Tammuz no sólo es el nombre de un mes, sino también el nombre de una deidad de la naturaleza en la religión babilónica. Su culto se extendió incluso a Grecia, donde fue conocido con el nombre de Adonis. Sus sagas mitológicas son complejas, y su relación con el pueblo judío es una “simpática” ironía de la Historia.

Según la mitología mesopotámica, Tammuz fue otro de los tantos hijos del dios Ilum. Es, además, el dios pastor y de la fertilidad de los campos. También fue el dios consorte de Inana (Ishtar), diosa del amor y la belleza, pero también del poder.

Tammuz fue un típico representante de los mitos naturalistas, que trataban de explicar porqué la naturaleza “muere” y “renace” alrededor del invierno. Según el relato mejor conocido, Tammuz era mortal, pero Inana quiso casarse con él. Sin embargo, Tammuz no fue un marido ejemplar, así que se le castigó con la obligación de morar en el inframundo por seis meses a partir del equinoccio de otoño. De ese modo, el dios que garantizaba la fertilidad de los campos abandonaba la tierra y, en consecuencia, ocurría eso que llamamos invierno.

Hay otro detalle interesante: en la mitología babilónica, junto con el dios (¿o diosa?) Ningizzida, Tammuz es uno de los guardianes que custodian el Árbol de la Vida, y eso nos remite al relato del Jardín del Edén.

La catástrofe judía comenzó, justamente, en el mes que los babilonios dedicaron a Tammuz. El día 17 de dicho mes, del año 587 AEC, los muros de Jerusalén fueron quebrados, y ello fue el preludio para la destrucción de la ciudad y de su Templo (9 de Av).

Por eso llama la atención que hoy todavía exista el pueblo judío, pero el babilónico no. Uno tuvo la capacidad de renacer de sus propias cenizas (y no sólo en esa ocasión, sino en muchas otras); el otro no.

¿Cuál fue la diferencia?

Que el pueblo judío nunca se contentó con explicar los acontecimientos del cosmos por medio de leyendas en las que los dioses establecieran, de manera inquebrantable, el destino de los seres humanos. Por el contrario: el trauma de la destrucción traída por los babilonios provocó al pueblo judío a lanzarse a una fuerte y profunda reflexión sobre porqué las sociedades humanas fracasan o tienen éxito.

De la catástrofe, los judíos aprendimos el valor de la ética; de la noción rudimentaria al principio, refinada y elegante después, de que la tragedia había sido consecuencia del abandono del Pacto de la Torá, el pueblo judío sentó las bases para entender que las cosas buenas se deben hacer simplemente porque son buenas, y las malas se deben evitar simplemente porque son malas.

Y es que el exilio en Babilonia afectó a justos y pecadores por igual. ¿Por qué D-os habría permitido semejante injusticia aparente?

Ahí fue donde los sabios judíos de la antigüedad comenzaron a descifrar algo que para nosotros resulta lógico, pero que en aquellas épocas era —literalmente— una novedad: las cosas malas pasan, y le pasan a cualquiera. Eso está fuera de nuestro control. Lo que sí podemos controlar (diría Víctor Frankl) es qué vamos a hacer con nosotros mismos.

Las naciones antiguas se rendían a la muerte cuando una tragedia similar les ocurría. Una acontecimiento así era visto como la derrota de sus dioses y, por lo tanto, el final de su existencia como nación.

El judaísmo, por decirlo de cierto modo, se salió por una tangente: su D-os no había sido derrotado por los dioses babilonios (que ni siquiera existen), sino que había permitido que Babilonia destruyera Judea.

Brillante idea: ¿Por qué? ¿Qué tenía que haber pasado para que el Único y Verdadero tolerara semejante calamidad?

A partir de esa pregunta acuciante, el pueblo judío descubrió el sentido moral de la vida, y con ello sentó las bases de sus conceptos éticos más profundos.

La lógica hasta ese momento se basaba en una noción explícita en el texto de la Torá: si fallas, hay castigo. Era una lógica punitiva. Pero la tragedia en Babilonia lanzó a los sabios judíos a un reto intelectual que, literalmente, apenas se completó en el siglo XVI. Es decir, dos mil años después de que cayeran las murallas de Jerusalén por primera vez.

El ciclo se cerró en 1565 cuando el rabino Yosef Caro publicó el Shulján Aruj, el texto en donde se compilan las bases de todos nuestros criterios halájicos.

¿Que es la halajá? Literalmente, la correcta manera de andar. Pero lo sorprendente es que en este texto ha desaparecido por completo la lógica punitiva. No hay castigos de por medio, sino la simple y preclara convicción de que las cosas se pueden hacer bien o mal, y de que un ser humano que entiende correctamente el sentido de la vida hace las cosas bien, simplemente porque están bien.

A fuerza de soportar el dolor y sobreponerse a él, el pueblo judío aprendió durísimas lecciones a lo largo de la Historia, pero todas ellas desembocaron en su renacimiento pleno. Del exilio en Babilonia se regresó no mucho tiempo después. Luego se sobrevivió a los imperios medo-persa, macedónica, egipcio ptolemaico, y sirio-seléucida. Vino entonces un pequeño trance de independencia con los hasmoneos, pero después llegó la dominación romana, seguida por la bizantina, la árabe, la cruzada, la otomana y la inglesa, hasta la restauración de Israel en 1948.

Para entonces, los judíos habíamos ido y venido por todo el mundo, acumulando más desdichas que placeres. Y, sin embargo, en ese año crucial estuvimos listos para iniciar la reconstrucción de nuestra tierra ancestral.

Esa fue la diferencia con los babilonios: ellos creían que renacer de la muerte era algo que sólo le correspondía a los dioses. Nosotros descubrimos que nuestras buenas acciones podían insuflarnos vida una y mil veces, porque la nuestra siempre fue la elección por la vida.

Y por eso aquí estamos, recordando una tragedia en el mes de Tammuz.

Pero aquí estamos. Los babilonios no.


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