Comparto un texto que publiqué hace varios años a propósito del Día del Perdón en la cultura judía. Hoy empieza el ayuno nuevamente y se entonan unos rezos milenarios que nos invitan a perdonar y reparar con generosidad y compasión nuestras relaciones.

“A ver, ¿saca la lengua?” Teníamos 13 años y la lengua seca era la prueba de que estábamos ayunando en Yom Kipur, el Día del Perdón. Ya aguantábamos, como nuestros padres, no probar alimento ni agua desde las seis de la tarde en que comenzaba el ayuno hasta las ocho de la noche del día siguiente.
Nos reuníamos en la sinagoga de las calles de Acapulco, en la Colonia Condesa. En la banqueta platicábamos de la comida que se nos antojaba como un espejismo en el desierto.

¿Qué tal unas quesadillas? Se nos hacía agua la boca, pero no faltaba quien recordara que la cena (“des- ayuno”) tendría más bien platillos como gefilte fish (pescado relleno); kugl (pastel de papa); kreplaj (pastas rellenas de pollo); jalá (pan trenzado), blintzes (crepas dulces) y frutas. Yo prefería mil veces la comida mexicana. En todo caso, lo importante era seguir alimentando el hambre con la plática.

Símbolo Judío de menorá en la pared de sinagoga en la Ciudad de México, en la sinagoga de Parral, en la Condesa

Al entrar al templo, mi hermano y yo tratábamos de sentarnos al lado de mi papá. En medio de los rezos se colaba un periódico con las últimas noticias vespertinas que se intentaban leer con disimulo. También aparecía una radio portátil que pegábamos al oído para tratar de saber cómo iba el béisbol de las grandes ligas. Me impresionaba la confluencia de lo sagrado y lo mundano. Tal vez eso ha marcado mi idea de la espiritualidad: no la puedo disasociar de lo cotidiano.

De vez en vez, un hombre con aspecto severo nos conminaba a todos a mantenernos en silencio. Unos instantes después se reanudaba el murmullo de los rezos y de las pláticas beisboleras: “Sandy Koufax no lanzó hoy por ser Yom Kipur” –me decía mi papá asombrado—. “Óyeme lo que te digo. Es el mejor pitcher de la historia”. Es el año de 1965. Se enfrentan los Dodgers de Los Ángeles y los Mellizos de Minnesota. Los Dodgers, sin Koufax, pierden el primer juego.

Termina el rezo. Ya es de noche. En el vestíbulo de la sinagoga hay una mesa con unos cubitos de pastel dulce. Mi papá nos consigue unos. Nos saben a gloria. Él sonríe. Caminamos unas calles hasta llegar a la casa. Poco a poco llega toda la familia a la cena. Comemos con ojos grandes. Después de unos bocados nos llenamos, pero la fantasía del hambre aún no se sacia. Mi mamá me hace unos tacos de frijoles de contrabando.

Mi hermano y mi hermana se acomodan con dulzura al lado de mi papá. Estoy en una escena ancestral que pertenece a todas las culturas. Años más tarde la encontraré retratada de otra manera en la novela de Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. La tía del escritor le cuenta de los viejos tiempos cuando la familia vivía en Rusia a principios del siglo XX: están reunidos en la tarde antes de empezar el ayuno de Yom Kipur (en un día como hoy). Para finalizar la comida, el papá le pide a su hija de cinco años que le traiga agua del pozo. La niña obedece. El papá le echa tres terrones de azúcar al agua. La remueve con el meñique. Bebe y le dice: “Ahora gracias a ti el ayuno me resultará más llevadero”.

Dice la tía de Oz:
“No puedo explicarte, no puedo explicarme ni siquiera a mí misma, qué alegría, qué felicidad produjeron en mí estas sencillas palabras (…), el caso es que todavía ahora, cuando ya han pasado ochenta años, me siento feliz, exactamente igual que aquel día, cada vez que lo recuerdo.”

Es una felicidad parecida a la que vi en la cara de mi papá durante los días en que Sandy Koufax, después de Yom Kipur, abrió tres juegos y logró dos blanqueadas, una de ellas en el séptimo encuentro que definió la Serie Mundial. Sus palabras sencillas: “Es un zurdo de oro. Tiene un corazón de oro”. Así se condensaban las lecciones de Koufax y de mi papá: uno debe respetar sin fanatismo sus raíces y, al mismo tiempo, debe participar en el juego con todo el alma.