Nuestro diccionario define judiada como “mala pasada o acción que perjudica a alguien”. Más allá de lo injusto que pueda parecer esto a los directamente aludidos, mucho más doloroso nos resulta que la RAE no pueda retirar la acepción por seguir en uso. El hecho de que esto se produzca en España, teniendo en cuenta su papel protagonista en la Inquisición y la expulsión de sus judíos, plantea la cuestión de lo extremadamente complicado que es aplacar los residuos de un odio acumulado durante siglos, profundamente arraigado en la cultura occidental.

Por ello, la exposición que actualmente alberga el Museo del Prado, ‘El espejo perdido’, es necesaria y digna de elogio. El ojo implacable de la historia del arte pone al descubierto de manera lúcida, precisa y objetiva los cimientos sobre los que se ha construido la imagen del judío y lo judaizante a lo largo de la expansión cristiana en España. El propio título de la exposición es extremadamente acertado. Como una competencia freudiana entre padre e hijo, el cristianismo busca su propia identidad reflejándose en la némesis de su precursora.

La imagen reflejada en el espejo no responde a una idea clara y acotada sino a una representación imaginaria que va variando en función de los anhelos y las necesidades identitarias de la sociedad mayoritaria que la alberga. El judío imaginario es una vieja decrépita, condenada a la ceguera por no haber querido ver la llegada del Mesías; es el secretismo, la alevosía y la nocturnidad con los que roba, profana y se ensaña con la hostia sagrada matando así, una y otra vez, a Jesús; es la esencia pérfida y contagiosa que, como si de una enfermedad se tratara, subsiste en el converso.

Ya en épocas más modernas, el judío ha pasado por ser el conspirador culpable de todos los males del mundo; el comunista revolucionario a los ojos del capitalista; el capitalista avaricioso a los ojos del comunista. Tristemente famoso se hizo el episodio donde Francia hace de un capitán muy específicamente elegido el culpable, y cito a Zola, de todo y de lo contrario con tal de hacer inocente al consabido espía, Esterhazi.

Lo imaginario nunca se repite y siempre se transforma. Hoy, a diferencia del pasado, el judío imaginario es uno, acotado, delimitado y totalmente identificable: el judío del siglo XXI es Israel.

Hace mucho tiempo que se denuncia el sesgo con el que Occidente enjuicia siempre a Israel. La crítica es obviamente aceptable y muy recomendable cuando aporta algo constructivo. Cuando no es así, la crítica se convierte en reproche con retranca.

Desde el 7 de octubre, y tras una generalizada condena de los actos de Hamás, asistimos atónitos a estallidos de júbilo y a una explosión de eslóganes, declaraciones y manifestaciones que ya no esconden su judeofobia. El transcurrir de los acontecimientos deja sin argumentos a los que siempre negaron la visceralidad antijudía que hay tras el continuo y reiterado reproche a lo que hace Israel.

Es obvio que muchos de los que critican a Israel no son antisemitas, pero que todos los antisemitas, haga lo que haga Israel, lo critican es absolutamente irrefutable.

Es especialmente significativo que en ningún momento hayamos podido ver las redes sociales inundadas de cartelitos solidarios como “Yo soy Nueva York” tras el 11-S, ni “Yo soy Madrid”, el 11-M, o “Yo soy París” tras las tragedias de Charlie Hebdo o el Bataclan. Hace menos de 10 años, y como consecuencia de estos atentados, una coalición formada por prácticamente todo Occidente en la que se incluyeron muchos países árabes luchó para defender a sus naciones de idéntica manera a como hoy lo hace Israel en solitario. Muy pocos, entonces, se hicieron eco de la extrema crudeza de la batalla de Mosul, de la batalla de Raqqa, y de tantas otras batallas en ciudades con el objetivo de decapitar al Estado Islámico, Dáesh, Yihad o Isis, y que provocaron, todas ellas, un inmenso coste en vidas humanas.

No cabe duda de que la condena al pogromo del 7 de octubre ha sido prácticamente unánime internacionalmente. No podía ser de otra manera, la barbarie e inhumanidad difundidas al mundo entero en riguroso directo han dejado poco margen de maniobra a los que hubieran preferido no tener que condenarlo. Los supuestos demócratas que, pese a todo, no lo han hecho han quedado autorretratados.

Sorprendentemente, empezaron, entonces ya, a oírse voces que añadían a la condena algún tipo de reproche directo al Estado agredido. Al principio, con los muertos aún yaciendo en las cunetas, se condenaba a Hamás a la vez que se acusaba a Israel de potencia colonial opresora. Más tarde, al inicio de la previsible respuesta militar, la fórmula pasaba por condenar a Hamás acusando a Israel de asesino de masas con malévolas intenciones genocidas.

Israel se siente juzgado con un inexplicable doble rasero. Para Israel y para los que cada vez más comparten este convencimiento, lo acaecido el 7 de octubre es un atentado contra la humanidad que no alberga peros, como para tener que escuchar tantos.

Para Israel y para los que cada vez más comparten este convencimiento, lo acaecido el 7 de octubre es un atentado contra la humanidad

El presidente español Pedro Sánchez con el primer ministro Benjamín Netanyahu en Jerusalen. (Credito de la imagen: Moncloa / Pool)

El Gobierno español, que ha sumido nuestro país en su mayor crisis diplomática con Israel, parece no querer entenderlo. Cuánto hubiera agradecido el pueblo israelí si, esgrimiendo iguales valores humanitarios, se hubiera clamado por la devolución de los rehenes con la misma beligerancia que se exige un alto el fuego. Un susurro silencioso frente a un clamor atronador, que resulta desproporcionado.

Afloran de nuevo analogías que comparan Israel con el nazismo. Se trata del acto moralmente más vil y reprobable que puede hacerse, especialmente cuando proviene de un europeo. Da la impresión de que el peso de la culpa por la Shoah es tan grande y sofocante que la única manera que encuentra Occidente de aliviar su conciencia es señalar con dedo acusador a la víctima.

Escandalizado por estas manifestaciones, el vicecanciller alemán, Robert Habeck, declaraba con una contundencia inequívoca y directa: “La seguridad de Israel es una cuestión de Estado para Alemania”. Esta afirmación debe hacerse extensible a todo Occidente. Como en su día lo fue el nazismo, el yihadismo no es una broma. A lo largo de la historia, el antijudaísmo ha demostrado ser un barómetro muy fiable a la hora de medir el grado de libertades civiles de una sociedad y su degradación debe alarmar a todos, no solo a los judíos. Háganme caso, Alemania sabe bien de lo que habla.

“Desde el río hasta el mar”, gritan orgullosamente todos los que enarbolan una bandera palestina tras el pogromo del 7 de octubre. No se puede ser más preciso y explícito. No es que no solo no reconozcan el derecho a existir de Israel, es que literalmente están pidiendo su desaparición. ¿Hay algo más antijudío que esto? Enarbolar la causa palestina a raíz de los actos de Hamás no es defender un movimiento libertador de paz, es defender un movimiento que solo puede triunfar tras la aniquilación del contrario. Se engañan los que creen otra cosa.

Cuando los pactos de Abraham habían conseguido establecer un firme inicio de normalización pacifica de la región, los terroristas teocráticos han hecho retroceder años de trabajo y avances.

Defender al pueblo palestino a raíz de lo acontecido es ponerse del lado del régimen que ahorca al homosexual, que discrimina a la mujer y la mata por no llevar velo o querer estudiar, y que solo defiende un islamismo radical sin aceptar incluso a sus congéneres moderados y tolerantes. Promover un Estado palestino es totalmente legítimo, de hecho es un tema que lleva prácticamente un siglo encima de la mesa sin que haya sido aceptado por generaciones de dirigentes palestinos que no han sabido entender el interés de su propio pueblo. Creer que esto resuelve la crisis actual es no entender los motivos reales que la han provocado. Buscar cualquier tipo de justificación a lo ocurrido no ayuda ni a la paz ni a la convivencia, ya que es alinearse con los que solo pretenden lo contrario y de paso convertir el mundo en un califato medieval.

Una falsa narrativa provoca el inicio de la mayor ola de manifestaciones y condenas antiisraelíes teñidas de una judeofobia explícita nunca vista

Al inicio del conflicto, se suspendía una reunión que debían mantener los actores más moderados de la región con Joe Biden en Jordania y que podía haber cambiado el curso de los acontecimientos. La razón fue una explosión en las inmediaciones del hospital Al Ahli que era inmediatamente atribuida por el Ministerio de Sanidad gazatí, o sea, Hamás, a Israel. Cuando luego quedó demostrado que fue un cohete de la Yihad Islámica el que había provocado la deflagración, el culpable dejaba de ser tan diabólico, la masacre ya no era tal y las víctimas ya no se contaban por centenas. Lo más triste es que el cambio de autoría hacía que las víctimas, fueran las que fueran, pronto dejaban de importar y quedaban silenciadas.

Como en tiempos medievales, hoy una falsa narrativa provoca el inicio de la mayor ola de manifestaciones y condenas antiisraelíes teñidas de una judeofobia explícita nunca vista hasta la fecha.

Conviene preguntarse el porqué de la eficacia, en pleno siglo XXI, de tan sorprendente repetición de la historia. Estoy seguro de que muchos descubrirán alguna razón que no les hará sentir cómodos cuando vuelvan a mirarse al espejo.

Fuente: El Confidencial

 


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