viernes 19 de abril de 2024

En exclusiva, un fragmento de ‘Spinoza en el Parque México’ de Enrique Krauze: ‘La tradición y la memoria’

Enlace Judío- Enlace Judío se enorgullece en presentar, en exclusiva,  un fragmento del libro Spinoza en el Parque México, publicado por Tusquets en 2022.

El reconocido historiador judío mexicano Enrique Krauze publicó este mes su nuevo libro, Spinoza en el Parque México, en el que, a través de una serie de conversaciones con José María Lasalle, ofrece lo que él llama “una biografía intelectual”.

En esta obra biográfica Krauze abarca múltiples temas, como su indeleble raíz judía, su tránsito de la ingeniería a la historia, su labor junto a figuras como Octavio Paz, así como las lecturas que lo marcaron sobre el Holocausto, la Revolución rusa, el marxismo y el liberalismo. Todo bajo el denominador común de la filosofía natural, tolerante y liberal de Spinoza.

“Según un pasaje del Antiguo Testamento, somos hijos de los abuelos, más que de los padres. Muchas veces son ellos quienes nos educan.

Nos criaron. En mi caso, esa crianza estaba impregnada de respeto a las tradiciones judías, a las costumbres y al pasado judío, al idioma ídish y a su literatura, pero no tanto a la religión”.

¿No te hablaban de Polonia, del país de nacimiento que dejaron atrás? Es curioso, porque mi familia paterna y materna, que eran republicanas y sufrieron duramente la represión y el dolor de la Guerra Civil, apenas recordaban conscientemente aquella experiencia. Es como si hubieran querido rehacer su vida desde el olvido.

Les ocurrió algo similar. No hablaban casi de Polonia porque ese hogar suyo, milenario (al que llamaban precisamente die alte Heim, que en ídish significa «el viejo hogar»), se había convertido en un vasto cementerio judío, un cementerio no de lápidas sino de cenizas.

Las cenizas de sus padres, hermanos, familiares. Pero el interior de sus hogares era un museo de vida cotidiana en Polonia. Parece que lo estoy viendo. Un mobiliario afrancesado, profusión de miniaturas de porcelana y cristal, objetos simbólicos (los candelabros sabatinos, la Mezuzah* resguardando el umbral, la Menorah** en los estantes, la alcancía de color azul cielo con el mapa de Israel), una atmósfera grave y un olor penetrante a comida del Báltico: sopas de betabel, arenques, papas y coles, panes de trenza y el inevitable vaso de té.

El trasplante seguía puertas afuera de la casa. Sus hábitos sociales, sus rituales en las fechas clave (el nacimiento, el matrimonio, los partos, la muerte), sus costumbres e instituciones (los casamenteros, los tribunales internos de la comunidad, las cajas de caridad y asistencia), sus recetas de cocina, los oficios que practicaban, sus dolores íntimos y sus pesadillas, su sentido del humor y, desde luego, el ídish, la lengua en la que hablaban, escribían y leían, todo ello los remitía a la vida judía en las ciudades y pueblos de Polonia.

Mis abuelos paternos provenían de Wyszków, un pueblo cercano a Varsovia; los maternos de Białystok, una dinámica ciudad textil en la frontera con Rusia.

Volviendo al precedente colonial y español del que hemos hablado, noto quizá una diferencia marcada con lo que estás diciendo. Dices que tus abuelos no hablaban de Polonia. En cambio los judíos sefardíes siempre añoraron España. La conservaron en la memoria, en la poesía, en la lengua, el ladino, que es un español del siglo XV…

La comparación viene al caso. No, mi familia nunca añoró Polonia, ni quiso volver a Polonia. Pero no olvidemos que por casi diez siglos los judíos en Polonia habían vivido pacíficamente, aislados en el espacio y el tiempo, anclados en su fe, hablando ídish. Por algo Polonia tenía la mayor concentración de judíos en Europa. Y por eso sí existió una vasta literatura nostálgica de la vida de los pueblitos y las ciudades habitadas por los judíos.

Después del Holocausto, los sobrevivientes editaron libros conmemorativos de cada pueblo o ciudad, con imágenes y testimonios. Yo conservo, por ejemplo, el de Białystok. Y se escribieron novelas, historias, poemas. Pero casi todos están en ídish. Solo unos cuantos escritores como Isaac Bashevis Singer lograron que su testimonio llegara a otras lenguas. Así que en ese sentido no hay gran diferencia entre la nostalgia por la Sefarad perdida y la nostalgia por la Polonia judía, no perdida sino desaparecida.

Buena parte de la biblioteca de mi abuelo la constituyen esos libros de remembranza doliente, ecos de Jeremías ante la Jerusalén destruida. Libros sin lectores. Al menos la poesía nostálgica en ladino ha llegado a nuestros días, cinco siglos después.

La vida tradicional que me describes muestra una fuerte carga religiosa. ¿Estoy en lo cierto? ¿Hay diferencia entre tradición y religión?

Diferencia importante. Una vida de un judío religioso rige cada día y casi cada hora. Hay 613 preceptos que el judío religioso debe cumplir. Yo casi los desconozco. En mi caso, el cumplimiento religioso se limitaba a asistir a la sinagoga con mi familia materna en ocasión de las fiestas mayores de fin de año (Rosh Hashaná, Yom Kippur).

Había varias sinagogas cercanas. Una de ellas, muy humilde, llamada Etz Haim («El árbol de la vida»), aún está de pie, a unos pasos, en esta calle de Ámsterdam. La frecuentaban judíos sumamente ortodoxos, principalmente de origen húngaro. Me sentaba con mi abuelo José Kleinbort y me impresionaba escuchar la melodía del Kol Nidré, plegaria que abre la noche del Yom Kippur, el Día del Perdón. Hay una hermosa suite para chelo y orquesta de Max Bruch basada en ella. Pero sobre todo me impresionaba la dramática concentración de los ancianos envueltos en su talit (el chal litúrgico), leyendo los rollos del libro sagrado, la Torá. Era como una estampa medieval. Esa es la religión. La tradición es otra cosa.

La tradición es el cumplimiento, en el ámbito familiar, de ciertas fechas míticas y algunas históricas de las que da cuenta la Biblia. Su contenido es más cultural que religioso. Una rutina histórica, genuina y gozosa. Lo que subyacía en ella no eran los ritos y los dogmas religiosos sino el espíritu de pertenencia a un pueblo milenario que había resistido las mayores pruebas y seguía en pie.

Déjame ponerte el ejemplo de mi abuelo Saúl, el spinozista. Celebraba aquellas fechas con una cena regia preparada por su esposa Clara en la que toleraba que se dijeran rápidamente dos o tres plegarias. Nada más. Que yo recuerde, únicamente pisó una sinagoga el día de mi Bar Mitzvá. Ese día Saúl me dijo: «Solo vine por tratarse de ti. Yo no creo en estas cosas». Simplemente no creía en el Dios de los ejércitos sino en el Dios de la naturaleza, en el Dios de Spinoza.

En cambio mi bisabuela Dora, ya muy viejita, que estaba entre el público, me dijo: «Quiero que seas rabino». Cariñosamente, me negué. Ahí tienes la distinción entre religión y tradición.

Clara, abuela de Enrique Krauze
Mi abuela Clara no era religiosa, pero sabía honrar las fiestas con talento culinario

¿Qué papel jugaban las abuelas? ¿Eran las guardianas de la fe y la tradición?

De la fe, no tanto. De la tradición, sin duda. Eugenia (Gueña), mi abuela materna, fue una mujer bella y refinada, con un aire de aristócrata polaca. Gueña solo iba a la sinagoga en las fiestas religiosas mayores, pero no cocinaba Kosher. Había sido ávida lectora de literatura rusa y era lo suficientemente abierta como para inscribir a mi madre, su única hija, en la Academia Maddox, no en el Colegio Israelita. Ahí aprendió su excelente inglés y estudió letras inglesas.

Eso sí, para guardar la tradición, cada viernes en la noche Gueña cumplía puntualmente con la ceremonia de Shabat. Tras encender las velas y pronunciar sus rezos con las manos cubriendo sus ojos, nos hablaba por teléfono para desearnos en ídish A gut Shabes, «Buen Shabat». Clara, mi abuela paterna, no respetaba ni el Shabat, pero paradójicamente era más tradicionalista. Aplicaba su genio culinario a preparar manjares judíos típicos en dos fiestas significativas consignadas en la Biblia: el Purim y el Pésaj. Cuando recuerdo los banquetes de mi abuela Clara me asalta una nostalgia. Un festival de patos, gansos, pollos, corderos, pescados, compotas, galletas, pasteles.

¿Tus padres guardaban la tradición?

Solo para acompañar a los abuelos. Mis padres estaban plenamente integrados a la vida mexicana en todos los ámbitos (sociales, culturales, materiales), salvo en el credo religioso. Ya hablamos de Moisés, mi padre. Helen, mi madre, trabajó por un tiempo en el Comité Central Israelita, pero desde los años cincuenta comenzó una carrera de periodista de páginas sociales, haciendo entrevistas con un enfoque biográfico y cultural a protagonistas del contexto político, artístico y empresarial. Ejercería esa profesión por más de medio siglo. Y entrevistó a personajes en muchas partes del mundo.

Esa curiosidad por el otro, por los otros, me la heredó. No tanto la condición de judía errante. Judío sí, errante no.

Has escrito tantas biografías, pero no la de tus abuelas y abuelos. ¿Escribiste sobre ellos alguna vez?

Yo fui formando un archivo familiar que no es solo un álbum de fotos y recuerdos color de rosa sino de aspectos y episodios dolorosos, conflictivos, en la vida personal de mis abuelos y abuelas. Muchas de esas historias no corresponden a nuestro tema porque lo que trato de darte es una imagen de su influencia en mi vida tal como ahora, honestamente, la veo.

Saúl, abuelo de Enrique Krauze
Mi abuelo Saúl, el sastre: “Tengo mis diez dedos y eso me basta” era su frase

Al evocar esa influencia es probable que los esté idealizando, pero genuinamente recuerdo esos tiempos como una edad dorada junto con mis abuelas y abuelos. Me nubla la vista el amor que les tenía y que me tenían. Por otro lado, me ha sido difícil escribir sobre ellos, sobre todo de mis abuelas. Me refiero a perfilar sus vidas reales, no cómo yo las veía o cómo creo que me marcaron. Quizá algún día lo haré. Pero ahora que recuerdo, hace muchos años publiqué un pequeño texto en Vuelta, al que titulé «México en dos abuelos» porque refería el distinto modo en que arraigaron en el país que les dio refugio. Ambos apreciaban cada segundo y cada espacio de libertad. Saúl podía darse el lujo de leer y opinar a sus anchas, de no ir a la sinagoga, de ser vagamente herético.

José, abuelo de Enrique Krauze
En México, José conoció otro tipo de libertad: la libertad como gratuidad, como generosidad de la tierra: floración de atmósferas, arquitecturas, colores, frutos y sonidos

José, melancólico y solitario, vivió otro tipo de libertad, la libertad de movimiento. Con un asombro permanente viajó en tren por el país vendiendo prendas de su pequeña bonetería. También en Polonia solía viajar, pero, de haberse quedado, los trenes lo habrían conducido a un destino distinto y final.

En ese pequeño ensayo quise sugerir el modo en que mis abuelos Saúl y José representaban la memoria.

A Saúl lo veía cada viernes por la tarde en su casa, salíamos a veces al Parque México (que él llamaba «mi jardín») y yo lo escuchaba hablar de Spinoza y recordar su pasado socialista. Esos eran sus dos temas preferidos. Saúl era la memoria viva. Pero José era la memoria evanescente. Permíteme leerte este fragmento de aquel texto:

A fines de los cincuenta empezó a olvidar nombres de personas cercanas. Siempre creíamos, equivocadamente, que lo aquejaba una prematura arteriosclerosis cerebral. Algo involucionaba en él, retrayéndolo siglos. Al acercarse sus sesenta años optó por volverse –como su padre– un hombre profundamente religioso: se dejó crecer una brevísima barba y cambió su manera de vestir para asemejarla a la del rabino Avigdor al que admiraba. Asistía dos veces al día a la vieja sinagoga de la calle Yucatán, donde oficiaba Avigdor, pero esa frecuencia le parecía insuficiente. Entonces comenzó a llegar en la madrugada y de noche pretendía quedarse a dormir en las bancas. Leía continuamente libros de plegarias, confundía todos los libros con devocionarios, recitaba versículos frente a las ventanas y dio en un hábito que nos conmovía: hablaba cantando, rezando.

El mundo apagaba su sentido. ¿Él lo sabía, lo entendía? Cuando las voces cesaron de comunicarle, cuando él mismo entró en una campana definitiva de silencio, lo rescató, de nueva cuenta, la provincia y la naturaleza del país. En un asilo de ancianos de Cuernavaca, pasaba las horas bebiendo con placidez el verde de los árboles, inmenso como los laureles de Oaxaca.

Para devolverle en algo su identidad, quise enseñarle de nuevo a leer y comenzamos por su nombre. En súbitas oleadas de lucidez lo escribía sin reconocerse, solo para admirar los rasgos caligráficos. Su mayor placer terminó por ser oral: la lenta masticación de las prodigiosas frutas mexicanas.

Tenía Alzheimer.

Sí. Bueno, pues yo atribuyo un poco mi vocación por el pasado a mi vínculo con mis abuelos: Saúl, que era la memoria viva; José, el que perdió la memoria.

‘Spinoza en el Parque México’ se puede adquirir en librerías y en plataformas digitales.


* Mezuzah: palabra que en hebreo significa «jamba». Se trata de un pergamino rectangular en el que están inscritos dos pasajes del Deuteronomio que consignan el dogma fundamental del judaísmo.
** Menorah: candelabro de siete brazos que, según la literatura rabínica, simboliza la creación del mundo en siete días y cuya luz central representa el sábado.


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