ANGELINA MUÑIZ HUBERMAN

Le había dicho que se iría al aparecer la primera estrella de la noche. Esa era la seña. Y ella tuvo que aceptarlo, no porque quisiera, sino porque llevaba implícita la promesa de que regresaría. No le quedaba más remedio. Era su amado, que aún no amante, el que se iba y era su viejo esposo el que se quedaba. Era el joven mercader trashumante: el que iba y venía: el que le traía sedas e hilos para bordar: delgadas agujas y dedales de plata: el del hermoso caballo blanco, de testuz inquieta y crin siempre bien cepillada: el de la carreta con campanillas y cascabeles. Y era su marido el que se quedaba, el de paso lento, el de mirada triste, el de la palabra sabia y el juicio sosegado, el de las ricas pertenencias.

Pero ahora prefería olvidar. Faltaban unas pocas horas hasta la despedida y quería que equivalieran a días o a meses o a años. No tanto por la cercanía con él, sino por la certeza de que aún él permanecía en el pueblo. Y era casi como si estuvieran juntos. Como si pudieran tocarse. Después la distancia sería insalvable. Y cada día que pasara sería más y más insalvable. Las pocas horas que quedaran deberían convertirse en espacios de tiempo tan largos que equivalieran a toda una vida. Porque el regreso y la muerte serían una y la misma cosa.
La muerte no era sólo la separación sino el momento exacto del regreso, cuando las hojas caídas y las lluvias acumuladas fueran la imposibilidad de un indescriptible tiempo pasado. Porque no podrían escribirse cartas y todo se guardaría en la memoria para siempre. Sobre todo si la muerte se apersonaba en uno de ellos. O en los dos. ¿Qué ocurriría entonces con la memoria, si sus historias era dos secretos inviolables?
Mientras tanto, el tiempo se volvía el recuerdo de su conocimiento: mas no un recuerdo pasado, sino absolutamente presente. Habían alcanzado la reversión de la medida. Suspendían un reloj de sol que no progresaba.
Empero el suyo era un asunto de la noche y su reloj era lunar. ¿Cuándo verse, sino cuando nadie veía? ¿Cuándo abrir la puerta sino en el silencio? ¿Cómo reconocerse, salvo por el tacto?
El suyo era también un asunto sin palabras. O más bien, de las mínimas. No podían arriesgarse a un eco. Su condena era la condensación, el sobreentendido, la absoluta reducción.
Las carencias los hacía intensos. Habían aprendido a hablar de otra manera. Los ojos. Sobre todo los ojos: su brillo y la dilatación de las pupilas. La piel: la yema de los dedos que recorría suavemente la superficie de los cuerpos.
Habían acumulado tal cantidad de sensaciones que no sabían cómo guardarlas. Que dormían en el presagio de hablar en sueños. Que, aun despiertos, temían que el silencio se les desbordara.
Pero ahora quedarían separados de nuevo en esa su doble vida: de trashumante para uno, de resquicios para ella. De encontradas direcciones: una hacia delante: otra en retroceso. No era fácil encontrar la manera de resolver su perpetuo movimiento y su fatal estatismo.
Pero tampoco se lo planteaban: así había sido determinado su destino y hasta daban gracias de tener un destino. Que no todo el mundo lo tiene.
Eran dueños. Dueños de su íntimo, silencioso, secreto.
Vagaban en discontinuidades y eso los mantenía en su quehacer.
Habían consultado las líneas de sus manos para no temer el escueto final. Y lo sabían. Pero no importaba. Las líneas centrales en la palma de la mano: de la vida, del corazón, de la fortuna: lo anunciaban. Lo anunciaban, sí, más no decían cuándo. Y ésa era su esperanza. Su condición expectante. El sentido de su padecer. Los pliegues y el camino de la piel era el otro modo de conocerse, de absorberse el uno en el otro, de dibujarse en la memoria.
Quebraban y quebrantaban los ateridos fragmentos.
Eran el objeto de su propio deseo: él en ella: ella en él.
Y no cesaban en sus ateridos pronósticos. Casi lo sabían.

Todo momento llega. Porque todo momento llega. ¿Por qué? Porque era ley necesaria para completar su historia. Los pasos deberían cumplirse y ellos bordaban con hilos de colores un dibujo sólo por ellos trazado. ¿Sólo?
Y como todo momento llega, llega el de la separación. Esas horas que ella había querido que fuesen días o meses o años, no eran sino horas, humildes horas que morían sin querer.
Y el tiempo llegó. El tiempo que siempre llega. El inconfundible.
En la noche, un leve tintineo lo anunció. Es él que se va, sabe ella.
Corre a su encuentro y por la entreabierta camisa de blanca lana, besa el rizado vello de su pecho. No hace falta decirlo, pero esta vez lo dice: que lo ama y que le pide que regrese: que entonces será suya. Él asiente. Ella se desprende de su abrazo y regresa hacia la puerta de la casa, no sin dejar de oír lo que él todavía alcanza a susurrar: “Espérame con tus mejores galas”.

Ella entra en el comedor y la cena ya ha terminado. Nueva trampa del tiempo
mientras se despedía de él, en lo que parecía un par de minutos. Los platos están desparramados y hay restos de comida en desorden. Las copas de vino, vacías. Migas y algún trozo de pan mordisqueado. La derramada cera de los candelabros. Sobre la mesa el mantel bordado que el joven trashumante acababa de traer de tierras lejanas. Los sirvientes recogen en silencio la mesa. Los comensales se han ido: sólo permanece sentado el marido. La mira durante un largo rato y lo único que le dice es: “Hay que lavar el mantel”.
Ella oye las palabras: “Hay que lavar el mantel”. Las entiende y se echa a llorar, porque no quiere que laven el mantel. Ese mantel no debe ser quitado ni lavado. Debe permanecer en la mesa para siempre, hasta el regreso. Pero los sirvientes obedecen a su amo y se llevan el mantel, con parsimonia, cada uno cogiendo una esquina como si fuera una preciada carga.
Aunque ella deja de llorar, por dentro sigue llorando. Al mirar sobre la mesa, descubre que había otro mantel bordado debajo y recobra la esperanza: éste se quedará: éste no será lavado. Pero, igual, se escucha la orden de que también sea lavado. No quiere que se lo lleven y pone la mano sobre él, con disimulo, como si así pudiera impedirlo. Los sirvientes dudan, pero la mirada del amo es implacable, mientras que la de ella ruega. Y el segundo mantel es acarreado.
No sabe por qué ha pensado que lavan los manteles como se lavan los cadáveres. Y eso es lo que quería impedir. De inmediato, quiere apartar esa idea. Mas una vez tenida, tenida queda.
Es como si presintiera su muerte. Y no quiere. Porque él le pidió que lo esperase con sus mejores galas. Y, de pronto, otra idea que quiere apartar: un ramalazo de luz que no ilumina, sino oscurece el corazón: la muerte de quién: ¿de él? ¿o suya?

En un instante corre ante ella el tiempo. Las hojas de los árboles lo señalan. Los pájaros emigran. Ya no hay rezagados. Puntas de agua y de nieve. El dolor cae a plomo. El joven mercader va por los caminos. En cada pueblo lo aguardan: es signo de alegría y de que el otoño se alarga. Las mujeres corren a recibirlo y más de una lo ambicionaría en su lecho. Se ignora si la leyenda es verdad o es mentira. ¿Quién puede probar la fuerza de los deseos? La historia de la primera mujer ¿no se repetirá en cada lugar donde él llega? ¿No habrá una cena esperando y un mantel que deba ser lavado?
El mercader es infatigable y su hacienda aumenta. A veces se detiene y acaricia la cabeza de su caballo blanco y el caballo relincha de gusto. Otras veces, en las hospederías donde se alberga, saca su pequeño cuaderno de tapas de cuero y anota o relee. No son las cuentas de lo que escribe, que ésas las lleva en la memoria, sino las palabras que combina y las letras que altera. Ha adquirido un sentido de corazón presente cuando palpa las líneas escritas y descubre el secreto del sonido alterado, del signo interpretado. No sabe qué es eso que hace. Sólo la cálida sensación como si acariciara cuerpo de mujer. Está el signo de la piel y el signo de cada letra. El dibujo viene a ser el mismo. El trazo y el vuelo de haber aprendido a leer y escribir es como la intuición que lo llevó a haber aprendido a amar. La sensualidad de sus dedos se desliza sobre el papel y la piel. Sus pensamientos se entrelazan sin él saber de qué manera: caen las palabras en desorden y al tocar el papel encuentran su orden como si un ángel las acomodara o como su sexo cuando encuentra el que le acoge. Es el mismo perfecto acoplamiento. Y es una sensación de humildad y de grandeza a la vez. De trasvase de materias y de conversión de elementos. Es poder y, al mismo tiempo, desconocer cómo se puede. Es, de eso sí está seguro, la fractura del tiempo. Su inexistencia.
Existe el tiempo de los caminos: del rodar de la carreta: del trote del caballo. Existe el tiempo del deseo: imbatible: desesperado. Existe el tiempo perdido: nunca más hallado. Existe el tiempo detenido: a la espera de volver a empezar.
Existe el tiempo espaciado: lo que tarda en recorrer una distancia.
Existe el día que se convierte en noche y la luna que toma el lugar del sol.
Existe el signo, la manifestación, la presencia. El hilo de sangre que corta la vida.
Existe el ciclo. Las estaciones. Los años. El verdor y las canas.
Existe el instante: el diente que se hinca en la manzana: el cuchillo que sale de su funda.
Pero, ¿existo yo?, se pregunta el joven mercader. Y cuando sea otro, ya no el joven, ¿seré yo? ¿En qué rincón me escondo y en qué tiempo me labro?

Los ángeles que rodean la pluma y el papel han dejado de ser ángeles para tomar presencia. Se han ausentado de su abstracta calidad sagrada y el mercader los puede describir porque están a su lado. En verdad están a su lado y eso es signo de que está listo para escuchar el mensaje. Cualquiera que el mensaje sea. Porque no elaborará el mensaje, sino que lo dejará caer en el papel, como cae el fruto del árbol.
Y entonces empiezan los recuerdos. Que eso es, en realidad, lo que hace: recordar. Recordar todo lo que supo algún día pero que olvidó al nacer. Recordar lo que supieron sus padres y sus abuelos y que él habrá de reconstruir. Toparse con la pared de lo que no dijeron sus antepasados pero que él recobrará. Inaugurar la genealogía desde su cuaderno de tapas de cuero. Hundirse en las más oscuras aguas, como en sueños, para hallar la luz que ilumina y la voz que canta.
Amaba esa soledad del entorno en silencio y de la mente enfrascada en una búsqueda de imposibles encuentros: ¿qué es lo que nunca podrá recordarse?
Cerraba el cuaderno ante la impotencia.

Ella, a la distancia, acariciaba los hilos de colores y las sedas. En su tacto lo encontraba a él. La vista se le perdía en paisajes no contemplados y rutas no transitadas. El dedal de plata aprisionaba su dedo anular y esto la obligaba a recoger la vista. Un tiempo imponente la aguardaba y no sabía cómo distraerlo. Vivía en la paz de la rutina.
Hasta que empezó a salir a caminar. Caminaba hasta internarse en el bosque. Primero, con cautela. Luego, aventurándose más y más. Un día descubrió el claro y ahí se sentó a descansar. Cerró los ojos y escuchó los sonidos. En algarabía, primero. Después fue identificando uno por uno. Cada ave, cada animal, cada insecto hablaba su propia lengua. Era cuestión de entender. De oído fino. De armonía aprendida.
De tanto ir al claro, el claro dejó de ser claro. Se poblaba de los pequeños seres que se iban acostumbrando a ella y ella a ellos. Lo que hacía que el claro siguiera siendo el claro era la sensación de despeje. De luz hiriente y color inolvidable. De hallazgo merecido. De secreto del alma. Quien encuentra el claro del bosque no necesita nada más. Es el lugar de la revelación. Y aunque parece el vacío es, en realidad, el pleno.
El claro todo lo absorbe. No es el lugar de hacer, sino el lugar de nacer. Es el centro del centro. Donde no corre el tiempo, porque no es necesario. Donde el espacio pierde su medida y el silencio adquiere la suya.
Ella sabe que en el claro del bosque podrá esperarlo a él. Que la distancia se acortará y el tiempo se diluirá. Nada hay que hacer en el claro sino aprender a esperar. Es el círculo de la esperanza.
En el claro del bosque es el nacimiento: cuando se descubre el peso del propio silencio y la imagen de la muerte deja de ser aterradora. Es el abrazo de la muerte. El vuelo en el orgasmo y el grito de placer. La expresión extática de una doncella mártir.
El bosque, lugar de encantos, de citas no convocadas, de aprestos imaginados. Donde las pequeñas criaturas danzan y lo invisible se desmenuza.
Para ella es el verdadero sueño. El extremo de lo inconcebible, el encuentro de la palabras que ruedan. Es la manzana cortada del árbol sin peso ni herida. Es el rayo de oro, peinado sol en bucles inadvertidos, sólo por ella acariciados. Es la apertura, no el enclaustramiento, a pesar de sus establecidos límites.
Es el obsesivo círculo de la infancia. Donde convergen los recuerdos: todos lo cuentos que le contaba su madre: los cuentos reunidos que sacó de su memoria. Que ahora se le agolpan, sin saber por cuál empezar. Uno: el más sencillo: el de unas campanillas de plata que sonaban al amanecer y del llanto de oírlas. Su madre, ¿de dónde venía su madre? que siempre estaba recordando lo que no había a su alrededor. ¿Cómo se puede vivir una vida pensando en otro lugar y sin estar en el presente? Salvo por la hija: su única atadura a esa tierra extraña y por quien alargó un poco su vida. Porque la madre quiso morir antes de morir de verdad. Le había legado su encendida melancolía y el arte de soñar. Su colección de pesadillas y un anillo que nunca usó. Sólo muerta, empezó la hija a conocer su verdadero legado. El derecho al amor y el camino hacia el claro del bosque. Las dos historias unidas. Repetidas.

La pureza del lecho nupcial se contagia de blancura mortal. Sábanas impecables, como aquellos lavados manteles, cubren el inanimado cuerpo. Alrededor, en silencio, el viejo esposo, los sirvientes, la familia, los amigos, los rabinos. Es la promesa del rito final.

A lo lejos tintinean las campanillas del caballo del mercader. Ella ha cumplido la petición y le espera con sus mejores galas.