Como seres humanos, nunca hemos podido explicar las tragedias. No en el sentido de encontrar su causa o su fundamento, sino de darles un significado (suponiendo que existe un significado detrás de ellas). ¿Tienen un sentido? ¿Hay algo que aprender? Quizá. Pero, si lo hay, nunca está en lo que logramos recuperar, sino en lo que somos capaces de proyectar sobre aquello que no es recuperable. Ante lo que aconteció en Turquía, esta reflexión vuelve a cobrar vida.

De este modo, el título Después del terremoto no refiere a lo que podamos hacer para reiniciar la vida de las miles de personas que perdieron seres queridos, o a lo que proceda en términos de acción humanitaria. Se refiere a dos preguntas, importantes y a la vez irresolubles: ¿qué cambiará en el mundo tras la tragedia?, y ¿qué haremos para no olvidarla?

La respuesta a ambas cuestiones tendrá que ver con la gestión de riesgos. Hay muchos aprendizajes sobre el riesgo, entendiéndolo como algo que incluye incertidumbre sobre efectos adversos con respecto a algo que valoramos, ya sea como sociedad o como individuos.

Primero está la pregunta ¿quién genera los riesgos?, ¿de dónde vienen? Y lo primero que hay que decir es que su causa no es la naturaleza. Cuando logramos comprender esto, vislumbramos la responsabilidad que tenemos como seres humanos. ¿Qué papel activo tenemos en el medio de las tragedias? Yo creo que la respuesta es dual: por un lado, hemos creado una forma de vida que produce riesgos de manera constante y, por otro, hemos sido incapaces de gestionarlos con una perspectiva de justicia e igualdad.

En una entrevista con Jeffrey Wimmer, el sociólogo alemán Ulrich Beck explica que en nuestras sociedades contemporáneas existe una suerte de “modernización reflexiva”, donde los efectos imprevistos de la modernidad se vuelven contraproducentes para el mismo proyecto moderno. Esto adquirió una importancia significativa en la década de 1980 después de catástrofes como el accidente de Chernóbil. Aquí, el adjetivo “reflexivo” no significa “consciente” o “calculado”, sino, al contrario, se refiere a un efecto boomerang, donde los medios empleados para alcanzar ciertos resultados producen las consecuencias contrarias.

Beck aborda estos sucesos como síntomas de una transformación hacia lo que él llama «sociedades de riesgo». Es decir, este proceso de modernización reflexiva genera nuevas sociedades dominadas por el riesgo, “produce crecientes incertidumbres sociales y, así, conduce a una nueva era en la que las personas deben aceptar las repercusiones de sus actos”.

Lo que ocurrió en Turquía nos muestra, una vez más, esta suerte de reflexividad. Nos pone en la obligación de recordar que la posibilidad de los desastres está inscrita directamente en nuestra forma de vida; no viene de una fuerza externa como la naturaleza. A partir de esta consciencia, la gestión del riesgo se vuelve algo imperativo. Este es el papel activo que podemos tomar ante la incertidumbre de los desastres: la prevención.

Hay algo muy humano en no querer calcular los riesgos. A veces, por conveniencia, confundimos la indeseabilidad con la imposibilidad. Es decir, cuando algo nos resulta doloroso de considerar, preferimos evitarlo a toda costa. Pensamos que mencionar el riesgo podría “salarnos” o “exponernos a la mala suerte”, pero al contrario: es esencial tomar en cuenta las cosas negativas que podrían pasar para saber cómo actuar en su momento.

Otro papel activo que tenemos después de Turquía es la memoria. Las catástrofes se olvidan fácilmente, cosa que en México hemos atestiguado un par de veces. Ignacio Padilla, en su ensayo Arte y olvido del terremoto, habla de cómo el devastador sismo del 85 pasó a la historia con descuido:

Para 1987 el terremoto rayaba en la fantasmagoría. Se atesoraban más recuerdos de la Copa Mundial. ¿Qué había ocurrido? ¿Se había repuesto la nación a sus sismos tan garridamente que ni siquiera necesitaba recordarlos? Desde luego, no era así. Lo único con lo que se contaba para entonces, amén de crónicas aisladas, era la inquietante impresión de que los sismos habían sido importantes sólo en el momento en que ocurrieron.

¿Tenemos la responsabilidad de procurar que los sismos importen más allá del momento de la emergencia? No hemos dejado de ser vulnerables ante los desastres, ni dejaremos de serlo. Siempre habrá una exposición común al riesgo, y debemos partir de ella para actuar y resistir. Pero antes debemos superar nuestra tendencia al olvido.


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