SABINA BERMAN

Bendice las velas de Shabat: sus manos cortas, delgadas, sobrevuelan las flamas en círculos lentísimos, las seis flamas, las ocho flamas, la corona de luces del candelabro de plata de ocho brazos dispuestos en círculo. El velo de encaje blanco sobre la cabeza, sobre los ojos, los labios murmurando la oración que agradece y da la bienvenida al Shabat: la reina del día del descanso. La mesa está puesta para quince personas, platos blancos con un borde azul cobalto, cubiertos de plata, copas, vasos, jarras, el vaso de plata en la cabecera, para el abuelo. En la cocina la comida está lista al atardecer.

Ha trabajado desde la mañana del día anterior preparando el arenque marinado, la carpa, el pescado rebosado, el pescado relleno, el caldo, los fideos para el caldo, el pollo al horno el lomo, las zanahorias con pasitas, la col rellena, la compota de fruta, el shtrudel, el pastel de manzana, el pan trenzado.

Por fin, cuando en el ventanal de la sala el cielo estaba rojizo, se ha quitado en el baño la ropa olorosa a guisos y salmuera y se ha bañado en la tina. Se ha perfumado y peinado y vestido con minucia. Ante el espejo del dormitorio se ha pintado los labios de carmín subido. Se ha colocado el collar de perlas grises y se ha quedado mirando sus ojos negros en el espejo, los aretes de perla gris, su vestido azul marino de seda cruda.

Preparar la comida y preparar su aspecto: lo ha hecho con igual religiosidad. Ha ido acumulando los detalles del ritual que cerca ese día, lo aparta de los otros, consagra sus horas, las disuelve en otro tiempo libre de urgencias mundanas, un tiempo imantado de lo eterno.

Entre los hacedores del ritual, le ha servido al abuelo un té, o dos, le ha servido la cena y más tarde el desayuno; asistió cuando escuchó sus gritos de náufrago para arrebatarle el periódico cuyas noticias atroces se hundía y le ha servido otro té, ahora de hierbabuena, con otros cuatro terrones de azúcar, mientras él abría la Guía de Maimónides, su tabla de salvación. En algún momento me ha recibido a mí, su nieta menor: la puerta del elevador se ha abierto, ha tomado de mis manos la maletita con mi ropa de fiesta, se ha inclinado para que la bese rodeándole el cuello con los brazos, me ha sentado en el estudio, ante el escritorio, para que trabaje en mis cuadernos.

Ha sacado los dos panes trenzados del horno. Le ha entregado al abuelo el estuche de terciopelo rojo tinto que guarda el libro de rezos y lo ha despedido en la puerta. Ha ido de cuarto en cuarto encendiendo las luces del techo y las lámparas, porque iniciado el Shabat están proscritos los trabajos, incluso ese nimio de prender la luz. En el estudio descolgó el teléfono: si ni siquiera a las bestias le es permitido trabajar en el Shabat, me explicó alguna vez, menos a los teléfonos. Se ha bañado y vestido y acicalado. Entonces me ha llamado para revisar mi atuendo: el pelo a la príncipe valiente, el traje de falda y saco color crema con rebordes azules en el cuello y las mangas, las calcetas blancas bien dobladas al tobillo, visibles bajo mis primorosas botitas de plástico transparente. Se ha quedado absorta en las botitas, nunca había visto algo así, ha dicho. Son casi increíbles, ha dicho, azorada. Tienen en las punteras un biombo rosa fosforescente. Es lo moderno, le he dicho yo. Cuando en el ventanal, en el cielo aún diurno apareció el punto de luz de la primera estrella, hemos ido a la sala, se ha colocado sobre la cabeza y los ojos el velo de encajes, ha encendido las flamas del candelabro y las ha bendecido.

Se quita el velo, sonriente. Me toma de ambas manos, meneando la cabeza. Menea la cabeza al lento ritmo de una música secreta, el mismo ritmo lo marca con los pies. La imito. Nos movemos así muy despacio por la estancia. Bailar a solas dos, o una, bailar sin música y sin motivo, es como ofrendar flores a la alegría. Se inclina hacia mí para decirme, muy quedo: Siente el Shabat… Coloca las yemas de dos dedos sobre mi corazón. Sí, ahí se siente, esa suavidad, entrando… ¿Es iz lijtik?, me pregunta en un soplo de voz, ¿es luminoso? Pasa sus dedos sobre mis ojos, para entrecerrarlos. De pronto noto en la abuela un gesto de impaciencia, de urgencia, es como si quisiera verme por dentro, saber si me alcanza a tocar su voz, si comparto con ella esa luz. Sí murmuro, la veo.

Seguimos moviéndonos despacio. Oib es iz lijtik, ez iz shein, dice. Si es luminoso, es bello. Oib es iz shein, susurra, si es bello, es iz heilik, es sagrado. Me pregunta en un soplo de voz si entiendo. También a mí me es difícil hablar, no rendirme completamente a ese encanto que sucede en silencio: le digo que sí, como en secreto, sí entiendo. Aún nos movemos, despacio. Ella dice que no, que todavía no lo entiendo, que me acuerde: es bello, es sagrado. Habla poco y cuando habla le faltan palabras para hacer largar explicaciones, entonces habla en aforismos. Vuelve a decir que no con la cabeza, sin dejar de bailar. No, ahora no, no es posible que lo entienda ahora, pero debo aprenderlo de memoria. Bello: sagrado.

Fragmento del libro “La Bobe” de Sabina Berman.

Editorial Planeta, 1990. México, D.F.