Enlace Judío – La Declaración de Independencia del Estado de Israel, promulgada el 5 de Iyar de 5708, o 14 de mayo de 1948, es acaso el evento más importante en la historia reciente del pueblo judío. Cosa que no es sencillo decir, porque estamos hablando de una historia milenaria y llena de eventos importantes.

Si tuviésemos que dividir la historia del pueblo judío en tres, no habría mucho que discutir: una etapa sería la “antigua”, y abarcaría desde los orígenes del Israel ancestral hasta la destrucción del Templo en el año 70 y la pérdida total de la soberanía judía sobre Judea en 135. Es decir, hasta el contexto de las grandes guerras judeo-romanas (66-135 EC). Otra etapa sería la “intermedia”, y abarcaría todo lo que fue el desarrollo, consolidación y expansión del modelo rabínico y, sobre todo, el exilio. Por lo tanto, abarcaría desde el año 135 hasta 1948. Justo allí habría que identificar el inicio de una nueva etapa: la del Israel moderno e independiente; una etapa que apenas está comenzando, porque 74 años son demasiado poco para un pueblo cuyas dos etapas anteriores abarcan casi cuatro milenios en total.

¿Seremos capaces de dimensionar qué tan importante fue esa Declaración de Independencia? Sin duda que tenemos una idea bastante clara, pero no sé si a tan poco tiempo de distancia realmente podamos comprender todo lo que implicó. Tal vez, como suele ocurrir con estos asuntos de historia, tengan que pasar unas décadas más, tal vez un siglo, para que con una perspectiva más amplia de lo que fue el siglo XX, los historiadores vengan a explicar con mayor precisión de qué se trató un evento tan importante. Va a ser algo demasiado interesante, porque si esto ocurre digamos que por ahí del año 2100, todos los judíos de ese momento van a estar acostumbrados a que hablar de Israel es hablar de éxito, desarrollo, progreso, fuerza, creatividad y liderazgo. Ningún judío de ese entonces habrá conocido en persona a ninguna víctima del Holocausto, o a ningún judío que haya nacido cuando no existía Israel. Y eso cambia toda la ecuación.

Mis padres nacieron en 1930 y 1935; mis abuelos maternos —los únicos que conocí— en 1897 y 1906. Yo nací en 1970, y mi hija en 2003. Es decir, el nacimiento de Israel está justo en medio de aquellas dos generaciones, y las que representamos mi hija y yo. Aun así, hay una diferencia: yo conocí a muchos judíos que nacieron antes que Israel; mi hija no.

De esa experiencia, hay una cosa que me queda clara: la psicología judía no es la misma que hace un siglo. O, para decirlo de otro modo, no es lo mismo ser judío con Israel que sin Israel.

Por decirlo de un modo rápido y compacto, mi abuelo fue un apátrida, un señor bajito y con una gran cabeza —en todo sentido—, todo peludo de la cara, los brazos y el torso, de piel blanca y cabello oscuro y rizado, ávido lector que se sabía absolutamente todo, que siempre usó sombrero, corbata y traje, y que en su momento se decantó por la ideología marxista-leninista. Encontraba en ello una alternativa o solución posible para los problemas del mundo, porque a su juicio no había nada mejor que esa globalización de modelo soviético en la que las identidades nacionales deberían desaparecer. La mejor identidad posible era la de la clase obrera, no la de ningún país. A su juicio, los problemas del pueblo judío se resolverían cuando tanto los judíos como los no judíos dejaran de identificarse como pueblos distintos.

El marxismo, eventualmente, no funcionó. Se desmoronó por completo, y mi abuelo tuvo la suerte de no ver su colapso (murió en 1989, a los 92 años de edad). Para entonces, de manera natural y casi podría decir que intuitiva, yo ya no sentía ninguna atracción por ideas como las que él sostuvo. Para mí, la solución a los problemas del pueblo judío estaba en justo todo lo contrario: luchar por la identidad judía. Era la época de la Primera Intifada, y aunque yo a mis 18 años no tenía idea todavía de todo lo que eso significaba, me quedaba claro que Israel no sólo debía resistir, sino que incluso podía hacerlo y que llevaba toda la ventaja.

Esa sensación mía jamás la tuvo mi abuelo. Creció con la idea —correcta, además— de que el pueblo judío era un grupo disperso, frágil y con un futuro dudoso, que debía encontrar las soluciones en una ideología o proyecto más allá de sus propias barreras identitarias. Por ejemplo, en el socialismo.

No puedo estar de acuerdo con él, pero tampoco puedo decir que no fuera lógico. Para cuando mi abuelo tenía mi edad —justo en 1948—, la situación no había cambiado, sino que se había agudizado por el Holocausto, tema que pronto se volvería importante en la familia porque un primo de mi abuela se casó, unos años después, con una mujer que escapó de Asuchwitz prácticamente de milagro.

Sí, en ese momento se fundó Israel, pero la psicología judía todavía era muy especial al respecto.

Probablemente no haya nada que la retrate mejor que una canción. ¿Y de quién más podría ser? De Naomi Shemer, la mujer que musicalizó el renacimiento de una nación. Y de qué nación: el pueblo judío.

En la canción Od Lo Ahavti Dai (No he amado demasiado), Naomi Shemer retrató a la perfección lo que significaba ser israelí en las décadas de los 50’s y 60’s. Es decir, en la época en la que Israel era una realidad naciente, pero en manos de judíos que habían nacido sin Israel, sin patria, sin un lugar propio en el mundo.

La canción reproduce la voz y el pensamiento del típico pionero sionista:

“Todavía tengo que construir una villa con estas manos, todavía tengo que encontrar agua en el desierto, todavía tengo que dibujar una flor, todavía tengo que descubrir a dónde me va a llevar este camino, y dónde estoy ahora. Todavía no he amado lo suficiente este sol y este viento que golpean mi rostro; todavía no he dicho suficientes veces que si no es ahora, cuándo”.

Esta última frase es una cita al Talmud, que en una de sus frases más célebres dice: “Si sólo veo por mí mismo, ¿qué mérito tengo? Pero si no veo por mí mismo, ¿quién lo hará? Y si no es ahora, ¿cuándo?”. Una profunda frase que nos recuerda que debemos superar el egoísmo, pero que también debemos responsabilizarnos de nuestra propia suerte, ya desde este momento.

Así era el israelí en esas primeras décadas de existencia de Israel: una persona convencida del “si no veo por mí mismo, ¿quién lo hará? Y si no es ahora, ¿cuándo?”

Por eso, todavía no era momento de relajarse para disfrutar del sol y del viento en la cara.

El pionero sigue hablando: “Todavía tengo que sembrar pasto, todavía tengo que construir una ciudad, todavía tengo que sembrar un viñedo en lo alto de las lomas, todavía tengo que hacer algo con mis manos, todavía no lo he intentado todo, todavía no he amado lo suficiente. Todavía no he amado lo suficiente este sol y este viento que golpean mi rostro; todavía no he dicho suficientes veces que si no es ahora, cuándo”.

Alguna vez, Ilana Volk —una mujer admirable con quien tuve el privilegio de trabajar en algunas ocasiones— me contó, recordando su propia experiencia, que así era el israelí de esas épocas. No podía darse el lujo de ser feliz porque primero había que construir un país. Y no cualquier país: la milenaria nación de Israel, apenas resurgiendo de sus propias cenizas y todavía amenazada por sus vecinos árabes. Por eso es muy significativo cómo en la canción, Shemer primero habla de los “todavía” que se refieren a los objetivos generales de la nación, y hasta la tercera estrofa habla de los intereses individuales del pionero que habla.

“Todavía tengo que formar un clan, todavía tengo que escribir una canción, todavía tengo que sentir la nieve luego de la cosecha, todavía tengo que escribir mis memorias, todavía tengo que construir la casa que siempre soñé. Todavía no he amado lo suficiente este sol y este viento que golpean mi rostro; todavía no he dicho suficientes veces que si no es ahora, cuándo”.

Y pasa a lo más íntimo, acaso lo más estrujante de todo: “Y también estás tú, y eres tan hermosa; estoy alejándome de ti como si fueras una plaga; hay tantas otras cosas que habría querido hacer, y tú tendrás que perdonarme otra vez este año. Todavía no he amado lo suficiente este sol y este viento que golpean mi rostro; todavía no he dicho suficientes veces que si no es ahora, cuándo”.

Mi generación ya no lo vive así. Para la generación de mi hija, eso sólo será un dato en algún libro de historia.

Israel es una realidad consolidada como probablemente ninguno de nosotros soñó. Todos los sabios medievales, e incluso mis abuelos, seguramente se habrían sorprendido ante todo eso que a nosotros hoy nos parece normal.

Qué distinto es ser judío en estos tiempos. Qué privilegio el nuestro.

Por eso la celebración cala muy hondo en el alma de todos nosotros, y confiamos en que esto es apenas el inicio de una nueva etapa que, como suele suceder con la historia judía, se habrá de extender durante — ¿por qué no? — milenios.

 


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