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ENRIQUE SEMO

Yo iba a la primaria pública y rápidamente dominé el idioma. Llevábamos una bata gris y una mochila con varias cajitas de útiles, los cuadernos y libros que necesitábamos para las materias del día rigurosamente forrados. No recuerdo maestros autoritarios ni maltratos. Al contrario, reinaba un ambiente más bien de armonía, tanto entre los hijos de los franceses y los de los refugiados, como entre maestros y alumnos. La educación estaba repleta de referencias laudatorias al gobierno de Vichy y sobre todo al mariscal Petain, héroe de la Primera Guerra Mundial. El fascismo se colaba en los juegos, en las revistas alemanas de propaganda que nos regalaban y los retratos que colgaban de la pared. En ese sentido, unos maestros eran más entusiastas que otros que se atenían a lo mínimo. Recuerdo el juego obligatorio de las cruzadas. Nosotros, cruzados cristianos, armados de espadas y lanzas de madera, debíamos luchar contra los enemigos de la cristiandad y de Francia. Esos enemigos eran a veces musulmanes y otras, comunistas. La ironía de la situación sólo fue captada más tarde: un niño judío sefaradita, soldado del cristianismo.

Mi primera conquista, gracias a mi facilidad con los idiomas, fue la maestra de francés de cuarto año. Me tomó bajo su protección y cuando había costumbres o diligencias que me eran extrañas, me servía de guía y durante los dos años platicó varias veces con mis padres que la encontraron muy amable y amistosa. Fue la primera personalidad protectora que encontré además de mis padres. Comencé a leer vorazmente a Emilio Salgari y a Karl May; alimentaba mi vocación heroica con Sandokan, el tigre de la Malasia y los jefes comanches que luchaban contra los astutos y traicioneros apaches. Mi maestra me introdujo poco a poco a las obras de Marcel Pagnol, una literatura opuesta al espíritu heroico, enraizada en la Provence, la vida cotidiana y el alma de los niños.

Mi madre gastaba todo el día en conseguir los alimentos racionados y muy escasos. Vivíamos en un pequeño hotel, negocio familiar, muy cerca del viejo puerto, en una callejuela muy estrecha. A mediodía comíamos en el restaurante del hotel. Elemento permanente del menú eran los nabos y las remolachas. Las proteínas eran escasas y provenían de pequeñas raciones amparadas por tickets que el mesero recogía atentamente al principio de la colación. Las reglas del buen comer y del bien sentarse eran recordadas por los adultos a los niños constantemente en todas las mesas. Los comestibles que mi madre conseguía quedaban para el desayuno y la cena que se hacían en el cuarto del hotel usando una parrilla eléctrica cuyo uso estaba estrictamente prohibido por el reglamento, pero que todos usaban pese a él.

Pero no sólo había el mercado negro y el tráfico ilegal, también había franceses antifascistas o simplemente no racistas que ayudaban de buena fe a los refugiados. Mi padre fue llevado dos veces a la cárcel porque a los papeles de residencia les faltaba algún sello. De ahí se deportaba a la gente a la Francia ocupada por los nazis o a Alemania. Las dos veces fue salvado por un abogado francés que se hizo muy amigo de la familia. Al irnos de Marsella, mi padre hizo dos anillos idénticos, uno para el abogado y otro para él mismo, que ambos llevaron hasta la muerte. También sabíamos que había un maravilloso consulado de un país llamado México en donde el cónsul se desvivía por salvar vidas. Y no se trataba sólo de visas, que no podía otorgar sin permiso de su ministerio. La ayuda venía de muchas maneras, regalaba cartas que sostenían que la visa estaba por llegar que eran necesarias para refrendar la carte d’identité, conseguía albergues, pasajes y un sinnúmero de cosas más. Decenas de intelectuales comunistas o de izquierda de varios países fueron salvados. Ahora sabemos que el cónsul mexicano, Gilberto Bosques, amparó a diez mil personas, muchas de ellas pese a la hostilidad del gobierno de Vichy y la policía francesa, arriesgando su propia seguridad.

En El manuscrito perdido de Theodor Balk se describe en forma imperecedera la situación:

Por decenas de millares —cuenta Balk— llegan los peregrinos a la ciudad-puerto de Marsella, con el único afán de conseguir uno de esos milagrosos sellos, llaves de la libertad. Para los que no podían obtenerlos, el horizonte estaba lleno de amenazas. Los podían condenar a “Vernet” o a “Djelfa”, mandarlos a un campo de concentración o a trabajos forzados en la construcción del ferrocarril del Sahara […]. Para muchos algo peor aún: nada menos que la extradición al “Reich”. Desgraciadamente, los sellos eran escasos. Los países del Nuevo Mundo se encerraban tras una valla de visas y sellos, mucho más eficaz que la antigua muralla china…

A esas imágenes, hay que agregar la extraordinaria novela de Anna Seghers, escritora judía alemana, Tránsito, dedicada al mismo tema.

Mis padres protegieron exitosamente mi salud mental de la incertidumbre, la angustia y la corrupción en las cuales se vivía. Fue una actitud en que los silencios eran más que las explicaciones y mucho de lo que cuento es resultado de descubrimientos posteriores. Hace sólo unos meses estuve en Marsella buscando pistas. No entendemos a nuestros padres, sino en la madurez de la vida, cuando el sentido de sus actos se nos revela, a veces con una luz deslumbrante. Cuando se podía, nos vestíamos lo mejor posible e íbamos a pasear por la Canebière, a comer una pizza, que representaba dos ticketsen el carnet de racionamiento y a contemplar la maravillosa ciudad (entonces un poco gris) que se extendía por la montaña cercana al mar y que bajo la luz del sol mediterráneo lucía todos sus encantos. Se vivía al día, a la hora, con una esperanza insensata, pero siempre presente, de que se podría sobrevivir. Pero yo nada conocí de esta angustia. Bienaventurados los niños que en los breves momentos de felicidad pueden borrar una realidad monstruosa.

Por alguna razón, mi padre no pudo entrar en el consulado mexicano y tuvo que conseguir una visa cubana que resultó falsa y después otra, que sí fue auténtica. Después, también logró las visas de tránsito de España y de Portugal, desde donde embarcamos. Tratamos de informarnos sobre nuestro destino que para una familia de judíos búlgaros parecía tan misterioso como la India para Cristóbal Colón. Para eso fuimos a ver una película que se llamaba ¡Viva Villa! y que mostraba a Wallace Berry, un Villa improbable, conquistar ciudad tras ciudad con la ayuda de un tal John Reed, periodista americano con el que trabó amistad fraternal. El filme no sirvió para tranquilizarnos, pero sí para aumentar nuestra expectación, sobre todo para mí que tenía ya un ardiente gusto por las aventuras y los héroes. Al fin logramos tomar el tren que pasaba por España, luego Portugal, donde embarcaríamos hacia el fin del mundo.

La escasez marsellesa y el alivio de haber salido de las garras de los nazis y sus discípulos en la seguridad francesa se manifestaron en mí en un hambre insaciable y en Lisboa, no permitía que se pasara junto a una panadería sin que me compraran un bolo de arroz, pan dulce local. Mi madre bromeaba: “Te va a hacer daño hijo, tómalo con calma, se acabó el hambre”.

El viaje a América fue largo y azaroso porque estaba en pleno auge la ofensiva de los U Boats alemanes en el Caribe, la cual desembocó en el hundimiento de dos barcos petroleros mexicanos el Potrero del Llano y el Faja de Oro y la entrada de México en la guerra. Nuestro barco tuvo que refugiarse en Veracruz, y aquí, con la ayuda del Comité Central Israelita de México que otorgó una garantía, mi padre y mi madre lograron bajar con un permiso provisional y por fin, pisamos tierra firme. San Thomé el barco de carga portugués en el cual llegamos en abril de 1942 a Veracruz llevaba ciento cuatro pasajeros con visas mexicanas. Setenta y nueve de ellos lograron desembarcar sin dificultades, mientras que la suerte de los veinticinco restantes, miembros de las Brigadas Internacionales que combatieron en España a favor de la República, tardó en decidirse. Mi familia no era de los privilegiados que tenían visa mexicana sino cubana y como explica Daniela Gleizer en su libro, los barcos Nyassa y San Thomé fueron los últimos con refugiados que lograron llegar a Veracruz.

Una persona que haya vivido siempre en México no puede imaginar la impresión tan profunda que hace desde el primer paso la realidad mexicana en un niño europeo sensible, que leía a Emilio Salgari. Durante la semana que permanecimos en el San Thomé, me sentí ya en plena tierra de aventuras donde pieles rojas y piratas saldrían de repente entre esa gente, algunos de los cuales llevaban grandes sombreros y vestían de un blanco impecable, para tomar por asalto al barco en que habíamos llegado. Pero sea como fuere México nos dio la vida y la libertad.

Pero mi sorpresa más grande fue el mercado de Veracruz lleno de colores y fragancias exóticas, repleto de frutas, legumbres y carnes presentadas en formas nunca vistas que me dejaron un recuerdo imborrable. Las fondas, en las cuales la comida se exhibía en vitrinas, estaban llenas de pescados, camarones y frutos de mar absolutamente desconocidos.

Importantes son los datos de Daniela Gleizer en Exiliados incómodos. México y los refugiados judíos del nazismo 1933-1945 sobre el antisemitismo y las políticas de inmigración restrictivas del gobierno mexicano durante los años de 1933 a 1945. Muchos desconocían o quisieron ignorar la monstruosidad del holocausto y la solución final. México había adoptado en los años de 1930 a 1950 una política nacionalista en todos los aspectos, debido a las traumáticas experiencias con las potencias imperialistas y el capital extranjero. Su actitud defensiva me parece haber sido acorde con los intereses del país. Por otro lado, en México siempre han existido diversas actitudes, la hospitalidad, el humanismo y la solidaridad para el refugiado y en concreto el judío y a veces la xenofobia. Pero hay muchos países de Europa en los cuales el antisemitismo es práctica milenaria y mayoritaria hasta hoy. En todo caso, si no llegaron más judíos a México, no se debió a la política de los gobiernos mexicanos, sino a todas las dificultades para salir de Europa.

Fuente:revistadelauniversidad.unam.mx