo, así lo creemos, recorre un mismo camino paralelo a través de las letras. Lo que Rivera pinta, Berliner recrea y viceversa. Uno es el espejo del otro donde descubren un México siempre cambiante, hollado por hombres, mujeres y niños, nunca los mismos, rescatados por una pluma, por un pincel —artificios humanos en lucha contra el olvido—.

Berliner y Rivera se entienden —a pesar de sus diferencias, gracias a ellas— entienden la ciudad que van hollando juntos, guiados por una misma voz. Quizá la de Los Contemporáneos les sea ajena, cuando claman por una generación que elige, conscientemente, la falta de tradición. Abogan —como afirma Cuesta, uno de sus integrantes— por una generación conformadora de su propio destino. Alejados de toda pretensión‚ pica, proyectaban crear una cultura contemporánea, “al margen o en contradicción con la realidad mexicana”. Critican el arte, como Villaurrutia o Gorostiza; instigan a los pintores a buscar caminos diferentes, a no conformarse en la ya probada Escuela Mexicana. Difunden y asimilan la poesía nueva internacional, hacen frente al nacionalismo más agudo y lo combaten arduamente.

Rivera y Berliner —uno mexicano, el otro judío ,y cada vez más mexicano— caminan con paso fuerte. Juntos, amigos y cómplices, recorren La Ciudad de Los Palacios, ciudad palaciega y, asimismo, malherida en sus entrañas, ciudad de contrastes, como bien lo perciben en su diario escrutinio. Contrastes, esa es la palabra clave que nos ancla a la verdadera esencia de una ciudad palaciega, admirada por Humboldt, comentada por Fanny Calderón de la Barca, por tantos otros. Berliner, uno de ellos.

Y se conduele, como el mejor hijo de una ciudad marcada por la desigualdad, Ciudad de Palacios “rodeada de valles y cadenas montañosas”, pletórica de “salvajes contrastes, de soledad, de hambre, de alegrías satisfechas”. “Sobre tus calles de asfalto corren \tranvías, autos en impetuosa carrera \Dueña, sin embargo, de calles, de patios mugrientos\donde deambula harapienta la mañana…”

“En tus entrañas iglesias, monasterios \ casas de mármol y piedra\En sordas callejuelas tu gente pulula, cual gusanos\fangoso su calzado, perforado por la inmundicia…”

Qué tan lejos están los elogios del bachiller Bernardo de Balbuena, admirador de la  ciudad que lo acogió,  que inspiró su canto, panegírico sin igual que dice: “Origen y grandeza de edificios\ caballos. Calles, trato, cumplimiento/ letras, virtudes  variedad de oficios\regalos, ocasiones de contento\primavera inmortal y sus indicios\gobierno ilustre, religión, Estado…” “Centro de perfección”…cuyas riquezas y trato no desmerecen a su “gente ilustre, a su labor pomposa”.

Berliner está  consciente de las casas “bien puestas”, de las casas de los ricos. De ellas habla poco… solo para acentuar las diferencias. Como si su mirada selectiva, optara por regodearse en un naturalismo doloroso, en escenas, diríamos, pútridas, malolientes, tenebrosas, las que duelen, las que reclaman  nuestra atención. Como si la Ciudad de los Palacios se transformara, en un momento, en madre resentida o desamorada, ruidosa y activa donde: “Yacen los hijos de nadie\niños que se desviven por un sorbo de leche”, como afirma Berliner.

La tristeza, lazarillo de su canto, lo motiva a condolerse, a través de una letanía obsesiva, casi un ulular en la selva citadina de: “…jacales de barro y desperdicios\de madres, cuya única gracia\ es la de sus secos y caídos pechos…” Las calles los imitan; sus vericuetos vociferan frente al contraste sempiterno de “cuerpos regalados, hartos de comida”, alejados de la miseria, misma que Berliner describe con minucia, a la manera de tantos cineastas de los años cuarenta prolijos en detalles: “Erguidos tus jacales de barro cocido\tus techos, de lámina herrumbrosa\un lazo y un harapo, de los niños la cuna\y sobre las carnes, sacos vueltos jirones”. “En oscuros jacales, sobre escalones inmundos\el sol acaricia, lujurioso , la seda de los cuerpos;\Allá el vino, es el pulque servido en jícaras de barro\donde se abrevan las penurias con la sangre caliente”.

 


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