Tiempos interesantes los que estamos viviendo. Hoy atestiguamos cómo un líder histórico de Israel entra en el final de su carrera política y cómo una ideología histórica sepulta lo que en otros tiempos fue una gran vocación intelectual.

Netanyahu fue, sin duda, el más importante líder israelí en el arranque del siglo XXI. Ya sé que muchos se sentirán molestos por lo que digo, pero qué me puede importar. Las cosas hay que decirlas como son.

Bajo el liderazgo de Netanyahu, Israel consolidó su poderío económico —sobre todo, su perfil como potencia de la innovación tecnológica—, se derrotó solventemente a los enemigos locales, se le puso un freno contundente a las políticas invasivas de Barack Obama —el más anti-israelí de todos los presidentes gringos desde Jimmy Carter—, y se establecieron relaciones diplomáticas con cinco países árabes, echando a andar de ese modo una nueva era y una nueva realidad geopolítica en el Medio Oriente.

Pero las cosas no duran para siempre, y eso lo advertí en diversas ocasiones al hablar del fenómeno Bibi. Tal y como expliqué en su momento, a Netanyahu le tocó ser el símbolo político del final de una época muy concreta para el Estado de Israel, la era que estuvo marcada por la figura de esos próceres a los que consideramos los Padres de la Patria.

Es un fenómeno muy interesante (e Israel nos regaló la posibilidad de atestiguarlo en tiempo real): ante todo lo que implicó la fundación, consolidación y defensa del Estado judío, los próceres —desde Ben Gurión hasta Shimón Peres— fueron figuras cuya vigencia política nunca estuvo bajo ninguna duda. Nadie se imaginaba la política israelí sin la presencia y el liderazgo de esos hombres que, en cualquier otro país, habrían sido considerados dinosaurios.

Y está bien. Es un proceso natural, así que no tiene caso discutir si es bueno o malo. Desde 1948 hasta 2014 (cuando murió Peres, el último prócer fundador), muchas generaciones de israelíes (y de judíos en todo el mundo) crecimos asumiendo como algo natural este tipo de liderazgos personales, no institucionales. Por eso es que Netanyahu, con todo y que nació cuando Israel ya se había fundado, fue otro político de este estilo. Y por eso fue que siempre contó con un amplio respaldo de la población.

Eso fue lo que la izquierda israelí nunca le perdonó: se subió al pedestal de los grandes líderes socialistas como Ben Gurión o el propio Shimón Peres. La izquierda tiene ese tipo de defectos. No tolera que todas aquellas cosas que ve como virtudes —el liderazgo de una persona, por ejemplo— aparezcan, florezcan y se desarrollen en la derecha. La misma cualidad es repugnante en el otro, pero maravillosa en nosotros, diría cualquier izquierdista (en cualquier lugar del mundo; son aspectos en los que la izquierda israelí no tiene nada de original).

Como ya sabemos, no hubo modo de evitarlo. Netanyahu los derrotó amplia y contundentemente.

Hay, sin embargo, algo que nadie ha sabido —ni sabrá— cómo derrotar: el paso del tiempo. No es lo mismo Los Tres Mosqueteros que Veinte Años Después, diría Dumas. Y es justo lo que Netanyahu está viviendo en este momento.

¿Será que con los años —tiene más de 70— él ha cambiado? No necesariamente. Más bien, es que la sociedad israelí ya cambió. El mundo también. Los retos para los cuales se preparó Netanyahu ya no existen tal y como él los conoció. La violencia palestina puede estar exacerbada otra vez, pero su único y último soporte es Irán, y el de los ayatolas es un régimen con fecha de caducidad. Israel ya no tiene que ganar esa guerra; simplemente, administrar su victoria. Vigilar que las cosas no se salgan de control, y esperar pacientemente a que la teocracia iraní termine de colapsar.

El reto más importante de hoy es algo sutil, y no es exclusivo de Israel. Es un problema que enfrernta, en lo general, toda la civilización occidental.

Es el colapso intelectual y moral de la izquierda. Sí, esa misma izquierda que no quiere entender que la reforma judicial es un genuino acto de democracia, porque la Corte Suprema también debe funcionar con límites y controles del Poder Legislativo (la Knéset). Todas las protestas en Israel se basan en una comprensión fallida de democracia. Se entiende lo básico: el equilibrio de poderes. Pero se pierde de vista que, en las condiciones actuales, la Corte Suprema no tiene límites. Peor aún: eso provoca que la Corte Suprema se clone a sí misma, convirtiéndose en un coto indestructible de poder con ideología de izquierda, cuando la abrumadora mayoría del electorado israelí ya no apoya esas propuestas (pregúntenle a los de Meretz). Es decir, una situación profundamente antidemocrática.

A ellos se les ha unido la derecha que, por una razón u otra, ya no quiere el liderazgo de Netanyahu. El resultado puede ser peligroso: que, una vez terminada la crisis, la Corte Suprema mantenga sus privilegios irracionales.

¿Qué le pasó a la izquierda? Nada nuevo. Nada que no haya afectado o arruinado otras ideologías en el pasado. Lo primero y más grave, que se ahogaron en sus ínfulas de superioridad moral. El izquierdista promedio tiene el gravísimo defecto de creer que le asiste una razón histórica, que es “el bueno”, que es el único que se preocupa por los pobres y, por lo tanto, es el único que puede hablar a nombre de ellos. De allí se deduce que, en la retorcida idea de la izquierda, no importa si pierden las elecciones. De todos modos, los gobiernos deben forzosamente y sin excepción (nótese la voluntaria redundancia) seguir los planes y los códigos morales de la izquierda. Y si no lo hacen, se enojan y hacen marchas y mítines, y tratan a toda cosa de sabotear a quien sea, como sea y en donde sea.

Pero la izquierda es un fracaso total en todo el mundo. Su paso por los gobiernos de diferentes países ha sido desastroso (América Latina es uno de los mejores ejemplos). Si acaso han tenido ciertos éxitos en los países de Europa del Norte, es porque se han resignado a dejar que la economía funcione bajo los paradigmas de eso que ellos llaman “la derecha”, pero que tan sólo son los del capitalismo liberal (libre mercado, respeto a la propiedad privada, igualdad estricta ante la ley).

La norma es evidente: mientras los gobiernos de izquierda más se plegan a una economía capitalista, les va mejor; mientras más se plegan hacia las verdaderas ideas de izquierda, peores son los resultados. La razón es sencilla: los proyectos de izquierda son muy caros. Por eso sólo los puede financiar una economía capitalista. Cuando la economía se vuelve socialista, el dinero se acaba, y llega el desastre.

Pero la izquierda global es incapaz de entender esto. Cree que todo se trata de moral, y se creen la cúspide de la pirámide ética en todo el mundo. Por eso van siempre al asalto de todo lo que se pueda, lo aniquilan, y luego salen llorando diciendo que es culpa del capitalismo.

Estamos viviendo una típica época en la que las izquierdas están exacerbadas con su perorata sentimental y moralizante. ¿Por qué? Porque tienen amplios sectores de la población que les hacen caso y les dan bola. ¿Por qué? Por el éxito económico global de los últimos años que nos ha acostumbrado a vivir con varios lujos que, hace medio siglo, eran impensables. ¿Y eso qué tiene que ver? Que mucha gente actual cree que las cosas son fáciles, y se rinden ante el bobo e ingenuo discurso izquierdista de que el éxito de los países capitalistas ha sido gracias al saqueo de los pobres países pobres. Y que, por lo tanto, la solución es agarrar el dinero y repartirlo.

Eso ya se intentó miles de veces en la historia. Nunca funcionó. Nunca va a funcionar. La pobreza se resuelve con trabajo, no con programas de redistribución de dinero.

Pero vale. Ahorita está de moda pensar que todo es fácil y nada más se trata de ser buenos, y por ello la izquierda se halla en la cúspide de su embriaguez, esa que le hace sentir que son los únicos buenos del universo.

Las embriagueces acaban, y luego viene la resaca. Es decir, que la izquierda está cavando su propia tumba, y eso no es bueno. Ya pasó hace un siglo, ¿y qué sucedió entonces? El auge de las extremas derechas. La llegada de los fascismos. El ascenso de líderes como Hitler y Mussolini. Ya vimos una probada de eso con Trump y Bolsonaro, líderes populistas de derecha que llegan al poder gracias a un discurso en el que se aprovechan de todos los fracasos de la izquierda. Ellos apenas fueron el anticipo, y existe el peligro de que estas experiencias se repitan cada vez más en todo el mundo. Total ¿por qué no apoyar este tipo de líderes —razonan muchos—? Serán brutales, pero funcionan económicamente.

No, no funcionan. Hacen las cosas menos peor que la izquierda, sin duda (lo cual tampoco es tan difícil; no es gran mérito), pero eso no es razón para conformarnos con tan poco.

Desde allí surge el reto actual del Estado de Israel: lidiar con una izquierda con ínfulas hegemónicas, con ansias por tener un poder que no les da el electorado, con una prédica moralista totalmente distorsionada, y dispuesta a llevar al país al colapso si no se hacen las cosas como ellos quieren.

Nada raro, por cierto. Nada que no se pueda enfrentar. En realidad, no es tan difícil (en teoría). Sólo basta con mantener un funcionamiento eficiente del gobierno, y ese tipo de extremismos solitos se encapsulan y se marginan a sí mismos.

El problema es que Netanyahu, evidentemente, ya no es la persona adecuada para enfrentar este reto.

Bibi fue el que mejor supo ponerle un alto a Irán y a los palestinos. Tiene las habilidades de un guerrero que puede despedazar minotauros con su espada.

Pero lo que se necesita ahora es un cirujano que pueda operar pacientes en un quirófano.

No es algo mejor o pero. Sólo es algo distinto.

Lo señalé en su momento: poco a poco, Israel ha salido de la era de los grandes líderes individuales, y se ha metido de lleno en la era en la que lo único que se necesita son políticos eficientes, liderazgos institucionales.

Ya no necesitamos otro Netanyahu, pero tampoco otro Ben Gurión. Necesitamos políticos de perfil mediano, que hagan bien su trabajo, que puedan gobernar acaso dos períodos —ocho años— y listo. Que sean sustituidos por alguien igualmente eficiente y ya.

En otras palabras, terminó la adolescencia de Israel, y llegó la edad adulta.

Si lo vemos con perspectiva histórica, es buena noticia para todos, incluso para la izquierda. ¿Por qué? Porque una dinámica democrática sana y libre de los liderazgos individuales obligaría, incluso a los izquierdistas más izquierdistas, a superarse a sí mismos. Ser mejores. Tener mejores ideas, proponer mejores soluciones, comprometerse con mejores causas.

Así que no se preocupen tanto por ver a Israel encendido en protestas en este momento.

Se pueden lograr cambios que sean benéficos para todos, y me parece que la sociedad israelí tiene las fibras para lograrlo, la madurez para entenderlo.

Sólo hay que comprender y asimilar dos cosas.

Una, que Netanyahu ya no es el líder que necesita Israel. Tiene que irse.

Dos, que la Corte Suprema no puede seguir funcionando como un coto de poder monolítico y de izquierda. Tienen que reformarla.

Pero eso, tal parece, sólo lo podrán hacer políticos eficientes.


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