Rabí Pinjas acostumbraba a decir: “Lo que persigues no lo logras. Pero lo que dejas crecer lentamente, a su manera, viene hacia ti. Corta un gran pez y en su vientre hallarás el pececillo yaciendo cabeza para abajo”

Cuentos jasídicos de Martín Buber

Estaba sentada frente al cajón de madera puesto en el suelo, y envuelto en un paño de terciopelo azul. En el centro destacaba una estrella bordada en hilo dorado. No era como todas las demás urnas, sino una sencilla caja cerrada por todos lados. Su padre había fallecido la noche anterior. Norma estaba perpleja. No solo porque se había muerto su padre, sino por la imagen que vio en su lecho de agonía. Con razón que nunca había llevado sus brazos descubiertos.

—– ¡Vente rápido, hija, tu padre está muy mal!

Las llamadas a la medianoche jamás son de buen augurio. Para qué se llama a esa hora tan indiscreta, sino por una emergencia, transmitir alguna mala noticia, la muerte misma.

—- Voy para allá, llama entre tanto a la ambulancia.

Al llegar la hija, ya estaba un enfermero. Le había arrancado la camisa para aplicarle un desfibrilador. Los brazos de su padre, tan blancos que se confundían con las sábanas, estaban exánimes y tendidos fuera de la cama. Se acercó para ayudar. Delante del borde del colchón pudo observarlo de cerca y tan desnudo, como nunca lo había visto. Sus ojos se enfocaron en el antebrazo izquierdo. No pude evitarlo. Como una luz de neón, resaltaban unos números tatuados. Se paralizó. De todos modos, no podía hacer nada por él. Los moretones que comenzaban a aparecer por el cuello y el pecho hablaban de un cuerpo con la circulación detenida. Recogió sus brazos y los juntó en forma de equis en el torso. Lo tapó con la sábana.

El doctor Aaron Markus bajaba apurado por uno de esos recovecos de la ciudad antigua de Cracovia con su bata blanca, para llegar a tiempo al reconocido Instituto Oficial de Biología. Era un día peculiar. Había venido una comisión de la capital, para consultarle sobre unos venenos específicos de algunos arácnidos, que podrían servir para antibióticos. Él era el especialista más reconocido en todo el país. Iba inmaculado y bien desayunado. Hacía pocos meses se había casado con Bela Hopf, su eficiente y hermosa colaboradora, la que tenía la cabellera roja más llamativa y abundante de todas las mujeres que haya conocido. Con una entrega amorosa, había decidido dejar el Instituto por el hogar. Estaba además embarazada.

Norma había quedado pensativa. Tenía conocimiento sobre los tatuajes numerados en los campos de concentración nazis. Pero ¿su papi? Ambos padres eran judíos, ella lo sabía desde siempre. Sin embargo, estaban apartados de la comunidad. La criaron así, en un colegio laico y no celebraban las festividades ni las tradiciones judías.

Peter Shen siempre fue retraído, con tendencia depresiva. De su inteligencia, agudeza y calidez solo ella sabía y aprovechaba. Eran conversaciones ingeniosas a la luz de la lámpara de su pequeño estudio. Esa complicidad entre padre e hija había entretejido un fuerte lazo afectivo.

Sin embargo, había un terreno intocable. Peter Shen, el padre, no hablaba de su pasado, y la madre, protectora, no dejaba que nadie le molestara ni con preguntas ni con nada. Toda una vida dedicaba a ese hombre y ahora estaba al lado de su hija, frente al cajón, resignada. Ahí delante, según la costumbre judía y con un rabino al lado, rezando. Había poca gente.

Después del nacimiento de Norma en Bruselas, probaron suerte en Israel. Su madre tenía ahí una tía. No había sido buena idea, les oyó decir a los pocos años de estar en la tierra de los antepasados. Ella nunca supo por qué. Solo recordaba que había sido feliz ahí. Sus primeras amiguitas, la entrada al kínder, el encanto de corretear por las callejuelas y colinas de Haifa, sobre todo por las estrechas y encantadoras escaleras de piedra en mitad de las avenidas, como las de algunas ciudades europeas.

Cuando los padres de Norma le anunciaron que había que empacar porque se iban a América, a Venezuela, fue como si le hubieran dado un mazazo por la cabeza. No peor, como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza. No, peor: quiero arrancarme los cabellos con las manos, como en la Biblia. Esas fueron las palabras que había anotado en su diario. Tenía once años:

Estoy en el balcón con Miriam y Esther ellas saben que me voy y vinieron a despedirse, nos pusimos abrazadas a llorar muchísimo, yo estaba desesperada. No sabía el nombre del país, pero sabía que allá se hablaba el sefaradí. Qué idioma tan raro. Nunca aprenderé ese idioma. Lloré mucho. Dios mío ayúdame. Qué loco todo.

Esa escena del balcón abrazada con sus amigas y llorando desesperada, no la abandonó nunca. Horrible, decía entre sollozos. Para ella el hebreo era lo natural. Su vida estaba llena de distanciamientos. No había conocido a sus abuelos ni tenía más familia que sus padres. Sólo esa tía que estaba por cumplir los noventa años.

En Caracas se instalaron y quedaron. Marido y mujer estaban fascinados con el clima y el anonimato. Y ella sí aprendió el sefaradí, es decir el español, y muy bien.

Su padre, Peter Shen, se sentía más tranquilo. En Israel vivía acosado por los fantasmas de una persecución agobiante y continua. Ella era muy pequeña para siquiera buscarle significado al comportamiento obsesivo de su padre. En el modesto apartamento se respiraba un aire de tensión como si un peligro eminente estuviera a la vuelta de la esquina. Cada vez que tocaban el timbre de la casa o sonaba el teléfono, brincaba con cara de susto, y se ponía la mano en el corazón, que estaba a punto de saltarle del pecho.

Ahora Norma estaba sentada con su madre, perpleja. Acababa de cumplir los cincuenta y se había divorciado tres veces. A lo mejor los hombres con los que estuvo no pudieron llenar las expectativas de ese amor filial, profundo, inmenso, que había llenado todos los espacios de su corazón. Esperó de ellos quizás algo más; o era ella que no supo expresar sus sentimientos a hombres extraños.

Vino el médico y extendió el certificado de defunción, a la vez que se activaron las redes de una comitiva judía especial, dedicaba a estos asuntos de la muerte, la jevra kadisha. Su padre había dejado claro a su esposa que deseaba un entierro judío. La comitiva llevó el cuerpo a la tahará para envolverlo en un sudario blanco, el tajrijim, después de haber sido cuidadosamente lavado y purificado.

Al terminar los rezos del kadish en la capilla con ese cajón en el piso, se dirigieron al cementerio. Fue difícil conseguir un minián para enterrarlo. Al llegar de vuelta a la casa, se sentaron en el piso para cumplir la shivá. Fueron siete días de duelo, sentadas en el piso sin zapatos. Las visitaron algunas amigas y colegas de Norma, el jefe de su padre y las compañeras de juego de cartas de su madre, único entretenimiento que se permitía.

La muerte los atrapó a todos de sorpresa, como suele hacerla, a pesar de la edad que se tenga. Está al acecho, y al menor descuido y por lo general cuando no se la espera, cae la guadaña sobre alguna cabeza. Todo termina así en esta vida.

Aaron y Bela no hallaban en sí de gozo por el anuncio del primogénito que estaba por venir. La única preocupación era el creciente antisemitismo en la ciudad y en el país. Para tranquilizar a su esposa, le decía que con él nadie se iba a meter. Era estimado y respetado por sus colegas. Ellos seguro lo protegerían. Además, ¿a dónde iban a irse? El embarazo de Bela era complicado, sangraba de vez en cuando y debía cuidarse. Pero las cosas se ponían peor cada día. El director del Instituto lo mandó a llamar una mañana. Fue el encargado de decirle que la Junta Directiva, después de discutirlo exhaustivamente, no tenía más remedio que removerlo de su cargo. Tú sabes…había mucha presión, agregó.

Al acompañarlo a la salida de su despacho, le dio una palmada en el hombro y mascullando con la cabeza baja, todavía se atrevió a decir que lo sentía mucho. Aaron Markus no se iba a achicar con tanta facilidad. Se sabía habilidoso. Con un optimismo sacado de sus vísceras, estaba seguro de que en otras partes lo iban a valorar. No fue así…mientras tanto la barriga de su esposa crecía y los judíos más cercados y perseguidos.

Norma aprovechó que estaba quedándose donde su madre, para hurgar los archivos, a ver qué descubría. Debía haber una respuesta a ese tatuaje de su padre. ¿Dónde estuvo preso? ¿Por qué? ¿Y cómo se había salvado? ¿Ella sin saberlo? En los ratos de descanso entre las visitas, y sobre todo por la noche, entraba al estudio. Se sentaba en la misma silla donde su padre se acomodaba para acariciarle la cabeza, ella inclinada a sus pies.

Pocos libros en una pequeña estantería, biología y literatura fantástica. Algunos cuadros adornaban las paredes, sobre todo de especies de arañas, identificadas abajo, cada una con su nombre en latín. Se sentó al borde del escritorio, era de madera. Los lápices, plumas, revistas, una libreta, la computadora, todo en su sitio. El único adorno era su colección de pisapapeles de cristal con arácnidos disecados. Nunca entendió el gusto de su padre por esos bichos tan desagradables. Los miró uno a uno, brillaban a la luz de la lámpara del escritorio. Tomó entre sus dedos el de la tarántula para observarlo de cerca. Lo volvió a colocar con sumo cuidado en el mismo orden que estaba.

Se acercó al mueble archivador, estaba lleno de carpetas con papeles, sobres sin abrir y facturas. Rasgó uno a uno los sobres. Nada interesante, las carpetas llenas de documentos, cuentas bancarias, títulos de propiedad de la casa, del carro. Revisó los libros, sacó por azar alguno que otro para hojearlo. Nada en especial que le llamara la atención.

Había ahí algo y ella necesitaba encontrarlo. El estudio destilaba azufre, pero estaba a ciegas. Se quedaba por las noches un buen rato entre los libros y capetas, daba vueltas, se paraba en una esquina, luego en otra. Se ponía a palpar las paredes para que le hablaran. Sabía de eso. Cada día estaba más familiarizada con el estudio. Pero ese tufo estaba a punto de asfixiarla.

Las cuatro paredes se le venían encima. Tornaron oscuras, marrones, como la herrumbre que recubría a los condenados. Eran las barracas fétidas de los campos de la muerte.

Una mañana soleada y sin nubes que pudieran presagiar tormenta, invadieron la casa del doctor Markus, se lo llevaron a la fuerza junto a su esposa Bela, a pesar de su avanzado estado de gravidez. Juntaron a todos los judíos en la estación, a empujones los metieron en los tan temidos trenes de ganado. Al llegar a Auschwitz separaron a los hombres de las mujeres. Bela de inmediato cayó en las garras del llamado “ángel de la muerte”. Su marido se enteró por un compañero de barraca. Puso a funcionar su astucia para encontrar el modo de acercarse a ella.

A los pocos días aprendió cuáles eran las jerarquías del campo de concentración, y que los kapos (la “policía judía”) tenían más privilegios que los presos normales, y lo más importante, que ayudaban a las SS en la vigilancia del resto de los infelices prisioneros. También se encargaban de repartir la comida, los medicamentos y la ropa.

Una noche, vencida por el insomnio, Norma entró al estudio con un vaso de whiskey en la mano, a lo mejor eso le ayudaría a aclarar su mente. Se sentó frente al escritorio. Tomó un trago largo, lo dejo sobre la tabla, apoyó su mentón en sus dedos entrecruzados como un atril, y volvió a repasar los estantes uno a uno.

Ya había chequeado detrás de los cuadros. Sus ojos se detuvieron en el anaquel principal, a mano izquierda. Había algo en las dimensiones, en la saliente de ese anaquel que no le cuadraba. Se levantó y tiró todos los libros que estaban ahí. Fueron a parar uno a uno a la alfombra persa. Golpeó el anaquel con el nudillo del dedo índice. Sonó a vacío. Dirigió ahí la lámpara del escritorio. Era un escondite sellado. Con el mismo cortapapeles con el que había rasgado los sobres, buscó el modo de abrirlo. Sintió una clavija, la empujó y se abrió una puerta pequeña cuadrada de medio metro.

Aaron Markus se ofreció de inmediato para esa labor de kapo, como lo hicieron algunos compañeros. Le arrancaron la estrella amarilla y le cosieron una nueva insignia en el pecho, como si se tratara de un escalafón. Él tenía además otra cosa que ofrecer, su conocimiento de los venenos. A los nazis les gustaban las habilidades especiales de los prisioneros, a veces por interés y otras solo como un juego, un tour de forcé

Dentro del escondite había un sobre y un bolso de tela de paño. Extrajo primero el bolso. Lo desanudó, y sacó un trapo viejo. Las manos empalidecidas le temblaron mientras desdoblaba ese trapo. Eran dos triángulos superpuestos y cocidos, y aun cuando algo descoloridos, distinguió el amarillo de uno y el verde del otro. Buscándole sentido y poniéndose en varios ángulos, era evidente que ambos triángulos formaban juntos una estrella de seis puntas.

Norma había visto algunas fotografías donde se notaban las insignias cocidas en trajes y abrigos que llevaban los judíos en los guetos, en las colas de los trenes, a la entrada de los campos de la muerte y en los trajes de los presidiarios delante de las alambradas de púas. Por lo que distinguió, la estrella con la que humillaban a los judíos era de color amarillo. Sabía también del color rosado para los homosexuales. Y ese verde, ¿qué significaba? ¿Amarillo y verde?

Se quedó un buen rato observando ese pedazo de tela como si se tratara de una aparición sobrenatural, que casi se le olvidó que también había un sobre en el escondite. Lo abrió.

Sacó unas hojas arrugadas, ninguna tenía firma. Sus piernas le flaquearon. Se sostuvo de la silla y se sentó para leer cada una de las esas cuartillas escritas a máquina, algunas en inglés, otras en hebreo y las menos en francés. Todas eran mensajes de amenazas ¿Por qué estaban en posesión de su padre y ahí escondidas? ¿Y ese trapo casi deshilachado de dos colores?

Era ya la medianoche, no iba a despertar a su madre para preguntarle. Cerró el escondite y se llevó consigo las cartas y el trozo de tela. Como una sonámbula fue a tomar un vaso de agua, y ahí se quedó sentada frente al ventanal. No podía irse a la cama. Pasaron las horas y fue testigo de las primeras luces del cielo. La aurora le calentó los huesos entumecidos. Se preparó una taza de café, y al entrar su madre, Norma tiró sobre la mesa las hojas y el trozo de tela.

— ¿Me puedes explicar esto?

Se sentó de golpe para no caerse y las pupilas se le dilataron. Palideció. Se aclaró la garganta e hizo el intento de atrapar ese material.

— Por favor, hija…

Mordió los labios y los apretó. Por lo visto no tenía intenciones de hablar. Y como la correspondencia no venía firmada, Norma se hizo a la idea de armar por cuenta propia ese rompecabezas.

Markus se dirigió al oficial que estaba al mando de su sección. Miró de reojo a izquierda y a derecha, y con una tapándose la boca se arriesgó a susurrarle sobre su especialidad. Supuso que así le sería posible acercarse a la clínica experimental de Mengele. El SS no hizo ningún gesto, pero lo oyó con interés. Estaba al tanto de las investigaciones del acicalado doctor en su barrara-hospital, con distintas clases de venenos. ¡Si eres tan experto como dices…vente conmigo! ¡Más te vales!

Cuando Norma vio el tatuaje, las miradas entre madre e hija se encontraron. Ella, la madre, se tapó los ojos con sus manos manchadas y llenas de venas salidas. Norma la observó con detenimiento, había dolor y contrariedad en el rictus de los labios de su madre. Todo el cuerpo parecía haberse ablandado en cosa de segundos, y de su hermosa cabellera que supo lucir años atrás, apenas quedaban unos trazos.

A la hora de las comidas su madre evitaba mirar a Norma de frente, y trataba por todos los medios de no estar a solas con ella. Al terminar las visitas o al irse la empleada, se encerraba en su habitación.

El estudio destilaba azufre. Debía llegar hasta el fondo, pero estaba a ciegas, como cuando niña en el juego del burrito, que se buscaba el lugar apropiado para pinchar la cola con los ojos vendados. Se quedaba ahí por las noches un buen rato, daba vueltas, se paraba en una esquina, luego en otra. Se ponía a palpar las paredes para que éstas le hablaran. Era arquitecta y decoradora, sabía algo de eso. Cada día estaba más familiarizada con esas cuatro paredes. Sus pupilas se movían, y ya se habían paseado por cada uno de los espacios.

Aaron se ofreció de inmediato para esa labor, como lo hicieron otros tantos. Le quitaron la estrella amarilla y le cosieron su nueva insignia en el pecho, como si se tratara de un aumento de rango. Él tenía además otra cosa que ofrecer, su conocimiento de los venenos. A los nazis les gustaban las habilidades especiales de los prisioneros, y a veces solo como un juego. Aaron se arriesgó y supuso que así tendría por lo menos la posibilidad de aproximarse a la clínica experimental de Mengele.

Desde el encuentro en la cocina, parecía como si la madre hubiera perdido el habla. De todos modos, ella fue siempre silenciosa, observaba desde lejos a padre e hija. En esos momentos sus ojos que la vida entristeció sonreían con la levedad de una pluma. Y comenzó a debilitarse.

No fue una enfermedad concreta lo que la tumbó en la cama, y si de algo sirve el arrepentimiento, en ese momento, en el remolino de su naufragio personal, Norma pensó que había sido muy dura con ella. Quizás era demasiado tarde para las reconciliaciones, pero dejó el trabajo para estar a su lado. Como una vela se fue consumiendo y Norma la acompañó hasta que se apagó.

Después del nuevo duelo volvió a la casa de sus padres. Le tocaba desmantelarla. Había tenido que postergar sus inquietudes, inevitables de enfrentar algún día. Así que entró al estudio, y de vuelta a ese ambiente brotaron todas las emociones que la habían dejado vacilante apenas unos meses atrás.

Traía en su bolso el pedazo de tela y el sobre. Puso otra vez el menguado trozo de tela, que más bien parecía haberse agrandado con el tiempo a sus ojos escrutadores, desde que lo encontró.

Desplegó las hojas. Releyó con detenimiento uno a uno los mensajes amenazadores. Al final le costó sostenerlos. Se hablaba de un doctor Aaron Markus, conocido en su medio, en Polonia. Que se había convertido en una vergüenza para los judíos. Un testigo acusaba a Markus de haber ayudado a Mengele en sus experimentos. Decía en la carta que lo había visto en la temida barraca identificada con el número diez y luego reconocido en Israel.

Norma no tuvo que ir muy lejos. Ahí estaba la computadora de su padre. Se enfrentó a la máquina como ante un monstruoso jurado. Puso sus manos enrojecidas por la tensión sobre la tapa, y después de titubear, la abrió.

Más sencillo imposible, pensó. Sabía lo que tenía que hacer; pero sus dedos parecían de gelatina. Para controlarse, se puso a repasar una a una las teclas como si estuviera aprendiendo a escribir de nuevo. Llenó sus pulmones de aire y con valor pulsó en el buscador de Google las letras del nombre de ese doctor, que ya le había comenzado a exasperar sin entender por qué. A los pocos segundos aparecieron en la pantalla varias entradas del famoso doctor Aaron Markus. Escogió al azar. Entre los mil y un datos que aparecieron en la pantalla y que su mente iba descifrando, destacaba como un yunque al fuego, el párrafo final: “Según el récord de los archivos de Yad Vashem, el doctor Aaron Markus fue deportado y tatuado con el número de su barraca de Auschwitz”.

Un número imposible de olvidar.


 

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