SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Les confieso que yo de economía entiendo muy poco, o más bien no entiendo nada. Debo reconocer que eso de la inflación, la recesión y otros “sión” me cuesta comprenderlos, por más que me los han explicado muchas veces, así como lo que sucede en el mundo… me refiero a eso de la crisis económica.

Me encuentro todavía en Israel, y a cada rato escucho que la cosa aquí está muy bien; que todo mundo viaja, que la gente tiene un alto nivel de vida. Y sin embargo, hubo una enorme manifestación la semana pasada, y la gente joven se queja por la falta de muchas cosas.

Pero les voy a contar acerca de otro tipo de personas que viven aquí.Estaba parada en mi calle el otro día, cuando vi a punto de subirse al camión a tres árabes del servicio de limpieza de la municipalidad, que hablaban al unísono.

Al parecer indecisos, un barrendero, un “operador de limpieza” y un recogedor de la basura, me ven parada con una cámara fotográfica, tomando notas. Seguros de que soy  periodista, después de un shalom, etc. etc. me invitan a subir al camión e iniciar un recorrido nocturno para que me cerciore de que esto está para llorar, según sus palabras. Respondo que no, que prefiero que me lo cuenten. Tengo miedo de viajar con tres árabes. Aunque también tengo miedo de viajar con tres rusos, o tres lo que sea.

– ¿Qué quieres saber? -me pregunta un tal Muhamad.- Todo.- ¿Todo, todo, todo?- me pregunta.- Absolutamente- le respondo.- Nosotros sabemos lo que ustedes dicen de nosotros. Que somos flojos, que no hacemos nada, que todos somos terroristas, que pedimos constantemente dinero para nuestras municipalidades -comenta el que al parecer se llama Ahmad.

Lo que pasa es que ustedes no saben cómo estamos, lo que nos hace falta, lo poco que ganamos, lo pésimo que son nuestras condiciones de trabajo -interviene nuevamente al que llaman Mujamad.- Si ustedes quieren, escribo esto -les digo.Es Ahmad el que habla nuevamente ahora, un árabe de Kfar Kassem, con 17 años al servicio en la limpieza de Tel Aviv.

En realidad no sé nada de él, pero lo veo cada mañana recogiendo la basura en la calle donde vivo. Me cuenta que se levanta muy de madrugada para poder llegar a Tel Aviv. Que lo confunden a cada rato con árabes de Gaza, por lo cual lo paran y debe exhibir sus documentos.Le hago muchas preguntas y el tantea el terreno con sus respuestas. Me tiene miedo. Yo también le tengo miedo. Sus palabras van fluyendo poco a poco, y entonces surge una de esas frases de las que su significado está en el aire, y que solamente ellos tres la pueden atrapar: “Nuestro trabajo es levantar microbios y enfermedades… sufrimos mucho de las vías respiratorias y tenemos infecciones en los pulmones”.- Y ¿tienen algunas prestaciones?- Sí, claro, -me dice sonriendo, mezcla de burla y seriedad, y agrega: -un seguro de retiro…- Y ¿tienen seguro médico? -le pregunto ingenuamente.- No, servicio médico no tenemos…

Al que llaman Ahmad esgrime una sonrisa cansada y me dice, al retirarse, en un hebreo mejor que el mío: -no te preocupes, hakol beseder (todo está bien)…

MI PRIMO ALI

No se necesita decir que Ali, mesero de uno de los restaurantes del hotel Hilton de Tel Aviv, es árabe. Tiene los ojos verdes, el bigote grueso, y una mirada melancólica que lo caracteriza. Lo conozco desde hace años.En esta ocasión, sentada tomándome un tequila esperando a mi amiga Emma, Ali me comenta en voz baja: “Sólo en este lugar hay ahora seis personas dedicadas a la seguridad. Todo está controlado”.

Y Ali, uniformado como todos los meseros del primer hotel trasnacional de Tel Aviv -saco negro y pantalón negro, como los soldados de chocolate de las operetas europeas- me proporciona más datos: “Aquí no entra nadie ahora. Dentro de unas cuantas horas los sistemas de seguridad formarán un cerco al hotel, pues llega el Ministro de Finanzas y algunos banqueros”.

El clima, aparte de invernal, es totalmente policíaco. El hotel Hilton es uno de los centros de reunión más importantes de los banqueros. Cada rincón ha sido adornado con flores en este Hilton, inaugurado hace 46 años, aquellos gloriosos años cuando la banca privada tenía líderes tan distinguidos como Yefet y Ben Tzión, nombres que hoy en día pocos conocen.

Ahora abundan los jóvenes economistas y técnicos en computación bancaria.  Ali me dice: “Pregunta acerca de tus dudas a los economistas y ellos te lo explicarán todo…”. “El problema”, me dice David, un economista que acaba de entrar y escuchó nuestra conversación, “es que el mundo sigue en crisis, al borde del caos, y nadie hace nada por resolverla”. David, también de ojos verdes pero sin bigote, se toma un vodka y se marcha, debidamente rodeado por un grupo de policías disfrazados de civiles. Un técnico en finanzas ocupa su sillón, quien al parecer ha escuchado sus palabras. “Te aseguro que la clave del problema que atraviesa el mundo es que nadie hace nada para  aliviar el desempleo”.

Ali  empieza a servir vodkas, mientras que las palabras recesión, inmigración, inflación, producción, devaluación, flotan en el aire persiguiéndose unas a otras, martilleándome los oídos. Por más que trato, de plano, yo no entiendo nada de economía, y un tanto desesperada le pregunto a Ali: “Y tú, ¿tienes ahorros? “No”, me responde secamente. Ali es hábil. No dice nada más. Entra un hombre con pinta de banquero y se acerca al lugar donde está el buffet de lujo. Entra otro con cara de hombre de  negocios.

En el hotel se han congregado ya muchos periodistas, y todo tipo de gente que habla en números doláricos; se habla de Volvos, de viajes, de Grecia, de Obama, de los bancos, de la crisis, crisis, crisis…Ali es de un pueblo árabe. Es el único al que entiendo lo que dice: cuando me habla que no tiene ahorros, y que a veces no le alcanza su salario para los impuestos, la luz, la carne, la ropa. No… realmente yo no entiendo de economía.