Enlace Judío – Haber nacido en una familia mixta —parte ashkenazí, parte sefaradí— me ha puesto en una singular pero cómoda posición para observar ciertos rasgos que son únicos de cada grupo. Supongo que al principio no fue fácil darle sentido a esta singular experiencia de ser ashkefardí, pero todo fue cosa de tomarle el gusto, y eso llegó con los años.

Ahora, pasados los 50 años de edad, disfruto mucho la sorpresa que todavía me causa ver esos rasgos que dan fe de cómo cada grupo judío forjó su identidad en entornos generalmente hostiles y asfixiantes. Detrás de cada rasgo hay una historia de sobrevivencia, y un testimonio enorme de nuestra gran capacidad de adaptación, así como de nuestro amor a la vida.

En teoría, soy mayoritariamente sefaradí. Los Gatell son originarios de Catalunya, y específicamente de Tarragona. Sin embargo, su periplo los llevó fuera de España desde 1492, y durante algún tiempo fueron portugueses por adopción; luego, holandeses; más adelante, alemanes; desde allí se distribuyeron por Polonia, Rusia, Estados Unidos, México y, ya en el siglo XX, Israel.

A cada paso le hicieron ajustes a la ortografía del apellido. ¿La razón? No sé. Supongo que en gran medida se debió a que el primer exilio familiar ocurrió antes de que los apellidos fueran algo fijo. En esos tiempos —siglo XV— lo más frecuente era señalar tu filiación —“hijo de” —, o tu oficio, o tu ciudad de origen.

Apellidos autónomos los había muy pocos, y Gatell ya era uno de esos. ¿Por qué? Porque el gato se usaba desde mucho antes como emblema de familias de origen sacerdotal. Supongo que por eso se dieron ajustes ortográficos en Portugal y Holanda. Es muy probable que en el mundo de habla lusitana, Gatell haya derivado en Gateño. Ambas palabras significan exactamente lo mismo, una en catalán y la otra en luso-gallego. Luego la familia reaparece en Ámsterdam como Cattel. La adaptación es lógica: gato en catalán se dice GAT, y en holandés se dice CATT.

Luego vino el traslado hacia Alemania, probablemente en el paso de los siglos XVIII al XIX, una época en la que Hamburgo se convirtió en la primera ciudad germánica con una amplia comunidad judía de “portugalim” (portugueses; es decir, sefarditas llegados desde Holanda).

Allí fue donde muchos nombres de familias sefaradíes se adaptaron a formas u ortografías teutónicas. Por ejemplo, los Levy-Mordejai (franceses) se convirtieron en Marx; los Belmonte se convirtieron en Schönberg (traducción literal de Monte Bello); los Pinto se convirtieron en Pinthus; los Del Valle pasaron a ser Van Daelen (traducción literal también); y los Cattel recuperaron la G y pasaron a ser Gattel.

Interesante, porque ya no fue una adaptación a la palabra “gato” en alemán (Katze). Pero tiene lógica: era la época en la que los judíos del mundo germánico estaban tomando apellidos en forma, generalmente obligados por las autoridades no judías. Así que lo único que sucede es que a algún ancestro mío se le ocurrió recuperar el apellido original, aunque con la ortografía natural para el mundo de habla germánica.

La migración continuó, y de allí pasaron a Polonia y Rusia, donde Gattel o Gatell se leen, de manera natural por los hábitos fonéticos locales, como Gotheil. Así apareció una nueva variante del nombre. Esto implica que la familia se asimiló por completo al mundo ashkenazí, y de lo sefardita apenas si quedó el recuerdo.

Para cuando mi familia llegó a México —donde un error de dedo en algún registro civil nos volvió a convertir en Gatell, no sé si en tiempos de mi tatarabuelo Ignaz Gattel o ya para las épocas de mi bisabuelo Raphael Gatell—, supongo que estábamos acostumbrados a identificarnos como ashkenazíes.

Las vueltas que da la vida llevaron a los Gatell a emparentar con familias sirias, y de allí llegó sangre sefardita fresca. Luego vinieron las aportaciones de la familia de mi mamá, alemana por una parte, pero sefardita por la otra.

Curiosamente, sefarditas de Ámsterdam, como los Cattel de los siglos XVII y XVIII. Los apellidos de ese entorno fueron De Jong, Machorro, Henriques, Cano, Mendes, De Meza. Familias distinguidas, además, pertenecientes a los clanes rabínicos de la propia Ámsterdam, pero también de Venezia y de Izmir.

Al caso, así fue como poco a poco se fue tejiendo esa complicada idiosincrasia familiar en la que se mezclaron los rasgos ashkenazíes con los sefaradíes, y que hoy me resulta muy divertido observar y distinguirlos.

Por ejemplo, gracias a eso sé que mi astigmatismo es completamente sefardita. Entre mis conocidos ídish no es frecuente que haya el nivel de problemas visuales que para mí son lo cotidiano (gafas con 5.25 dioptrías de aumento en el ojo derecho, y 6 en el izquierdo). Pero entre mis conocidos sefarditas, mi graduación de la vista pasa como moderada.

He conocido a muchos que ven peor que yo. Eso es muy de Ámsterdam, además, ciudad en la que se estableció un conjunto de unas 40 o 50 familias que, con el paso de un siglo o dos, ya estaban emparentadas todas entre sí. Así que si eras portugués y te casabas con una portuguesa, te casabas con una prima. Por eso no tiene nada de raro que un sefardita típico de la Ámsterdam del siglo XVII, como Baruj Spinoza, se ganara la vida puliendo lentes. Oficio típico de una comunidad de gente miope, astigmática o hipermétrope.

Ah, pero el humor es otra cosa. Los sefarditas siempre fueron más parcos en ese sentido que los ashkenazíes, y no fue sino hasta el siglo XX que el humor ídish  empezó a recibir competencia por parte de judíos de otras latitudes.

De todos modos, la delantera siempre se dio en el entorno de los judíos alemanes, rusos, polacos, lituanos o ucranianos. De ese complejo universo llegaron a Estados Unidos las familias de donde luego salieron titanes de la comedia como Woody Allen, Mel Brooks, los hermanos Marx, Gene Wilder, Jerry Lewis, Andy Kauffman, y ya más para acá en cuanto a la época, Ben Stiller, Jack Black, Adam Sandler o Jerry Seinfeld.

Yo crecí con ese tipo de humor. Desde muy chico me acostumbré a que Woody Allen era un referente cotidiano en la familia, y las raras veces que llegaban a transmitir alguna de sus películas por televisión, era casi un ritual religioso familiar sentarnos a verla. Así fue como pude ver Toma el dinero y corre, Amor y muerte: La última noche de Boris Grushenko, o Zelig.

Ahí fue donde aprendí que el lenguaje era una mina inagotable de cosas chistosas, que bastaba con saber jugar con nuestro modo de hablar y de razonar para hacer que hasta las cosas más complicadas de la vida se volvieran cómicas. Muy ídish el asunto, en definitiva.

Fue también la época en la que descubrí el humor de Les Luthiers, un grupo argentino cuyo estilo de humor estuvo siempre fuertemente impregnado por las aportaciones de Daniel Rabinovich y Marcos Mundstok, ashkenazíes a más no poder.

Ellos me enseñaron que el español es un idioma todavía más maleable que el inglés para hacer juegos de palabras. La transgresión le es natural a la lengua de Cervantes. Dispone de una riqueza impresionante de recursos para poder construir realidades nuevas, todas ellas distintas.

Woody Allen, por ejemplo, tiene que jugar con las ideas. En su Guía para la desobediencia civil, construye un chiste muy típicamente suyo al contarnos que la Fiesta del Té (Tea Party) original ocurrió cuando colonos agraviados se disfrazaron de nativos americanos y tiraron té inglés al mar.

Ese es un hecho histórico (de hecho, con el que comenzó la Guerra de Independencia de los Estados Unidos). Hasta ese punto, Allen no hace ningún juego de palabras. Pero entonces empieza a revolver las ideas para construir mundos irreales y absurdos; es decir, continúa explicando que después un grupo de nativos americanos igualmente agraviados se disfrazaron de colonos, y tiraron ingleses al mar; finalmente, un grupo de ingleses sin razón aparente se disfrazaron de té, y se tiraron ellos solitos al mar.

Les Luthiers construye otro tipo de bromas. Un ejemplo soberbio lo tenemos en la explicación que Marcos Mundstock hace sobre la canción Añoralgias, una samba. Ahí, el comediante ashkenazí se da el lujo de destrozar el lenguaje de un modo inusual. Por ejemplo, al ficticio personaje que recuperó la canción —el “famoso” Payo Kunzen— lo describe como “arqueólogo, antropólogo, musicólogo, viajero infatigólogo”, que luego organizó un “simposio interdisciplinario que reunió a folcloristas y ginecólogos”, alrededor del tema “la relación entre el examen de mama y el alazán de tata”. Hasta allí, todo es jugar con la deformación de las palabras.

Pero luego viene el rasgo ídish total, el juego con las ideas. Mundstock explica que Kunzen recuperó la samba añoralgias gracias a una mujer de 108 años “a quien él mismo había encontrado en una de sus excavaciones arqueológicas”. Y agrega: “la venerable mujer parecía confundirse con el paisaje; le dijo ‘observa ese algarrobo” (un árbol), y le señaló un guanaco (pelícano); efectivamente, la mujer se confundía con el paisaje”.

Clásico giro de humor judío: te cuenta las cosas de tal modo que te crean una imagen bucólica, casi poética, la de una mujer tan anciana que se confunde con el paisaje (es decir, parece ser parte del paisaje mismo), para luego salir con una tontería (“me dijo observa ese algarrobo y me señaló un guanaco”) que te obliga a repensar lo que acabas de escuchar, para deshacerte de la imagen bucólica y poética, y descubrir que sólo te estaban platicando de una mujer lo suficientemente ciega como para confundir un árbol con un pajarote.

Estos son apenas dos ejemplos de las cosas bien sefarditas o ashkenazíes que he conocido en la vida. Una debilidad visual congénita y una urgencia por reírnos de todo, respectivamente.

Pero acaso lo que más me sorprendió siempre fue cómo ambos grupos conservaron intacto un rasgo que entonces merece ser definido como absolutamente judío: el amor por los libros. Lo mismo en el lado sefardita que en el ashkenazí de mi familia, siempre vi exactamente lo mismo: una devoción inagotable por la lectura.

Sí, eso nos afecta la vista un poco más a los que tenemos sangre sefardita.

Pero si también tenemos sangre ashkenazí, sabemos cómo reírnos de eso.

 


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