En los últimos meses hemos visto un reacomodo extremo de los poderes (grandes o chicos) regionales en el Medio Oriente, y vale la pena hacer un repaso de lo que está sucediendo. Los cambios que se pueden generar son imprevisibles, aunque ciertas tendencias se confirman.

Cuando Rusia inició su invasión contra Ucrania, fue relativamente fácil deducir que esto iba a provocar cambios trascendentales en muchos lugares del mundo. En teoría, las tropas de Putin tenían que haber ocupado Kiev en cosa de cuatro o cinco días, Zelensky tenía que haber sido depuesto de inmediato, y Ucrania tenía que haber quedado bajo control de Moscú.

No sucedió. Al contrario, la guerra se extendió ya más de un año, y eso ha significado un terrible desgaste para Rusia. Sin duda, quien más se ha visto afectado es Irán, un país con quien Rusia mantenía una relación de apoyo militar de máxima relevancia, surgida de la guerra civil en Siria.

Los ayatolas, en su momento, solicitaron el apoyo de Putin porque no podían darse el lujo de perder a Bashar el Assad. Ahora, están a la expectativa de no perder a Rusia, que podría salir muy mal parado de la aventura en Ucrania, ya que a estas alturas es indudable que se trata de un fracaso rotundo para Putin. Fracaso que se puede convertir en catástrofe.

Otro movimiento destacable fue el de China, que se puso del lado de Rusia nominalmente, pero que no ha intervenido demasiado en los hechos reales. Es cierto que Beijing está ayudando a Moscú a movilizar mucho petróleo, pero en condiciones demasiado ventajosas para los chinos. Las finanzas rusas no se están beneficiando gran cosa con el actual panorama, y Putin ya empieza a resentirlo.

Se nota en el armamento que usa en Ucrania, y en su incapacidad de movilizar tropas realmente profesionales. China, por su parte, tomó nota de la relativamente sorpresiva reacción unificada del mundo occidental, que de inmediato se puso del lado de Ucrania y aplicó severas sanciones económicas a Rusia. Por ello, el régimen de Beijing ha preferido irse por la vía moderada.

Todo esto obligó a rusos e iraníes a reacomodarse para tratar de mantenerse lo más sólidos posibles, cosa que no les está resultando tan sencillo.

A Rusia ya se le complicó la guerra de un modo que, evidentemente, a Putin nunca se le ocurrió posible. Lo que hace un año era el esfuerzo por conquistar Ucrania, hoy se ha reducido a la obsesión por conquistar Bakhmut, un poblado que ya no existe. Sólo quedan ruinas. Pero parece que Putin está convencido de que allí es donde Rusia se juega su honor, y ha sacrificado inútilmente a decenas de miles de soldados en un esfuerzo hasta ahora inútil por conquistar ese enclave. Mientras, los ucranianos ya preparan su contraofensiva, una en la que podrán lucir todo el armamento nuevo que les ha regalado el mundo occidental.

Como si esto no fuera poco, hace alrededor de una semana apareció un nuevo jugador en el partido: el llamado Cuerpo de Voluntarios Rusos es un ejército ruso rebelde y anti-Putin, que desde hace un poco más de una semana ha comenzado a atacar al ejército ruso en la zona de Belgorod. Incapacitado de modernizar sus armás, Putin ahora tiene que enfrentar a un grupo militar que es pequeño, pero que se ha convertido ya en un dolor de cabeza.

Rusia está en riesgo real de colapsar si este conflicto se extiende demasiado. Contrario a lo que trata de demostrar la propaganda rusa, las sanciones económicas realmente han lesionado a fondo las finanzas de Moscú, y la posición de Putin pronto podría ser insostenible.

Esto sería catastrófico para Irán, que ha tenido en Rusia a su principal apoyo desde hace más de un lustro. Las cosas ya no son tan sencillas ahí: ahora es Irán quien ha tenido que salir a la defensa de Moscú, enviándole drones para poder continuar con su campaña militar contra Ucrania.

Pero Irán también tiene sus problemas. Por una parte, allí sigue esa molesta crisis económica que los ayatolas no atinan a resolver (es lógico: con criterios feudales no van a encontrar soluciones a los modernos problemas de la economía local y mundial), además del descontento social que cada vez se intensifica más. Ni qué decir de todo el dinero que Irán gasta manteniendo a Assad en Siria, a Hezbolá en Líbano, a los huthíes en Yemen, y a los palestinos en Gaza. Dinero que no rinde ningún beneficio; nada más se gasta.

Y, como si esto no fuera poco, Afganistán le acaba de declarar la guerra a los ayatolas. Tropas talibanes, desde hace unos cinco días, han cruzado la frontera y han comenzado a atacar posiciones iraníes. Ya se cuentan varios soldados iraníes muertos, y el problema está lejos de resolverse. Al contrario: pareciera que se va a recrudecer.

El motivo inicial es un viejo conflicto por agua, pero de fondo también está el interminable conflicto entre sunitas y chiítas. En otras épocas, dicha confrontación ya se había conjurado, pero la llegada a Irán de un régimen extremista y fundamentalista chiíta (el de los ayatolas), y luego a Afganistán un régimen similar pero sunita (el de los talibanes), han encendido otra vez la chispa del conflicto. Así que parece que se abre un nuevo frente para Irán, y eso lo va a debilitar y dispersar más.

En medio de todos estos reacomodos, Azerbaiján aprovechó la debilidad rusa para reanudar su conflicto territorial con Armenia (que siempre fue apoyada por Moscú). La incapacidad de Putin para intervenir a favor de sus aliados armenios se hizo evidente, y los azeríes ya lograron rendirlos. Recientemente, Armenia firmó un tratado en el que se pone fin al conflicto territorial, con el obvio resultado de que Azerbaiján se quedó con todo lo que quiso del territorio de NagornoKarabaj.

Es en este contexto general que se debe analizar el aparentemente sorpresivo acercamiento que Irán y Siria han tenido con la Liga Árabe. De pronto, pareció que estaban logrando demasiados entendimientos y eso no parecía cuadrar con todo lo que veníamos viendo de tiempo atrás.

Pero no hay que exagerar. En realidad, las relaciones entre el eje Siria-Irán y la Liga Árabe sólo están regresando a las condiciones que tenían hacia 2016. Así que no es un avance, sino apenas una recuperación.

Y hay más: Arabia Saudita está jugando una carta muy interesante contra los Estados Unidos. Como era de esperarse, la administración Biden ha caído en un marasmo en su política exterior en Medio Oriente, toda vez que se ha concentrado únicamente en la situación ucraniana, y acaso en la defensa de Taiwán ante una posible invasión china.

El acercamiento entre Arabia Saudita e Irán fue promovido por China, y con esto Riad está enviando el mensaje a Washington de que si los EE. UU. no refuerzan sus lazos con Medio Oriente, nadie en el mundo árabe se va a molestar si China se convierte en el nuevo gran socio comercial de la zona. Biden, por supuesto, no parece haberse dado cuenta del guiño, y parece que los saudíes tendrán que esperar a que en 2025 llegue un presidente norteamericano más despierto y sensato. Preferentemente, no del Partido Demócrata.

También es en este marco que debemos entender el recrudecimiento de la violencia palestina. Los grupos terroristas de Gaza y sus extensiones en Cisjordania están rayando en la desesperación. Desde la firma de los Tratados de Abraham, era evidente que habían perdido el apoyo incondicional del mundo árabe, salvo por el emir de Catar. Pero ahora el problema está profundizándose, y la crisis ya no está nada más en la relación de Hamás con los principales gobiernos sunitas, sino en que a Rusia y a Irán se les están abriendo los frentes de batalla, y eso los pone en riesgo.

Si las cosas no salen bien para estos dos países, el delicado esquema político y económico del que se nutre la lucha palestina puede colapsar en el corto o mediano plazo. De allí que los grupos palestinos estén tratando de provocar una confrontación masiva para ver si de ese modo las cosas pueden regresar, por lo menos un poco, a esas épocas donde todo parecía tan sencillo como decir “todos contra Israel”.

Cosa que, por el momento, no va a suceder.


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