Y ojo: no dije “como verdaderos judíos”, sino como verdaderos hebreos. ¿Cuál es la diferencia? En esencia, una cuestión cronológica. A efectos de estudio histórico, hablamos de hebreos desde la más remota antigüedad hasta el siglo XI AEC; de israelitas, desde el siglo X AEC hasta el siglo VI AEC; y de judíos, desde el siglo V AEC hasta la fecha. Y, aunque no me lo creas, la diferencia es importante.

Los antiguos hebreos no se llevaban muy bien con la agricultura. No sólo eran clanes nómadas más afectos a la ganadería, al comercio, a la rapiña y a vender sus servicios de mercenarios (eran guerreros de primer nivel), sino que además todo parece indicar que realmente les molestaba el modo de vida urbano y jerarquizado de las sociedades agrícolas.

Por ello, los hebreos siempre vivieron en zonas marginales, lejos del bullicio de las ciudades. Sí, hubo un momento en que comenzaron a coexistir en buenos términos con las sociedades sedentarias, pero siempre conservaron rasgos distintivos que los pusieron aparte de las sociedades (y las religiones) cuyos mitos y dioses giraban alrededor de los ciclos agrícolas.

Hay dos relatos que llaman mucho la atención por la forma en la que, de uno u otro modo, reflejan esas fricciones primitivas entre la civilización y el nomadismo propio de los hebreos.

Uno es bíblico, por supuesto, y es el de Caín y Abel. ¿Cuál es el dilema entre ambos hermanos? Que uno siembra la tierra (es decir, es civilizado y sedentario) y el otro cría ganado (es decir, es nómada y rural). Ambos presentan su ofrenda, ¿y cuál es el favorecido por D-os? Obviamente, el urbano no. Es el pastor, el ganadero, el nómada, el montaraz Abel, el que recibe el beneplácito del Creador. Y entonces Caín, el urbano, el civilizado, el agrícola, lo ataca y lo mata.

Un relato con connotaciones muy similares, aunque obtenido de la mitología babilónica, es el de Enkidu y Gilgamesh. En su trasfondo, las diferencias entre ambos son las mismas que hay entre Abel y Caín. Enkidu es casi una bestia del campo; fuerte, pero salvaje, indómito, indispuesto del todo a someterse a la vida civilizada. Gilgamesh, en cambio, es el poderoso rey de Babel. Su poder es tanto, que Enkidu es enviado para destruirlo, y así comienza el combate entre los dos héroes cuya fuerza es titánica. El pleito acaba en empate, porque ninguno logra doblegar al otro, y esto provoca que se vuelvan amigos entrañables. Ahí se refleja la memoria ancestral mesopotámica que siempre tuvo presente que la gente nómada y montaraz estuvo peleada a muerte con la civilización, pero que poco a poco ambos grupos se acostumbraron a convivir y coexistir.

El relato y sus implicaciones metafóricas no acaban allí: Enkidu finalmente muere, y esto pone en depresión aguda a Gilgamesh, que va a intentar buscar el secreto de la inmortalidad. Su búsqueda es infructuosa, y al final tendrá que enfrentar el destino de todos los mortales.

Y es que así fue la historia: los grupos nómadas eventualmente desaparecieron, y las sociedades agrícolas y sedentarias se quedaron solas con el control del mundo. Privilegio que, por cierto, no les concedió la inmortalidad. Los grandes imperios cuyo modo de producción fue el agrícola surgieron, se elevaron a sus máximos esplendores posibles, y luego se desmoronaron convirtiéndose en polvo de la historia. Sumerios, acadios, egipcios, hititas, babilonios, asirios, mitanios, elamitas, otra vez babilonios, medo-persas, macedónicos, ptolomeos, seléucidas, romanos, da igual. Todos han quedado superados. Nadie es inmortal, nadie es indispensable. La historia sigue, y la gloria de los grandes reinos queda enterrada en el polvo.

Después de muchos siglos de encuentros y desencuentros, un buen día a los hebreos de la zona sur de Canaán se les ocurrió integrarse políticamente y fundar una monarquía. Las razones fueron múltiples, pero la que les dio el empujón fue la invasión filistea. El nuevo reino vino a llamarse Israel, y entonces empezó a construirse una unidad social, económica y política que nunca había existido. Por supuesto, la agricultura vino a ser el principal medio de producción, y podría decirse que, en ese sentido, los israelitas fueron una sociedad bastante normal.

Pero no se dejen engañar. En muchas de sus creencias y de sus prácticas se mantuvo presente el estilo de los viejos clanes hebreos, poco afectos a la agricultura. Y eso lo podemos notar en el modo de celebrar Shavuot. O, para ser más precisos, en el modo de no celebrarlo.

Me refiero a esto: en todas las culturas antiguas, los rituales religiosos se basan inequívocamente en narrativas mitológicas. Es decir, hay un mito que te cuenta cierto aspecto del funcionamiento del cosmos, y el rito religioso de algún modo reproduce o revive lo quese cuenta en ese mito.

En el caso de las religiones agrícolas, los mitos trataban de deidades solares o naturales. Es lógico: la agricultura fue el gran logro intelectual del ser humano una vez que entendió cómo funcionaba el ciclo anual (la secuencia invierno-primavera). Esa fue la base teórica para saber cuándo sembrar y cuándo cosechar.

Por eso, todas las fiestas agrícolas iban acompañadas de complejos rituales que, como ya señalé, reproducían de algún modo los elementos de los relatos mitológicos.

Pero pues Shavuot no parece haber tenido nada de eso. La orden en la Torá es muy elemental, y nada más prescribe sacrificios como los de cualquier otra ocasión, más la ofrenda de las primicias:

“Habla a los hijos de Israel y diles: cuando hayáis entrado en la tierra que yo os doy, y seguéis su mies, traeréis al kohen una gavilla por primicia de los primeros frutos de vuestra siega. Y el kohen mecerá la gavilla delante del Señor, para que seáis aceptos; el día siguiente del día de reposo la mecerá. Y el día que ofrezcáis la gavilla, ofreceréis un cordero de un año, sin defecto, en holocausto al Sñoer. Su ofrrenda será dos décimas de efa de flor de harina amasada con aceite, ofrenda encendida al Señor en olor gratísimo; y su libación será de vino, la cuarta parte de un hin. No comeréis pan, ni grano tostado, ni espiga fresca, hasta este mismo día, hasta que hayáis ofrecido la ofrenda de vuestro D-os; estatuto perpetuo es por vuestras edades en dondequiera que habitéis. Y contaréis desde el día que sigue al día de reposo, desde el día en que ofrecistéis la gavilla de la ofrenda mecida; siete semanas cumplidas serán. Hasta el día siguiente del séptimo día de reposo contaréis cincuenta días; entonces ofreceréis el nuevo grano al Señor. De vuestras habitaciones traréis dos panes para ofrenda mecida, que serán de dos décimas de efa de flor de harina, cocidos con levadura, como primicias para el Señor. Y ofreceréis con el pan siete corderos de un año, sin defecto, un becerro de la vacada, y dos carneros. Serán holocausto al Señor, con su ofrenda y sus libaciones, ofrenda encendida de olor grato para el Señor. Ofreceréis además un macho cabrío por expiación, y dos corderos de un año en sacrificio de ofrenda de paz. Y el kohen los presentará como ofrenda mecida delante del Señor, con el pan de las primicias y los dos corderos; serán cosa sagrada al Señor para el kohen. Y convocaréis en este mismo día santa convocación; ningún trabajo de siervo haréis; estatuto perpetuo en dondquiera que habitéis por vuestras generaciones” (Levítico 23:10-21).

Nada de relatos sobre algún héroe que muere y renace, que sería lo propio de la mitología solar o naturalista. Sólo una festividad relativamente normal: su rasgo distintivo, presentar ofrendas; su rasgo común a las demás fiestas, presentar sacrificios. Nada más.

Hasta cierto punto, no es difícil de adivinar que el sentido agrícola de Shavuot no iba a durar mucho tiempo. Llegada la era rabínica, la celebración se consolidó bajo un paradigma completamente distinto: Shavuot como la fiesta en la que se conmemora la recepción de la Torá en Sinai.

Tiene lógica: para esas épocas, muchos judíos ya vivían en la diáspora o el exilio, y sus vidas estaban totalmente alejadas de la experiencia campesina. En consecuencia, no podían celebrar Shavuot presentando ofrendas consistentes en primicias de las cosechas. Pero la fiesta se tiene que celebrar, porque está ordenado así en la Torá.

Entonces se consolidó el otro sentido, el que se centra en la recepción de la Torá en Sinai. De ahí a convertir Shavuot en una noche de estudio, sólo hubo que dar un paso.

Ahí se consolidó el espíritu hebreo, que se impuso al modelo de celebración propio de las sociedades agrícolas antiguas. Esas que adoraban al sol, que creían fervientemente en la explotación de los esclavos, y que soñaban con alcanzar la gloria por medio de la guerra.

Esas que siempre tuvieron que soportar la rebeldía de esos clanes obsesionados con la libertad humana.

Los hebreos.

Los mismos que, con el paso de los siglos, encontramos los “pretextos” adecuados para hacer de Shavuot el festejo por excelencia de la intelectualidad judía, comenzando primero por rememorar la recepción de la Ley, y rematando el asunto con la institucionalización de una noche dedicada al estudio.


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