SARA SEFCHOVICH EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Enlace Judío México- A los doce años alguien me contó una historia así: el alacrán necesitaba cruzar el río pero temía ahogarse. Le pidió a la rana que lo llevara pero ella no quiso, porque si me picas me muero le dijo. ¿Cómo crees que haría eso si te estoy pidiendo el favor? insistió aquel. De acuerdo, dijo la rana y lo dejó subir a su lomo para llevarlo al otro lado nadando sobre las aguas. Pero cuando estaban por llegar a su destino, el alacrán la picó. Antes de morir envenenada, la rana le preguntó ¿por qué hiciste eso si me habías prometido que no lo harías? Y la respuesta fue: porque está en mi naturaleza, porque ese soy yo y eso es lo que a mí me corresponde hacer en este mundo.

El relato me impresionó profundamente. Resultaba que todos teníamos una misión que cumplir en la tierra, buena o mala pero imposible de evitar. Quien me lo contó me aseguró que la fábula era de Maimónides. No se si es cierto pero el nombre se me metió por los oídos y se quedó resonando fuerte en mi cabeza.

En la preparatoria el Rambam dejó de ser unas siglas aprendidas de memoria para pasar un exámen y se convirtió, gracias a mis maestros del Colegio Israelita, en el gran personaje que se erguía como guía para los judíos. Por eso, cuando mucho después traté de leer ese texto imposible que es el Ulises de James Joyce, me enojé al encontrar una frase críptica según la cual “Cristbaum engendró a Ben Maimón y Ben Maimón engendró a Bibi-la Purée”. ¡Qué poco entendía el escritor de las tribulaciones del alma judía!

Cuando cumplí treinta años mi padre me regaló El médico de Córdoba de Herbert Le Porrier. Al leerlo, una luz se encendió para mí. De repente tomaba cuerpo la fascinación con Maimónides y con lo que significaba vivir dedicándose a leer, a pensar, a escribir.

Me enamoré del Rambam en ese relato en primera persona en el que el propio personaje supuestamente cuenta su vida. La vida, ese “círculo de la condenación eterna” en el que de todos modos él siempre conservó la esperanza, ayudado con el mantra de “el año que entra en Jerusalém” y sostenido con la idea de que “había sido educado para no tener en absoluto una existencia particular”, ya que el destino de un judío no se cumple en soledad sino en la existencia colectiva del pueblo.

Viví con el Rambam desde que nació en la hermosa ciudad de Córdoba hasta que tuvo que abandonar España y pasar del Andalús al Mahgreb, para instalarse en la ciudad santa y culta de Fez. Y viví con él su salida al Oriente, su navegar por el Mediterráneo hasta llegar por fin a la tierra de Israel y abandonarla luego de recorrerla, plagada como estaba de peligros, para establecerse por fin en Fustat sobre el Nilo donde el gran Saladino, el conquistador mítico que partía en dos las finas telas de seda con solo tocarlas con su filosa espada, le confiaría su salud.

Me enamoré del médico, del filósofo, del escritor, del ser humano cuyo talento le abrió puertas, cuya inteligencia le salvó la vida, cuya fe le hizo soportar la existencia y cuya disciplina le permitió escribir para nosotros la Mishné Torah y los comentarios a la Misná y la Guía de los Perplejos que yo, en mi infinita estupidez, nunca he podido leer aunque lo haya intentado repetidas veces.

Rambam es el que dice:  “Construí mi nicho a la escala del mundo habitado”, ese mundo en el que leyó los libros más importantes hasta entonces publicados y en el que se la pasó queriendo saber más porque “to study is a way of experiencing God”. Por eso el Maimónides de Le Porrier dice que “el judaismo es esa cultura espiritual donde el mismo verbo designa conocer y aprender. No son ambigüedades fortuitas o vacilaciones del lenguaje: son acciones que se confunden”.  Pero, dice también el Maimónides de Le Porrier, que “el camino hacia el saber no es acumular ciencia como algunos acumulan riquezas, es reconocer la propia realidad de uno en el mundo y juzgarla, es renovar en sí mismo el misterio de la creación”.

Y es que la del Rambam fue sin duda la empresa más enorme y por eso más disparatada que puede acometer un humano: la de “meter a Dios en la razón y a la razón en Dios”. Al intentar hacerlo se ganó el enojo y hasta el odio de muchos, hasta el Jerem le hicieron algunos, aunque hoy todos dicen que lo admiran y hasta le celebraron su cumpleaños número ochocientos en la Knesset con discursos.

Y si con Le Porrier conocí la vida de Maimónides desde que nació hasta que ya viejo se sentó sobre un montículo en las afueras de lo que hoy es la ciudad del Cairo y mirando el cielo reflexionó sobre su vida, con mi maestra Raquel Hodara entendí que el judaismo es pensamiento y fe, que ambos van juntos, y que quienes así lo entendieron son los que nos han marcado, desde el Rambam hasta Yeshayahu Leibowitz. Son aquellos que saben que el mundo tiene un significado trascendente y que no le piden ni le agradecen al Creador como en feria sino que creen, rezan y cumplen las mitzvot que para eso están. Son los que viven la fe más pura y profunda y los que hacen de la filosofía, entendida como búsqueda, el sentido de su existencia.

¿Pueden los libros cambiar la vida? No lo se, lo que sí se es que forman parte de ella como el agua y el aire, son seres queridos tan importantes como el compañero, como los hijos y los padres y los abuelos y los hermanos y los amigos y los enemigos, todos los que nos acompañan. Porque también ellos están allí, incondicionales a la hora de nuestra soledad, estimulando nuestros sueños y llenando las horas de vigilia de dudas y de ilusiones.

 

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