¿Realmente vale la pena que le pongamos tanta atención a un espectáculo de masas como el futbol? Más allá de lo sorpresivo y anecdótico que resulta ver a Israel metido en una semifinal de un Mundial Sub 20 de pronto a muchos judíos —intelectuales, cómo no, algo que se nos da mucho mejor que la práctica profesional del deporte— les resulta un tanto incómodo imaginarse a sí mismos pegando gritos por lo que once muchachos puedan hacer con una pelota.

Qué rudimentario, se podría decir. Qué bajo, incluso, porque es la rendición de la voluntad individual y la entrega momentánea al mundano placer de ser parte del hombre-masa.

¿Pero es que alguno de ustedes no ha disfrutado alguna vez de la sensación de entrar al estadio y despersonalizarte, dejar de ser —por ejemplo— Irving Gatell y convertirte simplemente en el hincha de un equipo?

Imagínate la escena: llegas al estadio enfundado en la camiseta oficial de tu equipo, y llevas de la mano a tu hijo de cinco años que también va enfundado en la camisetita oficial de tu equipo. Junto a ti, un señor gordito, de bigote, tal vez un poco más joven que tú, también está enfundado en la camiseta oficial de tu equipo, y su hijo de cinco años también va enfundado en la camisetita oficial de tu equipo. Nunca lo has visto, nunca lo volverás a ver; no sabes quién es, y lo más probable es que realmente no te interese; no sabes qué hace, qué estudió, qué quiere hacer con su vida, de qué manera educa a su hijo.

Y, sin embargo, durante esas dos horas que estarán sentados juntos en el estadio, tú y él serán hermanos, y su hijo será hermano del tuyo. Gritarán junto dependiendo de lo que le pase a la pelota que está en el campo de juego, odiarán o amarán al árbitro en los mismos momentos, cantarán el himno del club de tus amores, o el Himno Nacional si es un juego de la selección, y por dos horas compratirán exactamente los mismos sentimientos —y al mismo tiempo— de éxtasis, felicidad o euforia si el amado equipo gana, o de frustración, melancolía y desolación, si el equipo pierde.

Si llega el gol a favor, ambos gritarán y brincarán igual al mismo tiempo, y tal vez hasta se den un abrazo. Tu hijo y su hijo, por imitación, harán lo mismo, y de ese modo entrarán en el largo pero eficiente proceso educativo para que tal vez dentro de treinta o treinta y cinco años hagan exactamente lo mismo, llevando al estadio a la siguiente generación.

Ya terminado el espectáculo, te despedirás del señor gordito y de su hijo, y muy probablemente ya para cuando te acuestes en la noche, lo habrás olvidado. Una vez de regreso a tu mundo real, a tus rutinas, ese hombre que durante dos horas fue tu hermano, no existe.

¿De verdad vale la pena ceder a todo este impulso visceral, nada racional ni sofisticado, en el dejamos de comportarnos bajo criterios individuales y nos rendimos a una ficción deliciosa —pero ficción al fin de cuentas— que nos hará decir “ganamos” o “perdimos” cuando lleguemos a la casa? Entonces nuestra esposa se nos quedará viendo con expresión de duda, y nos preguntará “¿ganamos? ¿Acaso tú jugaste?”

Sí, yo también jugué.

Esa es la magia de la identidad, especialmente en relación a eso que Edgar Morin llamó “imaginario colectivo”. En pocas palabras, ese imaginario es justo esa ficción que hace que tú y el señor gordito que estaba sentado junto a ti digan “ganamos” o “perdimos” aunque ninguno de los dos haya jugado, y que durante dos horas hayan sentido —para bien y para mal— exactamente lo mismo, exactamente en los mismos momentos, y exactamente por las mismas razones.

Los imaginarios colectivos pueden tener varios niveles, pero en esencia se tratan de esa estructura abstracta según la cual yo y un montón de personas que no conozco tenemos algo en común que, al final, se traduce en una identidad. Es lo que te permite decir “soy israelí”, “soy uruguayo” o “soy mexicano”, por ejemplo. En un nivel más concreto y abajo, lo que te permite decir “soy americanista”, “soy chiva”, o “soy culé”, por ejemplo.

A veces es una identidad que tú escoges, a veces no. Por ejemplo, si llegas a vivir a un nuevo país y te gusta el futbol, tendrás que escoger a cuál equipo irle. Tal vez hagas lo más lógico: adherirte a la hinchada del equipo local en la zona donde te has establecido.

Pero hay identidades que no escoges. Por ejemplo, ser judío. Hay una carga histórica milenaria en ello, y por ello el judaísmo tiene uno de los imaginarios colectivas más poderosos que hay en el mundo. En estricto y en términos muy fríos y racionalistas, ¿qué puedo tener en común yo, aquí en México, con el rabino Yaacov Bleich, estadounidense por nacimiento y actualmente rabino jefe en Kiev, Ucrania?

Nacimos en lugares distintos, crecimos en entornos distintos y enfrentando situaciones distintas, y nuestras vidas se parecen muy poco en lo práctico. Y, sin embargo, cualquier cosa que haga o diga me impacta y me conmueve por lo que significa, en este momento, estar en Ucrania. Pero, más que eso, porque es judío, y eso es algo que me hace saber y sentir que tengo una conexión con él que va más allá de todas las cosas circunstanciales que lo llevaron a él a estar en un país en guerra, y a mí escribiendo desde la Ciudad de México.

La identidad es una ficción en el sentido de que se trata de algo abstracto, algo que podríamos definir como meramente “mental”. Pero es real, y muy poderosa. Es uno de los elementos estructurales fundamentales del ser humano. Incluso quienes han renunciado a vivir sujetos a un sentido de identidad, lo han hecho porque primero tuvieron dicho sentido de identidad como referente, como punto de partida. La identidad es algo fundamental en nuestro proceso de desarrollo y aprendizaje para forjarnos una idea de lo que es el mundo.

Vale, muy bien, pero ¿eso le da sentido a alborotarse tanto por una pelota? Valorar y disfrutar la identidad judía puede estar muy bien, pero ¿desentendernos del mundo para estar pendientes de un partido de futbol?

Sí, vale la pena. Es una de esas extrañas cosas que en teoría podrían parecer banales, pero que te hacen sentir vivo, y que te hacen forjar vínculos. Tal vez a ese gordito no lo vuelvas a ver en la vida, pero si al día siguiente te lo encontrarás en la calle con un neumático desinflado, al reconocerlo también recordarás que durante dos horas en el estadio, tú y él fueron hermanos, y eso te impulse a detenerte a ayudarlo.

Esas ficciones surgidas del deporte tienen su encanto. Disfrútenlas, que Israel no llega a semifinales en un mundial todos los días.

Lo siento, claro, por los judíos uruguayos, que hoy tendrán que repartir su corazón entre dos identidades, y cuando sepamos quién ganó, estarán felices y tristes al mismo tiempo.

Los milagros del fútbol.

 


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