Enlace Judío – La filosofía posmoderna es la que más auge tiene, actualmente, en las universidades del mundo occidental. Es un hecho demostrado que el autor más citado en papers, tesis o artículos ya no es Marx, sino Foucault. Y esto, lamentablemente, está incendiando las viejas fibras del antisemitismo.

¿Tú te imaginas que a alguien se le ocurriera decir que Ana Frank tenía privilegios de mujer blanca? Es una tontería, por supuesto, sabiendo que Ana Frank murió en un campo de concentración nazi por ser judía. Pero, por increíble que parezca, eso fue lo que publicó un usuario de Twitter la semana pasada, apelando a que “el privilegio” de Ana Frank consistía en que, por ser blanca, ella sí se podía esconder; a diferencia de las comunidades afro-americanas, que no pueden hacerlo por su color de piel.

Por supuesto, semejante sinsentido recibió una tunda contundente por parte de otros usuarios, señalándole la total insensatez de hablar de “privilegios” en el caso de una persona que fue asesinada por prejuicios racistas. Y es que —no hay que olvidarlo— para los nazis, los judíos no eran verdaderos blancos. Por eso —entre otras cosas— había que exterminarlos.

El antisemitismo es bastante flexible. Cuando les conviene, los judíos no somos blancos; cuando no les conviene, entonces sí lo somos. El caso es despotricar en contra de nosotros o, si se puede, mandarnos a campos de concentración.

¿De dónde viene esta postura? Y no me refiero al aspecto cultural o psicológico, porque es burdo y vulgar antisemitismo, anclado en prejuicios que se remontan más allá de la Edad Media, y que siguen sin superarse en muchos ambientes de la cultura occidental. Me refiero a la estrafalaria y boba idea de que Ana Frank tenía privilegios de blanca.

Ese tipo de panfletos se nutren de la filosofía posmoderna, un combo ideológico sin pies ni cabeza cuyos autores y promotores básicamente sólo coinciden en un punto: el rechazo absoluto de los criterios racionales emanados de la Ilustración del siglo XVIII, por ser parte de una cultura colonialista, violenta, patriarcal y racista. O, por lo menos, eso es lo que ellos dicen.

En realidad están muy equivocados, ya sea porque se engañan a sí mismos, o porque no se dan cuenta de lo que dicen.

En términos concretos, el posmodernismo está en guerra con la cultura occidental. No les importa defender o alinearse a otras culturas con los mismos defectos (o incluso peores) que los de occidente. Bajo el razonamiento de que Europa y sus extensiones (como Estados Unidos o Israel) siempre deben ser vistos como victimarios, y el resto del mundo como víctimas, consideran que todas las expresiones de violencia que se critican o se demonizan si las cometen los Estados Unidos o Inglaterra, son perfectamente justificables y tolerables si las promueven Irán, Cuba o Corea del Norte.

Lo curioso es que toda la base de su filosofía anti-occidental viene de Francia. Es decir, es profundamente europea. El punto de partida inequívoco de estas ideas extremistas son las durísimas críticas de filósofos como Foucault, Derrida, Barthes, Deleuze o Baudrillard, entre otros. Y de otros no franceses como Feyerabend (austríaco).

Con sus excesos o sus aciertos, todo ese combo filosófico generalmente identificado como posestructuralismo fue un obligado y muy necesario ejercicio de autocrítica construido poco a poco después de la Segunda Guerra Mundial. Y es que es obvio: sus autores vieron, frente a sus propias narices, cómo colapsó el mundo europeo en la guerra más atroz que haya vivido la humanidad. Por eso no tiene nada de raro que fuera principalmente un grupo de franceses —víctimas también del nazismo, pero además gente con el orgullo nacional vapuleado— los que se pusieran al frente de este ejercicio de reflexión.

El problema, por supuesto, es no tomar en cuenta esta realidad contextual para poder dimensionar las críticas de estos autores. Y de eso se trata el posmodernismo: de llevar a su máximo extremo esa crítica, pero en una absoluta descontextualización que provoca posturas tan irracionales como tontas.

Y, naturalmente, lo que siempre tiene que aflorar en estos casos es el antisemitismo. ¿Por qué? Porque antisemitismo e ignorancia siempre van de la mano, y el posmodernismo es un grandísimo promotor de la ignorancia autoinflingida. Y no porque no se estudie, sino porque se rechaza el análisis de los hechos objetivos (ya saben, muy a lo Feyerabend, que decía que “no existen los hechos puros”), y se opta por el mero posicionamiento visceral.

Los adherentes al posmodernismo a veces sólo son gente con una urgencia enorme por sentirse “buenos”. Por eso compran, sin crítica de por medio, todos los discursos “anti-sistema” (partiendo de la Petición de Principio —premisa falaz— de que “el sistema es malo” por definición), situación que los lleva a afirmar indiscriminadamente que “hay que apoyar la resistencia”.

Y por resistencia hay que entender a cualquier no-europeo enemigo de los Estados Unidos y todo lo que representa. No importa que sea el brutal régimen racista, misógino, patriarcal, imperialista y autoritario de los ayatolas en Irán. En términos prácticos, ellos encarnan prácticamente todo lo que los posmodernos odian. Y, sin embargo, los defienden. ¿Por qué? Porque lo odian en “los blancos”, en los gringos, en los europeos, no en los demás.

¿Alguna vez te preguntaste cómo es posible que haya gente que considera que está bien que los palestinos lancen misiles contra civiles israelíes desarmados, pero debamos considerar un crimen de guerra si el ejército israelí destruye la infraestructura de los grupos terroristas de Gaza? Bueno, ahí tienes la respuesta: detrás de semejante barbaridad, está el sinsentido de la filosofía posmoderna.

La situación del pueblo judío es una de las cosas más estrafalarias. Fíjate qué manera de exhibir su racismo y sus prejuicios: en toda la historia no existe pueblo que haya sido más afectado y lesionado por los europeos, que el pueblo judío. Durante por lo menos quince siglos —desde la caída del Imperio Romano y hasta la fundación del moderno Israel—, el antisemitismo fue un componente frecuente de la política de diversos reinos, condados o ducados, y eso obligó a que los judíos terminaran por convertirse en un grupo siempre migrante, siempre marginado, siempre despojado, siempre vulnerable.

Esto no le importa ni despeina a los posmodernos. En sus discursos, los judíos somos blancos y somos europeos. Y, por lo tanto, somos colonialistas y somos victimarios de los palestinos (que, por supuesto, no importa que sus líderes de los años 30’s hayan sido cómplices y aliados del nazismo).

¿Por qué? La respuesta es odiosa, pero es inequívoca: porque somos judíos.

Es antisemitismo y punto. Ah, pero no les hagas la observación, porque se ofenden y de inmediato tratan de aclarar “no, yo soy antisionista, pero no antisemita”. Y, sin embargo, es el tipo de gente que cualquier día te puede decir que Ana Frank tenía privilegios de mujer blanca, o que cualquier fin de semana puede participar en una manifestación donde se exija la destrucción de Israel y el genocidio de todos los judíos que viven allí.

El posmodernismo es un absurdo retrógrado de lo peor. Apenas en Portland, NJ, un restaurante propuso que, para evitar situaciones complicadas, molestias en los comensales, u ofensas entre unos y otros, se podrían abrir dos secciones: una exclusiva para negros, otra exclusiva para blancos.

Naturalmente, esta gente inteligentísima no se va a dar cuenta que están regresando a las prácticas de segregación que imperaban en varios estados del sur todavía hasta los años 60 y 70. Irónico, porque justo Nueva Jersey era, en ese tiempo, parte de ese progresista y liberal norte de la Costa Este, en donde la integración de las comunidades de origen africano estaba mucho más avanzada que en estados como Georgia o Arkansas.

Ellos, de cualquier manera, van a negar que sean racistas, apelando a que no existe el “racismo inverso”. Es decir, que debido a que el racismo es una dinámica de poder (una idea muy foucaultiana, pero muy mal entendida), sólo el poderoso es racista. Es decir, el blanco, el gringo, el judío. Sus víctimas pueden guardar exactamente los mismos sentimientos o cometer los mismos actos que cualquier racista, pero nunca deben ser acusados de racismo. Porque no y ya.

En ese sinsentido se encuentra un buen porcentaje de la humanidad en estas épocas.

¿Deprimente? Sí. Nos confronta con la molesta realidad de que no hemos aprendido ni entendido lecciones cruciales de la historia.

¿Caso perdido? No. El posmodernismo es demasiado tonto —no quiere hacer un análisis riguroso de la realidad— y demasiado frágil —se ofende de todo— como para aspirar al éxito. Es una moda, y más temprano que tarde será superada por modelos de pensamiento más eficientes y mejor enfocados.

Mientras tanto, por supuesto, serán un dolor de cabeza.

Así que no hay más remedio que seguir insistiendo en nuestra lucha frontal contra los prejuicios racistas y antisemitas. Aunque no falte el llorón que salga a decir que “tenemos privilegios blancos”.


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