SALOMÓN LEWY EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

¿Sabes cuál era la calle de Ramón Guzmán? Sí, esa que hoy se llama Insurgentes Centro, la que pasa frente al monumento a la Madre, que va desde la glorieta de Cuauhtémoc en avenida Reforma hasta Puente de Alvarado, cerca de Buenavista.

Bueno, pues ahí estaba la “terminal” de Transportes del Norte.  Ahí tomé un autobús de esa línea una tarde de noviembre, con dirección a Nuevo Laredo, Tamaulipas.

Era un muchachito recién salido de la Preparatoria cuyo capital consistía en unos cuantos pesos ahorrados durante mucho tiempo. El local olía a diesel. El autobús era “de lujo”.  Mi asiento estaba junto a una enorme ventanilla que tenía una cortinita que corría por un hilo metálico.

¿Que cómo iba vestido? Un pantalón de “drill”, camisa de franela y chamarrita de tela sintética. ¡Ah! Unos botines de Atenco, adelantito de Toluca.

Salimos a las 8 de la noche. Las mariposas de mi estómago no me dejaban pensar.

La emoción me hizo su presa. Déjenme recordar: Indios Verdes, la carretera México-Pachuca, Zimapán, Jacala, miles de curvas a Tamazunchale, Cd. Valles, Cd. Mante (¿quién diría que años después trabajaría ahí?), Cd. Victoria, Monterrey, hasta llegar luego de 20 horas, a Nuevo Laredo.

El heterogéneo grupo de pasajeros había variado en el camino. Creo que el único que llegó a la frontera desde el origen fui yo.

Crucé “el puente” a pie. El policía de sombrero tejano y estrella en el pecho sólo  ojeó mi pasaporte –nuevecito -, me miró de arriba abajo, y con un ademán me indicó que pasara la línea divisoria. No lo podía creer.

A pocos metros, en un terreno polvoriento, estaba la estación de los “Greyhound”. Allí abordé el autobús. Precioso, enorme, mejor que el T de N , supuestamente. Chofer uniformado, “azafato” igual.

¡Carambas, estaba en los Estados Unidos, así de fácil!

El camino, toda la ruta, era “commercial”. No existían las autopistas o “freeways” como hoy. ¿Estados? Texas, Oklahoma (con nombres raros como Muskegee), Missouri, Ohio, Pennsylvania, New Jersey y, por fin, Nueva York.

Un túnel. Mis nervios no daban para más. De la oscuridad pasamos a la radiante tarde. Los enormes edificios estaban bañados por los rayos del sol del atardecer. Creí que eran chapeados de oro.

Cuatro noches y tres días en el mismo autobús. Parando, bajando, volviendo a abordar. Todo por una ilusión.  En ese momento, todo valió la pena.

Mi única compañera al bajar del autobús era mi zarandeada maleta. En la terminal, en medio del infernal ajetreo de la estación a la que llegaba gente de todos los lugares, compré un mapita de la ciudad de mis anhelos. Con él conseguí llegar al final de mi viaje.

Mis parientes, hermanos de mi padre que había fallecido recientemente, trabajaban en un hotel cercano a la “Central Station”. Uno (Willy) era el cantinero; el otro (Henry), mesero. Tío Willy casi saltó desde la barra cuando abrí la puerta del restaurante.

Parece que me estaba esperando. Llamó a Henry, y entre ambos me hicieron sentir bienvenido.   Mi dominio del idioma inglés era limitado; sólo lo que habría aprendido en la escuela.

Lo poco de alemán de mi casa también ayudó. Lo que no me imaginé fue que en esos tiempos, el yiddish me sacaría de muchos apuros.

Al finalizar su jornada de trabajo, Willy me llevó a su casa ¡en el “subway”! Yo nunca había viajado bajo tierra. Su hogar con tía Alice era un departamentito en Long Island  – no la ciudad – donde se me asignó un lugar ¡para mí solo!

Esa noche, después de la cena, Willy me mostró las fotos del campo de concentración en el que había participado en liberar como soldado del ejército de EUA en Polonia.

Mis padres en México se habían negado siempre a hablar. Sólo mi madre, ocasionalmente, mencionó que le habían matado a su mamá. Algo escuché, como niño. Nombres, lugares, pero nada más.

Esa primera noche no pude dormir, a pesar del ajetreo del larguísimo viaje. El impacto de la ciudad y el relato de mi tío, aún sin detallar, formaban una vorágine de ideas e imágenes en mi joven mente.

Lejos de mi casa, en un lugar ajeno, en la oscuridad de la noche, fui desmenuzando mis ideas, lo que sabía de Historia judía, recordando el ambiente de la sinagoga en la que hice mi Bar-Mitzváh y la otra, donde los “yeques” celebrábamos los rezos de Rosh Hashaná y Yom Kippur.

Como fantasmas vinieron a mi mente las páginas de una obra: El Libro Blanco del Terror Nazi en Europa, que era parte de la exigua biblioteca de mis padres.

Paulatinamente fui creando un cúmulo de ideas, tratando de encuadrarlas en mi marco mental de muchacho. Iban y venían, como los fantasmas del Violinista en el Tejado, las pesadillas de Tevye.

En ese libro había varias fotografías de cuerpos macilentos, de pómulos hundidos, miradas sin vida, girones  rayados, detrás de alambradas de púas.

Pensé en mi escuela, llena de muchachos sanos, sonrientes, vivos., y maestros elegantes, firmes y bondadosos.

De pronto, me invadió el pánico. Todo lo que pasó por mi mente se volvió en mi contra, como para atropellarme. Recuerdo haberme cubierto la cara con mis manos y levantarme de la cama sudando.

Me asomé a la ventana. Frente a ella pasaba la vía del elevado que se haría subterráneo cuadras adelante.

Respirando profundamente, recuperé un poco de calma  y, paulatinamente fui estructurando lo que hasta hoy en día he venido sintiendo.

No hay en mí ninguna duda: mi gente, mi Pueblo, mis tradiciones, es lo que me forma, lo que soy. El sufrimiento y el triunfo son los pilares del judío en esta Tierra. La memoria y el respeto a nuestras generaciones pasadas son la respuesta al deseo de vivir.

Esa noche, ese momento de mi vida, marcó mi mente para siempre.