IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Dos veces en la Historia el pueblo judío tuvo que dedicarse a restaurar, en mayor o menor grado, su colección de escritos sagrados (lo que hoy llamamos “Biblia”). En ambas ocasiones, esa situación fue consecuencia de los destrozos sufridos por una invasión extranjera.

La primera fue después del exilio en Babilonia, y el trabajo de restauración tuvo que ser total. La segunda fue después de la Guerra Macabea, y aunque los destrozos fueron similares, en esta ocasión se contó con una ventaja que antes no se había tenido: había dos grandes comunidades judías fuera de Eretz Israel, muy amplias en número y muy fuertes económicamente hablando. Una era la de Babilonia, de carácter muy tradicionalista y que siempre estuvo muy vinculada al grupo de los fariseos. La otra era la de Alejandría, de carácter muy liberal y moderno, y que siempre estuvo vinculada al Judaísmo Helenista.

En Babilonia se conservaban copias de los textos sagrados; en Alejandría, más que copias se conservaban traducciones al griego (el idioma de habla común para la comunidad judía local).

Cuando las copias de unos y otros entraron en contacto en Judea, se detonó una controversia debido a que se detectaron diferencias interesantes entre unas versiones y otras.

Gracias a los modernos avances en las investigaciones de la Crítica Textual Bíblica, hemos podido reconstruir mucho de este proceso, de esta controversia, y de otros temas colaterales que siempre habían sido una especie de incógnita para los especialistas.

Para explicarlo, vamos a partir de lo que podríamos considerar “la punta del iceberg” en el caso de la controversia que hubo entre las escrituras preservadas por los fariseos y la comunidad babilónica, contra las preservadas por los helenistas y la comunidad alejandrina.

Según un relato legendario (y recalco: legendario), el faraón Ptolomeo II Filadelfo (que reinó entre los años 285-246 AEC) quiso disponer de una copia de la Torá traducida al griego, y para ello convocó a 72 sabios judíos, doce de cada tribu de Israel. Los trajo a Egipto, y cada uno trabajó en su propia traducción. Al final, “milagrosamente” todas resultaron idénticas, y por ello al texto se le llamó “Septuaginta”, o “versión de los 70”.

Lo que sí se puede asegurar históricamente hablando es que la Torá debió ser traducida al griego un poco después del año 300 AEC, y que el conjunto total de libros del Tanaj o Antiguo Testamento quedó traducido hacia el año 100 AEC. Es decir, fue un proceso gradual surgido de las necesidades de la propia comunidad judía de Alejandría.

No pasó mucho tiempo para que la controversia iniciara, debido a que la Septuaginta resultó sensiblemente diferente al texto hebreo en algunas secciones. ¿A qué texto hebreo nos referimos? Naturalmente, al preservado por los fariseos con el apoyo de la comunidad babilónica.

No era una situación sencilla. No se podía resolver de un modo tan fácil como decir “oh, este es el texto hebreo y por lo tanto el texto griego está mal”, y los propios fariseos lo sabían. En realidad, había un detalle que hacía muy complicado el debate: el texto hebreo “original” databa de casi cinco siglos atrás, de la época de Ezra y el regreso del exilio en Babilonia. Y, como todos los idiomas, el hebreo había evolucionado y cambiado. Por lo tanto, las mismas palabras ya no se entendían de un solo modo.

Por eso, podemos detectar entre los siglos I y II EC un intenso esfuerzo de la tradición farisea-rabínica por poner orden en algo que, a todas luces, podía salirse de control.

A su favor, los fariseos podían apelar que, con todo y las variaciones lógicas del idioma hebreo a lo largo de los siglos, conservaban el texto bíblico en su idioma original. Por su parte y a su favor, los judíos de Alejandría que usaban la Septuaginta podían apelar a que el modo correcto de entender el texto bíblico había sido preservado en la traducción al griego, hecha cuando “todavía” se tenía una comprensión correcta del hebreo antiguo.

Por supuesto, este argumento nunca convenció a los fariseos, aunque su rechazo tampoco despeinó a los helenistas. Hasta cierto punto, cada comunidad llevaba una vida autónoma de la otra, y lo peor que podía pasar era que unos pensaran lo peor de los otros.

Pero las cosas se les complicaron mucho a los fariseos a causa de la guerra contra Roma en los años 66-73. Guerra en la que, por cierto, los helenistas estuvieron a favor de Roma y no se vieron directamente afectados. Nuevamente, mucho del patrimonio escritural en Jerusalén se vio afectado o dañado (aunque se contaba con las copias conservadas en Babilonia), y hacia finales del siglo I los sabios herederos del fariseísmo tuvieron que empezar a hacer cosas bastante interesantes.

La primera fue, literalmente, corregir la Septuaginta. El primero en intentarlo fue Teodoción, alrededor del año 100. Unos 30 años después, Aquila de Sínope hizo otra versión. Y hacia el año 70, otro autor llamado Símaco hizo una tercera. El objetivo de todas ellas fue “corregir” el texto de la Septuaginta para ajustarlo al del texto hebreo.

En ese mismo lapso, hacia el año 130, se elaboró también una traducción de la Torá al arameo, y su autor fue un noble romano converso al Judaísmo llamado Onkelos. Hay una gran posiibilidfad de que Onkelos y Aquila de Sínope sean la misma persona. En ese caso, él mismo habría hecho la traducción al griego y al arameo. Todo parece indicar que Onkelos fue uno de los eruditos más conscientes del problema triple que aquejaba al Judaísmo fariseo-rabínico: por una parte, el idioma hebreo antiguo ya no era del todo comprendido por las nuevas generaciones; por otra, los estragos de la guerra contra los romanos hacían que las condiciones de vida y de estudio fueran más frágiles y precarias; y por otra más, la versión griega conservada por los helenistas de Alejandría era un fuerte rival ideológico que podía minar la autoridad de las copias del texto bíblico en hebreo.

Por ello, se avocó a la tarea de elaborar una corrección de la Septuaginta, pero también de traducir al arameo –lengua de uso común entre los judíos de la época y de la zona– el texto de la Torá.

Pese a que entre los años 132 y 135 una nueva guerra asoló Judea, el sistema de organización del Judaísmo Rabínico ya estaba bastante bien definido, y resultó de lo más funcional, versátil y flexible a los cambios de circunstancias. Gracias a ello, en el transcurso del siglo II la situación religiosa y académica se estabilizó, y podemos decir que el naciente Judaísmo Rabínico dispuso desde entonces de un texto bíblico fijo y consistente.

Para esas épocas, la tragedia también había alcanzado a los judíos de Alejandría. En el año 115, el emperador Trajano estaba inmerso en una campaña militar contra el Imperio Parto, cuando se dieron connatos de rebelión en la zona de Egipto y Judea. Trajano tuvo que enviar tropas a sofocar la violencia, pero esto sólo se logró hasta el año 117. A partir de ese momento, la suerte de la comunidad judía de Alejandría comenzó a declinar, y con el auge del Cristianismo a partir del siglo II y sobre todo durante el siglo III, la situación se volvió más difícil aún. Víctimas de la intolerancia primero religiosa y luego abiertamente política, los judíos de Alejandría abandonaron paulatinamente su hogar y, hacia el siglo IV, prácticamente no quedaba nada de lo que antes hubiese sido una de las dos comunidades judías más grandes, ricas y esplendorosas de la Diáspora.

Los núcleos sobrevivientes del Judaísmo Helenista alejandrino se integraron al incipiente Judaísmo Rabínico, y aunque su aportación fue minoritaria en comparación a la del Fariseísmo de Judea, de todos modos fue relevante.

¿Qué sucedió con su Biblia en griego? En términos simples, nada. Se puede decir que el conflicto que hubo durante los siglos I AEC y I EC entre los partidarios de la Biblia en hebreo contra los de la Biblia en griego, se resolvió con mucha facilidad porque, en realidad, las diferencias entre uno y otro texto no eran de fondo.

Demostrarlo es fácil: tómese una moderna traducción de la Septuaginta y una de la Torá rabínica tradicional. Léase con detenimiento cada capítulo de cada una. La sensación final va a ser exactamente la misma en los dos casos. Hablan de lo mismo. Enfocan los temas relevantes (la unicidad de D-os, la revelación dada a Israel, la ética de la Torá, etc.) exactamente igual.

La controversia entre ambos grupos fue, en realidad, una cuestión más de carácter redaccional que teológico. Cierto que había diferencias teológicas importantes, pero no más de las que había entre los propios grupos que sólo usaban el texto hebreo (como Saduceos y Fariseos).

Los descendientes de los judíos alejandrinos que se integraron al Judaísmo Rabínico dejaron en el desuso absoluto la Septuaginta, y esta pasó a ser patrimonio religioso del Cristianismo. Si en los siglos posteriores hubo una abierta animadversión judía contra la Septuaginta, fue debido a esto. En los ambientes académicos de la iglesia medieval se desarrolló un penoso mito, tan falso como malintencionado: la versión de que el texto hebreo de la Biblia, preservado por los judíos, había sido alterado y mutilado a propósito por los rabinos para “eliminar todo lo que profetizaba a Jesús como mesías de Israel”.

Estas fricciones sesgadas no ayudaron en nada al diálogo interreligioso durante siglos, y por ello se llegó a la modernidad con una especie de conflicto en donde la Biblia hebrea del Judaísmo Rabínico (conocida como Texto Masorético) se veía en abierto antagonismo con el texto de la Septuaginta. Las posturas de ambos bandos eran dogmáticas: o bien el Texto Masorético era el “original” y la Septuaginta una superchería, o bien la Septuaginta era la preservación del texto original y el Texto Masorético era una corrupción absoluta.

Las modernas investigaciones han confirmado lo que, en realidad, no tenía por qué ser difícil de entender: son dos versiones de un mismo texto, y en esencia enseñan lo mismo. Más adelante entraremos en detalles sobre qué tan “antiguos” u “originales” puede ser una u otra versión.

Por el momento baste con agregar esto: acaso el tema en el que más diferencias hay entre el texto griego y el texto hebreo es en lo que llamamos “el canon”. Es decir, en la lista de libros oficialmente aceptados como “divinamente inspirados” en una y otra versión.

La Septuaginta contiene varios libros que la Biblia Hebrea no acepta: III Esdras, Tobías, Judith, Sabiduría, Eclesiástico, Baruj, Epístola de Jeremías (en algunos manuscritos aparece como el capítulo 6 de Baruj), I Macabeos, II Macabeos, III Macabeos, IV Macabeos, Libro de las Odas, los Salmos de Salomón, así como notables adiciones en Samuel, Reyes, Ester, Job, Salmos de David, Proverbios, Isaías, Jeremías, Lamentaciones y, sobre todo, Daniel. En algunos manuscritos se incluyen también el Libro de Enok, el Libro de los Jubileos, el Apocalipsis de Baruj y las Crónicas de Baruj.

El detalle complejo es que todas las copias que se conservan de la Septuaginta son cristianas. No ha sobrevivido ninguna que date de la etapa judía. Por lo tanto, no se puede asegurar de manera definitiva si estos libros eran incluidos por los judíos, o fueron incluidos después por los cristianos. Por lo menos, lo más seguro es que III Esdras, Enok y Jubileos sí sean una absoluta adición cristiana.

De cualquier modo, la propia tradición cristiana eliminó varios de estos libros, y hasta la fecha sólo recupera los de Tobías, Judith, Sabiduría, Eclesiástico, I y II Macabeos, y Baruj, así como las adiciones a los libros de Ester y Daniel.

Para el Judaísmo Rabínico no fue difícil establecer el criterio preciso para rechazar estos textos: no había modo de demostrar que se hubiesen escrito en hebreo. Por lo tanto, no fueron aceptados como parte de la Escritura Sagrada Hebrea.

De cualquier modo, son libros o fragmentos añadidos que no cambian en nada nuestra percepción de lo que es la Biblia, ya sea que la enfoquemos desde el texto hebreo o desde el texto griego. Si bien para el Judaísmo no tienen el valor de “escritura sagrada”, los especialistas los han estudiado a fondo porque son parte del proceso de evolución religiosa, ideológica y social del pueblo judío. En ese sentido, son importantísimos como patrimonio cultural y literario.

En resumen, podemos decir que la confrontación entre la Biblia Farisea y la Biblia Helenista fue el capítulo más amable en la Guerra de las Biblias. En su momento, los judíos partidarios del texto griego se asimilaron sin problema al Judaísmo Rabínico (el del texto hebreo), y si se mantuvieron las fricciones con los cristianos defensores del texto griego, fue por razones completamente ajenas al contenido de cada versión de la Biblia.

Hoy por hoy, podemos decir que las diferencias redaccionales (incluso las más grandes) que hay entre ambas versiones de la Biblia, nos han resultado muy útiles para reconstruir el proceso mediante el cual se consolidó el texto bíblico. Lo que se enseña en cada versión es, simple y llanamente, lo mismo. Por supuesto, el Judaísmo siempre conservará como base el texto hebreo, por la simple lógica de que el hebreo es el idioma sagrado del pueblo hebreo. En ese aspecto, el texto griego de la Septuaginta quedará limitado a una referencia académica que, de cualquier modo, puede aportar y esclarecer mucho en muchos y muy variados temas.

En la próxima nota vamos a contar cómo fue el capítulo más difícil y extremo de esta guerra de Biblias, cuando abordemos el caso del Judaísmo Apocalíptico y las “escrituras sagradas” que se han recuperado en Qumrán.