SALOMÓN LEWY

Hagamos un ejercicio e imaginemos que vivimos en una colonia cualquiera, la que sea, de cualquier sello socio-económico. En ella cohabitan, por así decirlo, diversas familias, unas acomodadas, otras de la mal llamada clase media – que hasta la fecha los economistas y sus teorías utilizan como instrumento de acomodo a las variables que ellos mismos suponen poder explicar -; y algunas más aquellas que tienen que administrar sus dineritos contándolos y calculando para qué les puede alcanzar hasta la próxima vez que reciban sus magros ingresos.

Entre todas ellas existen también factores de autoridad: en unas, el padre es la figura de mando, quien se encarga de la administración de recursos; en otras, la madre es la que esconde lo que recibe de él y lo va utilizando según sus sentimientos y sus necesidades. En el resto, cada quien “se rasca con sus propias uñas”, sin recurrir a la autoridad ni esperar nada de ella.

Continuemos imaginando que en nuestra casa, la que nos ha pertenecido por muchos años, tal vez más que en el caso de los vecinos , tratamos de que padre y madre sean la buena simiente de solidez familiar, ya sea por educación o por costumbres heredadas. Sabemos quiénes son los vecinos, los conocemos “de vista”, pero nuestra inveterada costumbre, producto de la experiencia, nos hace desconfiar y tratamos de vivir un tanto apartados de ellos, aunque el negocio de nuestros padres deba de relacionarse con todos por cuestión de utilidad económica.

Aunado a todo lo anterior, tenemos diferencias religiosas e incluso, educativas.
que no nacieron espontáneamente. Vinieron de antiguo.

A nuestro paso por las calles, instintivamente sentimos la animadversión, y no sólo la de los vecinos, sino también la de sus amigos al reunirse con ellos, en sus casas o clubes.

Eventualmente, sus sentimientos se materializan. Ya no son sólo las miradas y las murmuraciones. Ahora, una piedra alcanza a uno de nosotros. A poco, la barda de nuestra casa amanece grafiteada con insultos. Luego, el autobús escolar de los niños es alcanzado por un vehículo y varios de ellos resultan muertos y otros, lesionados.

Nuestros padres elevan su queja con todo dolor y energía ante la máxima autoridad. Ésta responde que la mayoría de los vecinos – y no solamente de los de la colonia – tienen derechos, pero emiten un comunicado inane llamado a la cordura y la negociación. Para complicar más la atmósfera, algunos de los hijos de la familia, no sé si por conveniencia, comodidad o cobardía, forman una especie de frente pacifista alegando que debemos de cambiar las ideas y la actitud de nuestros padres, pues es “políticamente correcto” adaptarse al sentir y pensar de gente de intelecto elevado.

Ahora llevemos este ejercicio de imaginación a la escena actual, al nivel de la realidad actual.

Nadie quiere al Estado de Israel en el territorio donde se encuentra y que ha sido del Pueblo por miles de años, por pequeño que este sea. La animadversión de los vecinos es producto de muchos años de aleccionamiento, de falacias repetidas al extremo, de manipulación conveniente de opinión, del mantener en la ignorancia a grandes masas de oprimidos utilizando – valga la expresión – la cabeza de turco y el chivo expiatorio para su manejo colectivo. ¡Qué mejor que la explotación religiosa para conseguir objetivos políticos!

El ataque a la embajada de Israel en El Cairo es un claro ejemplo de manipulación. Bajo el pretexto de una supuesta “primavera árabe”- término inventado por la inefable prensa “liberal” occidental – la turba de jóvenes fanáticos, inducida por sus hábiles manejadores fundamentalistas, atacó la representación diplomática de Israel en Egipto, sembrando el natural pánico en el personal, mismo que se vio obligado a salir huyendo de ese país. Tuvieron suerte. ¿Qué hubiera sucedido si los servicios de inteligencia israelíes les fallaran y no previeran lo que venía? No quiero ni pensarlo.

¿Cuántos ataques políticos, ideológicos, religiosos, territoriales, aéreos, bélicos, etc., ha sufrido el Estado de Israel desde su establecimiento como tal? Ya perdimos la cuenta. Unos muy trágicos y dañinos, otros se evitaron, afortunadamente. Desde intentos de invasión de ejércitos hasta ametrallamientos en aeropuertos (¿ya se olvidó?) , secuestro y asesinato de atletas en Olimpiadas, matanzas de niños en escuelas (Ma’alot) y familias con bebés (Yehuda y Shomron), hasta lanzamiento de mortíferos proyectiles a ciudades inermes (Sderot, por ejemplo), todo ello bajo la complaciente mirada del mundo, especialmente Europa y su avanzada civilización y cultura; la Organización de las Naciones Unidas, cuyas resoluciones han sido , en su mayoría, condenatorias a Israel, al igual que la inefable labor de los organismos dependiente de aquélla.

¡Convenzámonos, de una vez por todas!

El Estado de Israel no puede confiar en nadie para sacarlo las agresiones que sufre. Sí, ya sabe que tiene pocos amigos, particularmente los Estados Unidos de América – aunque J.F. Dulles haya dicho que sólo intereses – y unos cuantos más, pero muy valiosos. Sin embargo, y a pesar de todo, el Estado de Israel seguirá insistiendo, como lo hace su Primer Ministro urgiendo al nuevo gobierno egipcio de reanudar las labores diplomáticas con su representación en El Cairo, y esforzándose por dejar a un lado de terquedad del Primer Ministro turco , Erdogan, quien desea ganarse las simpatías del mundo musulmán atacando al régimen israelí por el “bloqueo” marítimo a “Gaza – Hamas”.

Quedan muchos temas en el tintero – en este caso, la computadora . Por suerte – o por desgracia – los iremos tocando y tratando de explicar. Lo único, lo valioso que ayuda es la firmeza de Israel para seguir su Destino. La familia no se mudará. Esa es su casa desde hace muchos años, construida con el esfuerzo del arduo trabajo y la ayuda de todos sus miembros. Estarán seguros toda vez que continúen firmes y solidamente unidos.