Enlace Judío – El reconocido historiador judío mexicano Enrique Krauze publicó este mes su nuevo libro, Spinoza en el Parque México, en el que, a través de una serie de conversaciones con José María Lasalle, ofrece lo que él llama “una biografía intelectual”.

En esta obra biográfica Krauze abarca múltiples temas, como el origen judío de su familia, su tránsito de la ingeniería a la historia, su labor junto a figuras como Octavio Paz, así como sus lecturas y los libros que le han quedado en el tintero.

El periódico Reforma publicó algunos extractos del libro en los que habla de sus impresiones sobre el Holocausto, el antisemitismo y lo que representa para él el Estado de Israel.

Los siglos XIX y XX ¿cómo aparecían en los libros escolares que comentas?

Como lo que fueron crecientemente. Una vuelta al martirologio. De poco había servido la Ilustración. Los judíos reformistas se habían asimilado a su entorno y hasta renunciado a su fe, muchos de ellos de manera entusiasta, solo para descubrir que no eran aceptados. En el siglo XIX reaparecieron en Europa casos de persecución, libelos y acusaciones de crímenes rituales calcados del medievo. Los estudiamos con detalle, igual que los “pogromos” en Rusia y Ucrania, el caso Dreyfus en Francia, y el corolario de todo ello, el surgimiento del sionismo. Creo que ahí terminaban los cursos.

¿Abordaban el Holocausto?

De otra forma. Recuerdo vivamente la solemnidad con la que año tras año conmemorábamos en el colegio el levantamiento de los judíos en el gueto de Varsovia, del 19 abril al 16 de mayo de 1943. Entre las astabanderas se colocaba una inmensa tela con una pintura imaginaria de Mordechai Anielewicz, el líder de aquella fugaz rebelión. Aparecía desafiante, con una granada en la mano. Los alumnos hacíamos guardia y había un pebetero. Por cierto, Anielewicz era originario de Wyszków, el pueblo natal de mi padre. A veces pienso que pudo haber sido su compañero de banca en la escuela. Y cantábamos en ídish el himno de los partisanos que eran los pocos judíos que lograron rebelarse durante la guerra, viviendo a salto de mata en los bosques de Polonia. Su autor, el poeta Hirsh Glick, escapó del gueto pero nunca se supo su destino. Seguramente fue ejecutado. Aún puedo recitar ese himno estremecedor. Es largo, pero te traduzco del ídish su primera estrofa:

Nunca digas que tu camino es el final, Tras los cielos nublados se esconden días azules.

Por desgracia, fue el camino final para seis millones de personas. Entre ellos un millón de niños. “¿Cómo explicas eso? -me preguntaba mi abuelo Saúl-. ¡Un millón de niños!” Había transcurrido poco más de una década desde aquellos hechos, y sin embargo hablaba poco de ellos. En cambio muchos maestros supervivientes nos transmitían su desolación.

¿Cómo fue en tu caso la memoria del Holocausto?

Yo nací en 1947, apenas dos años después del fin de la guerra. Parte de mi familia fue aniquilada por los nazis, entre ellos una bisabuela materna llamada Perla y mi bisabuelo paterno Miguel. Junto con ellos, varios tíos abuelos. El caso de Perla fue tristísimo porque, habiéndose establecido en Filadelfia con cuatro de sus hijas, en 1939 regresó a su natal Bialystok para cuidar a otra hija suya, enferma de parálisis. Madre e hija murieron seguramente en Treblinka. Un tío abuelo, su esposa e hijos sobrevivieron de milagro porque fueron deportados a Siberia. Después de la guerra vivieron refugiados en Alemania y finalmente llegaron a Montreal en 1948, donde desde 1924 vivía Moisés, otro hermano de mi abuelo. Logré entrevistarlos hacia 1963, cuando los visité por primera vez. De todos, los que se salvaron y los que no, conservo los retratos y trozos de sus vidas que he ido reconstruyendo poco a poco, zurciéndolos como haría un sastre con una tela desgarrada de la que solo quedan fragmentos. Te doy solo un dato: soy sobrino de la mujer tatuada en un brazo con el número 74,733. Se llama Dora Reym y comenzó a narrarme su historia ese mismo año de 1963, en Nueva York. Fue una auténtica heroína. Acaba de cumplir los cien años. Ella misma contó su historia en unas memorias inéditas. Su hija Mira, que sobrevivió cobijada dos años por una familia polaca, disfrazada con el pelo teñido de rubio, filmó hace años un documental sobre ella titulado Diamonds in the Snow. ¿Por qué el título? Porque un día en Auschwitz mi tía tuvo que cambiar un diamante por un pedazo de pan.

¿Leías libros sobre el Holocausto?

Mi tío el doctor Luis Kolteniuk, casado con Rosa, la hermana menor de mi padre, guardaba un libro que un día hojeé en secreto y quedé horrorizado. Ese libro contenía las primeras imágenes de los campos de concentración, que difundió la revista Life. Pero no leíamos testimonios o historias del Holocausto, porque entonces casi no existían. Habían pasado apenas diez años. Lo que sí leí entonces fueron poemas en ídish de quienes vivieron -y en algunos casos sobrevivieron- el Holocausto. Y sobre todo aprendí canciones. Hay muchas canciones de los guetos que conozco de memoria. Mi abuelo José cantaba “Belz”, la historia de un shtetl, un pueblecillo típico como el suyo, destruido por los nazis.

¿Qué te decía a ti la esvástica?

Me daba terror, espanto. Desde joven fui amigo de José Emilio Pacheco, que vivía a unas cuadras de mi casa. Él en la calle de Choapan, yo en la avenida Benjamín Hill, ambas en la colonia Hipódromo, contigua a la Condesa. En su novela Morirás lejos, José Emilio recrea la tensión entre la población judía y la alemana, que eran vecinas en el extremo sur de nuestra colonia. De hecho, no muy lejos estaba el Colegio Alemán. Pues bien, José Emilio se sorprendió cuando le conté que al lado de mi casa vivía un exmilitar nazi que nunca se quitaba el uniforme color beige. Su hijo, un chico de mi edad, tampoco. Jamás cruzamos palabra.

Perdóname la pregunta brutal, ¿qué despertaba en ti la palabra Hitler?

De niño, un temor infinito. Después, la voluntad de combatir al poder absoluto.

¿Existía antisemitismo en el México de esos años?

Borges decía que el antisemitismo argentino era “facsimilar”, porque el original era el alemán. Había un antisemitismo atávico, de origen religioso, pero muy vago y diluido. Yo nunca lo sentí directamente, o solo de paso, cuando alguno de los chicos con quienes jugaba futbol americano en la calle me dijo en tono de increpación: “Tú eres judío”. No era el antisemitismo racial típico de Alemania. En Argentina este antisemitismo prendió más, porque Perón dio refugio a muchos nazis. En México los hubo también, pero en menor proporción. A mí no me afectó, pero recuerdo el terror de mi bisabuela Dora al verme llegar una tarde a su departamento vestido con el uniforme azul y blanco de la escuela y una estrella de David en el brazo. Me suplicaba ocultarla. Quizá nunca creyó el milagro de que su nieto y sus amigos caminaran con toda libertad mostrando (no ostentando) públicamente su identidad religiosa, sin temor de ser agredidos. Y sin embargo, cuando alguien nos preguntaba por el apellido, muchos de nosotros nos acostumbramos a responder: somos polacos.

Después del Holocausto, supongo que el nuevo Estado de Israel fue la cara de la esperanza.

El Holocausto tuvo, en casi todo el mundo occidental, el efecto de abrir una tregua, que en su momento pareció definitiva, en la hostilidad histórica contra los judíos. A esa tregua -la más costosa pagada por ningún otro pueblo en la historia universal- se aunaba el prestigio de Israel. Nosotros en el colegio participábamos de esa esperanza. Cada lunes, en la escuela se izaban las banderas de México e Israel. Y después del himno mexicano cantábamos “Hatikvá”, el himno de Israel, inspirado en el “Moldavia” de Smetana, que a su vez se basó en una vieja melodía popular italiana: “La Mantovana”. Los nuevos maestros israelíes que nos enseñaban hebreo nos hablaron de las técnicas de irrigación que hacían florecer el desierto, la educación de los inmigrantes (incluidos los judíos de vieja estirpe árabe o sefardí venidos de África o el Lejano Oriente), los avances científicos, los hallazgos arqueológicos y, quizá lo más notable, el renacimiento del hebreo como lengua nacional y literaria. En los años sesenta, sobre todo a raíz de la Guerra de los Seis Días en 1967, algunos amigos míos decidieron emigrar a Israel. Sí, Israel significó esperanza, pero éramos inconscientes de que esa esperanza se fincaba en la trágica expulsión del pueblo palestino. Yo comencé a entenderlo poco después.

¿Nunca consideraste emigrar a Israel?

No. Tampoco a Estados Unidos o Canadá, donde teníamos familia. Nunca imaginé la vida fuera de México. Igual que la mayoría de mis compañeros, opté por permanecer en mi patria mexicana.

El libro puede ya adquirirse tanto en librerías como en Amazon.

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