Enlace Judío – Que la derecha se está fortaleciendo en Europa, no es noticia. Desde hace tiempo, partidos de derecha radical en mayor o menor grado han fortalecido sus posiciones. Eso tal vez no nos extrañaba en Europa del Este —Hungría, para ser precisos—, pero es muy distinto ver sus éxitos en lugares como Suecia o Italia. Y justo este último caso nos pone frente a lo que muy probablemente vaya a ser un nuevo panorama, probablemente inédito.

Giorgia Meloni se ha convertido en la nueva primera ministra de Italia. Surgida del partido Fratelli d’Italia, su línea es de ultraderecha. Sin empachos, en otras épocas expresó su admiración por Mussolini (aunque en épocas más recientes por lo menos ha expresado que ha cambiado de opinión). Hasta aquí, todo suena normal, salvo por el disgusto que causa que este tipo de ideologías vuelvan al poder, especialmente en los países más importantes para la política interna europea.

Pero seamos honestos: es molesto, pero tampoco era que no nos imagináramos que algo así podía pasar. De hecho, es probable que la pandemia de Covid-19 haya retrasado el auge de algunos grupos de derecha, porque ante la crisis sanitaria que obligó a todos los países a tomar medidas drásticas para la protección de la población, se fortaleció el rol del estado como estructura de poder, y eso le dio un respiro a los partidos de centro-izquierda o demócratas-sociales.

Pero la pandemia ya quedó atrás (por lo menos en su versión más grave), y ahora que el Covid-19 pasa a ser una enfermedad endémica, la gente regresa poco a poco al punto en que se quedaron a inicios de 2020, y de nueva cuenta los fracasos de la izquierda vuelven a hacerse presentes en las decisiones de los votantes.

En el meollo de esta dinámica están los inmigrantes. Es cierto que ya no es el tema que más alborote a los europeos en los medios de comunicación, pero eso no significa que no haya interés por parte de las poblaciones. Sobre todo, por parte de las nuevas generaciones de votantes, esos jóvenes que desde niños están acostumbrados a la política multi-cultural europea como algo normal, por lo que la cantaleta de “defender los derechos de los migrantes” ya no les dice mucho. Menos aún les dice lo mismo que le dijo a la generación de sus padres.

Para estos jóvenes, la única realidad objetiva es que un holandés —por ejemplo— tiene que cubrir una serie de requisitos para acceder a los generosos programas de gobierno que ofrece su país, pero un inmigrante musulmán puede acceder a ellos (a veces a dos o tres al mismo tiempo) de inmediato. Lo que ven todos los días es que hay inmigrantes que no están haciendo ningún esfuerzo por integrarse a la fuerza laboral del país, y de todos modos el gobierno los consciente básicamente porque “pobrecitos, son inmigrantes”.

El discurso de la derecha cala muy hondo en esta nueva generación. Al grito de que Europa es para los europeos, primero que nada, cada vez hay más gente ansiosa por ver que los inmigrantes sean obligados a trabajar y ser productivos, o que se vayan de regreso a sus países.

Por supuesto, esto no es todo. El fracaso de la izquierda va más allá, y la reciente invasión de Rusia a Ucrania está provocando dos tipos de reacción en relación al tema energético. Por una parte, están los que insisten en que fue un error entrar en conflicto con Rusia y dejar a Europa sin gas; por el otro, están los que insisten en que el error fue crear una dependencia tan marcada del gas ruso. Estos últimos se dividen en dos: los que insisten en que hay que acelerar la transición hacia las energías limpias, y los que señalan que el peor error de todos fue ceder a las exigencias de los activistas ambientales, que llevaron al cierre de las plantas de energía nuclear.

Lo lógico sería suponer que la extrema derecha es la que defiende el primer punto de vista. Y es que Putin se ha convertido en un personaje bastante favorito de la derecha, y eso no es un misterio. Antimarxista rabioso, Putin siente más nostalgia por el imperio zarista que por el poderío soviético. Y por eso la derecha —en teoría— fácilmente se puede enamorar de él.

La primera versión del segundo punto de vista —el error fue no apostar por las energías alternativas y limpias y, en cambio, volverse dependientes de Rusia— parece cómodo para la izquierda, sobre todo la de tipo moderado. Pero la segunda variante —el error fue cerrar las plantas nucleares— le resulta muy incómoda a la izquierda progresista europea, porque la energía nuclear sigue satanizada en muchos ambientes (pese a que toda la evidencia disponible apunta a que es la más segura, confiable y barata).

El caso es que en Italia acaba de pasar algo de lo más singular, hablando de posicionamientos divergentes dentro de la izquierda. O dentro de la derecha.

Para poder integrar su coalición de gobierno, Giorgia Meloni tuvo que recurrir al que, a todas luces, se antojaba su aliado natural: el célebre y corrupto magnate Silvio Berlusconi, del Partido Forza Italia. Fiel a su estilo controversial, pero también a su ideología retrógrada, Berlusconi no tardó en declarar que había retomado su acercamiento con Putin. Esto, en lo inmediato, provocó dudas en Europa respecto a la postura que podría tomar el nuevo gobierno italiano: ¿Sería el inicio del resquebrajamiento del apoyo a Ucrania?

Meloni, sorprendentemente, salió a atajar al viejo Silvio, dejando en claro que ello no toleraría que Italia se convirtiera en el punto débil de la unidad europea, y que no le importaba perder la coalición gobernante que requiere del apoyo de Forza Italia, y que no iba a dejar de manifestar que su postura oficial es de apoyo a la Unión Europea (es decir, a Ucrania). Para fortuna suya, el partido Forza Italia emitió un comunicado para confirmar que su postura sigue en línea afín con la Unión Europea y con Estados Unidos. En pocas palabras, dejaron solo a Berlusconi en esto.

Hay mucho que analizar de este aparentemente bobo rifirrafe en la derecha italiana. Y es que por mucho que se hagan advertencias respecto al peligro que representa el regreso de la derecha al poder, hay que decir algo que es evidente pero que muchos no quieren abordar como se debe: la geometría política ya no es la misma que en el siglo XX. Tanto izquierda como derecha han cambiado mucho, y eso nos plantea nuevos retos si estamos en la línea de reforzar a las verdaderas dinámicas democráticas.

¿Quieren un ejemplo? No es un secreto que muchos judíos han votado por Marine Le Pen, la candidata de la extrema derecha que desde hace tiempo sigue ganando terreno en la política francesa.

Le Pen ha sido frecuentemente vinculada con ideologías de tipo neo-nazi. ¿Cómo es posible que haya judíos que votan por ella?

Porque repito: los paradigmas de la geometría política ya cambiaron, y es importante entenderlos.

Estamos viviendo el momento de auge (pero también de decadencia intelectual) del progresismo de izquierda que, en muchos sentidos, es un hijo directo del relativo éxito de las social-democracias europeas de la segunda mitad del siglo XX. En el marco de este espectro ideológico, se ha impuesto la extraña idea de que Europa todo lo tiene fácil, que esos privilegios son consecuencia directa del “saqueo” al que sometió a todo el mundo en siglos pasados, que prácticamente todos los “no europeos” son víctimas de la civilización occidental, y que —por lo tanto— la obligación europea es resolverles la vida, e incluso dejarse agredir.

Sofisticación demagógica de más o de menos, de eso se trata en gran medida eso a lo que hoy le llaman “poscolonialismo”.

Que esta ideología está destinada al fracaso, está fuera de toda duda. Sus adherentes tienen la extraña y equivocada noción de que la riqueza es algo que existe por sí mismo, y que lo único que hay que hacer es repartirla equitativamente (herencia marxista, a todas luces). No se han enterado que, en términos históricos objetivos, la condición natural del ser humano es la pobreza, y que la riqueza es algo que sólo existe en las dinámicas sociales, no en los objetos como tal.

La idea —por ejemplo— de que el oro tiene valor propio es una ficción. Si no hay un mercado activo y funcional en el que el oro pueda ser usado como moneda de cambio, no vale absolutamente nada (más allá de valoraciones subjetivas y sentimentales que, en estricto, son irrelevantes a nivel de dinámicas económicas cuando los mercados no están funcionando).

Este tipo de ideas han debilitado a Europa. La estrafalaria convicción de que a los inmigrantes había que dejarlos hacer lo que quisieran —incluso construir sus propios guetos para gobernarse por la sharia— surgió de esas ideas poscoloniales. Pero el resultado fue nocivo: lejos de que esos inmigrantes se convirtieran en civilizados y prósperos emprendedores, terminaron reducidos a caldos de cultivo para el extremismo islamista.

La derecha europea nunca ha sido un semillero de ideas muy productivo, pero esta situación les regaló, literalmente, la posibilidad de tener un punto en el que definitivamente tienen la razón: el multiculturalismo promovido por la izquierda es un fracaso, y se ha convertido en un dolor de cabeza para las sociedades europeas. Conforme pasa el tiempo y más europeos se sienten molestos con esa situación, esa derecha sigue ganando más votos.

Lo curioso es que esto empezó a cambiar la percepción de muchos europeos respecto al conflicto palestino-israelí. No tanto porque olvidaran su viejos prejuicios antisemitas, pero dejaron de ser tan fácilmente pro-árabes.

La situación se recrudeció desde otro flanco: que los políticos europeos son bastante serviles ante el dinero árabe, ya se sabe. Con demasiada facilidad se doblan ante las inversiones provenientes de las monarquías saudí, catarí o emiratí. Por ello, Europa fue un perfecto criadero de anti-israelíes durante casi toda la segunda mitad del siglo XX.

Los Acuerdos de Abraham han venido a voltear esa situación. Esa propaganda abiertamente anti-israelí ya no le interesa a la nueva generación de líderes árabes, y por ello los últimos que mantienen ese discurso agresivo en contra del Estado judío son los diplomáticos árabes de la vieja guardia (los que siguen promoviendo y aprobando resoluciones contra Israel en la ONU, pero que ya no tienen mayor influencia que esa, la que hay en la ONU, que últimamente es casi lo mismo que nada).

Por supuesto que eso no significa —ya lo señalé— que Europa deje atrás su viejo y podrido antisemitismo. Varios eventos en diversos lugares demuestran que goza de buena salud. Pero es un hecho que el europeo de hoy, en general y en su mayoría, tiende a ver como un enemigo más peligroso al musulmán.

Y aquí está lo trágico: en ese “al musulmán” cortan parejo con todos, sin detenerse a revisar la inobjetable realidad de que el islam, al igual que cualquier otra identidad humana, es un fenómeno complejo y que no todos son extremistas ni peligrosos. Menos aún, que esos extremismos sólo son ostentados por núcleos minoritarios.

Pero un discurso obtuso y facilón como el de la derecha no repara en sutilezas como esa, y simplemente pregona su rechazo al islam, al inmigrante, y al multiculturalismo.

El riesgo es evidente: la llegada al poder de esa derecha puede traer un avivamiento del racismo, no sólo como dinámica social, sino también como práctica institucional. El detalle es que todo parece indicar que en esta ocasión el plato roto no lo van a pagar los judíos, sino los musulmanes. Concretamente, los chiítas.

Los judíos tenemos a Israel. En el más negativo de los extremos, la Aliá siempre es una opción. Pero, además, el dinero árabe —tan hábil y útil para comprar conciencias— ya no está enfocado en la defenestración de los judíos. Al contrario: ahora que Israel es el socio, los países europeos cada vez distienden un poco más su discurso anti-israelí.

Los árabes sunitas también tienen quién los cuide o quién interceda por ellos: todas las monarquías árabes. Pero los musulmanes chiítas no; de hecho, están frente a un panorama bastante difícil, toda vez que el régimen de los ayatolas cada vez se vuelve más indeseable.

Irán siempre tuvo una buena dosis de complicidad europea. Hasta se firmó un tratado nuclear que, a todas luces, era una farsa descarada de la cual sólo Irán iba a tener ventajas. Sin embargo, el gravísimo error de Putin al invadir a Ucrania obligó a todo occidente a tomar partido. E Irán tomó partido a favor de Putin, cosa que parece que no se le va a perdonar. Ya se anunciaron nuevas sanciones en su contra. Lo que su cínica y desenfadada verborragia anti-israelí no provocó, su apoyo a Rusia lo ha logrado.

Fíjate hasta qué punto la geometría política se ha diluido con esto: se supone que la derecha europea sería la aliada natural de Putin, pero no. Su mejor aliada fue la social-demócrata Angela Merkel. En cambio, Giorgia Meloni y Forza Italia —rancia derecha— se posicionaron a favor de Estados Unidos, la Unión Europea y, por lo tanto, Ucrania.

Tan lógico como que haya judíos en Francia que están convencidos de que el programa de Le Pen no es antisemita, y que ella sólo se ha limitado a hablar de un problema —los inmigrantes— del que los demás políticos franceses no quieren hablar.

Esto apenas es una prueba de la recomposición ideológica y política que se está dando en nuestros tiempos, y que sólo es un síntoma de la recomposición (¿o será descomposición?) de las dinámicas sociales y económicas que aquejan a todo el mundo.

Se vienen tiempos interesantes, y habrá que estar pendientes de cómo se desenvuelven los acontecimientos.

Por supuesto, sin olvidar que eso de ver tiempos interesantes era considerado una maldición por los antiguos chinos.

No tenemos que exagerar al respecto, creo yo.

Pero tampoco pensemos que la transición va a ser fácil.

 


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