ANTONIO J. ESCUDERO RIOS Y JOAQUÍN LLEDÓ/SEFARAD.ORG

En realidad no hay en Fernando Pessoa un problema específico relacionado con los Judíos. Lo que hay en Pessoa es, simplemente, un problema de identidad, sea éste judío o no, pero elevado en el caso del poeta a la quintaesencia. “Todos tenemos dos vidas: la verdadera, que es la que soñamos en la infancia, y que continuamos soñando cuando adultos, en un sustrato de niebla ; la falsa, que es la que vivimos en convivencia con los otros, que es la práctica, la útil, aquélla en que acaban por meternos en un ataúd”, decía Alvaro de Campos, uno de los muchos heterónimos de Pessoa. Pero, si el problema central es la identidad, también es cierto que, en este conflicto del autor consigo mismo, el judaísmo ocupa un lugar muy importante.

Hebreo por unos orígenes de los que, aparentemente , se sentía orgulloso, el hombre que llegó a decir al final de su irritante prólogo a “Alma errante” el libro de Eliezer Kamenevsky : “Ningún judío sería capaz de escribir este prefacio”, había sido acusado de judío en un panfleto antisemita publicados años antes; lo cual –creo que todos estaremos de acuerdo –es rizar el rizo. “A invasão dos Judeos” de Mário Saa fue publicado en 1924, es decir, cuando el poeta tenía 36 años, y lo curioso es que su autor, conocido antisemita, formaba parte del grupo Orpheu y era incluso colaborador de Athena , la revista que Fernando Pessoa había fundado ese mismo año. Y es precisamente el hecho de que Saa continuara escribiendo en esta revista tras la publicacíon del panfleto, lo que ha hecho pensar a algunos que el proprio Pessoa, amigo de las provocaciones, habío sido cómplice, al menos de alguna manera. No hay que olvidar que en “La invasíon de los Judíos” Mário Saa decía textualmente refiriéndose a Pessoa :

Sancho Pessoa, natural de Montemor-o-Velho, estuvo presso en la Inquisición de Coimbra y fue condenado a la confiscación por judío militante en 1706 (proceso en la Torre do Tombo, núm. 9.478) ; se desplazó después a Fundâo, donde se casó por tercera vez, dando origen a los Pessoa de Amorim, a la familla del periodista Alfredo da Cunha y, más directamente, a Fernando Pessoa, que de él es descendiente por línea de varón. A Fernado Pessoa le vemos como una silueta femenina y trémula, ajustándose los quevedos, meditando y actuando. Le vemos fisionómicamente hebreo, con tendencias astrológicas y ocultistas, un verdadero sacerdote del Talmud, prudente, cauteloso, tímido, disimulador de sus intenciones, que no desmiente la agitación temerosa que debería haber dominado a aquellos antepasados suyos del ghetto. Se diría que pesan en sus hombros todas la preocupaciones de Israel, los angustiosos recelos de la multitud acorralada en el ghetto. De este mismo pavor se resiente todo su pensamiento y literatura. Está lleno e pequeñitos recelos y, bueno, también de pequeñitas osadías. Es tímido y de ahí las audacias naturales de los tímidos. Se lanza y se oculta, se esconde y prepara nuevos lances; es una verdadera linterna sorda !, es decir, una linterna que oculta la llama sin apagarla. Todo eso se revela en sus innumerables pseudónimos, en los que tiene y en los que habrá de tener… y en los que no se sabe que tiene.

En la Vida plural de Fernando Pessoa, Angel Crespo subraya a este propósito que, si bien es cierto que sobre el origen hebreo del antepasado del poeta no hay ninguna duda, llegar a decir, comor hace Saa, que el tal antepasado era astrólogo, ocultista y salmista, parece una de esas bromas a las que tan aficionado era el propio Pessoa. Y dice Crespo:

Al final Saa parece cedre a su admiración por Pessoa y escribe : “Dirige últimamente una revista literaria a la que llama Athena la cual pretende ser un órgano de la literatura clásica ! Los hechos, sin embargo, parecen desmentir las intenciones. No olvidemos que en la antigüedad los hebreos de Alejandría crearon allí una escuela literaria judeo-helénica que pretendía expresarse en ritmos griegos. Filón, judío, era su más alto representante. Y tal vez hoy mismo Fernando Pessoa represente en la tierra al judío Filón !”. Comparar al poeta nada menos que con Filón de Alejandría, mas que un reconocimiento de sus méritos intelectuales, parece ser un acto de propaganda. Y es que lo que dice Saa (por cierto, un personaje misterioso del que poco o nada se sabe) se parece demasiado, tanto por el contenido como por el estilo, a lo que unos heterónimos dicen de los otros … y del mismo Pessoa.

¿Habría que deducir de todo esto que el proprio Pessoa colaboró en la redacción del panfleto, al menos en la parte que le concernía?, ¿quién puede saberlo? Mas lo que sí sabemos es que Pessoa escribió de su propria mano ese prólogo al libro del judío ruso Kamenezky, que ya hemos calificado de irritante. En este prefacio, escrito en 1932-es decir, ocho años después de la aparición de “La Invasión de los Judíos” -, Pessoa se preocupa por liberar, tanto a la masonería y a los rosacruces, a los que admira, como al igualitarismo, que él detesta, de ser fénómenos creados e impulsados por lo que en la época se llamaba ” la conspiración judía”, empeñándose tenazmente en demostrar los orígenes y el desarrollo de estos tres fenómenos en el seno del cristianismo (es decir, dentro de aquello que el mismo Pessoa consideraba ‘el pensamiento específicamente occidental’). El problema es que su afán por demostrar sus tesis, Pessoa termina diciendo :

Toda la literatura judía, la mejor y la peor, es esencialmente incoordenada y difusa. No tiene construcción en el conjunto ni precisión en la frase. Ningún judío, por gran poeta que fuese, sería capaz de escribir una composición que contuviese, implícito o explícito, el profundo movimento lógico – estrofa, antiestrofa, épodo- de la oda griega. Ningún Judío, por gran poeta que fuese, sería capaz de escribir, como Esquilo: “La infinita sonrisa de las ondas del mar”.>/I>

¿Cómo hay que interpretar estas frases… ?,¿como otra más de esas divagaciones, muchas veces incoherentes, sobre las supuestas afinidades intelectuales o morales de este o aquel pueblo o las que tan aficionado era el poeta? ¿o como una de sus características e irónicas bromas… ? De todas maneras y sea como sea, es evidente que, desde la alta perspectiva en la que se sitúa (en realidad, como veremos, era inubicable), Pessoa no siente tanto la necesidad de hacer desaparecer a ese judío que, de una forma o de otra, le persigue, como la de hacer desaparecer a ese modesto empleado de oficina que pasa sus jornadas redactantdo cartas comerciales en inglés y al que el poeta acabará asesinando de cirrosis.

Y será la lenta, despiadada, solitaria y terrorífica agonía de este modesto empleado la que, haciéndole producir sus más terribles versos, dará al poeta esa gloria nacional que él soñaba para su Súper-Camoens, de manera tan delirante, a través de todos esos textos en los que anuncia o prepara la llegada del Salvador, o sea, el regreso del mítico rey don Sebastián.

Los exégetas cristianos, pero también la moderna tradición judía, nos han acostumbrado a considerar el mesianismo como una característica esencial del judaísmo. Desde ese punto de vista, algunos quieren ver en la espera de Pessoa reminiscencias judaicas. La cosa no es evidente, porque, en realidad, a lo que está entregado el poeta –aparte sus esperpénticas declaraciones a favor de esta o aquelle dictadura- es a un desmembramiento que es, también, un intento desesperado por acceder, a través de un sacrificio que el mismo Pessoa estaría obligado a denominar crístico, a la mismísima divinidad, y no a una espera de un acontecimiento histórico vinculado con un pueblo real o imaginario.

Y es que en Pessoa todo es confusión, desgarro, imposibilidad de ser. Por ejemplo, su desesperado intento de ubicarse en esa corriente que él llama neopaganismo y de la que dice estar profundamente enamorado, sólo dibuja, en suma, la sombra terrorífica de una carencia esencial. “La Naturaleza es partes sin un todo”, dice Ricardo Reis en el segundo prefacio de “El guardador de rebaños”, la obra fundamental de Caeiro, otro de los heterónimos del poeta. Y esta frase, como todas las de Pessoa, pretendiendo expresar el gozo pagano de una experiencia sin posibilidad de totalización, lo que nos deja ver en realidad es el drama de un sujeto que pretende desesperadamente encontrar el centro absoluto, sin poder llegar a ser otra cosa que “un todo rodeado de nada”. Y no importa que el poeta, autocastrándose en su sueño, pretenda arrancarse uno tras otro lo párpados que le velan el acceso a la realidad natural, porque en este febril despetalamiento con el que pretende recuperar el paisaje, “última tierra prometida” –y a pesar de que el propio Pessoa diga una y otra vez que un estado de alma es un paisaje-, lo que queda es sólo una tormenta de elementos furiosos y desordenados en que todo, salvo quizá la poesía, se diluye y desaparece. Sólo quedan fragmentos, personajes de un drama que no es otra cosa que el drama de la desaparicón.

Como en uno de esos rituales masónicos –que tanto le fascinaron, pero en los que siempre se negó a participar-, una y otra vez se escucha la misma pregunta: “¿Sois poeta? , e, invariablemente, la misma respuesta: “Por tal me reconocen los otros poetas…” Y esa inubicable logica en la que Pessoa instala a sus poetas para que allí celebren el juicio de sus casi imposibles semejantes, es un templo de arquitectura cubista en el que todas las perspectivas y todos lo ángulos se confunden en un mismo punto geométrico misterioso, ausente del peristilo que delimita el drama.

“Para crear me he destruido ; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores, representando varias piezas…”, dice Bernado Soares, otro de las heterónimos de Pessoa. Pero la realidad es que todos estos poetas- personajes, pretendiendo ser exteriores aun en los más íntimo, simulando ser observadores de lo que acontece fuera de ellos, sólo pueden ver una cosa : el incesante desprenderse de esa carne con la que los unos intentan configurar la silueta de los otros y, pese al esfuerzo de todos ellos, el lento emerger de ese esqueleto que se desmorona sin llegar a encontrar ese vocablo misterioso que les haría auténticamente soberanos de su propia existencia.

“La vida oscilla como un péndulo, y esta oscilación en un sentido exige, para que la vida no se detenga, una similar oscilación en el sentido inverso”, dice Pessoa en su prólogo al libro de Kamenezky. De la misma manera es evidente que la creación ininterrumpida de heterónimos no es sino el reflejo de esa desesperada búsqueda de unicidad. Unidad que Pessoa no consigue atrapar nunca, ya que hasta la más pequeña de la cualidades que pudieran permitirle diferenciarse del caos que en todo momento amenaza con devorarle, se transforma para él en impersonal y gris ceniza que le oculta ese volcán que intuye pero al que no le será posible acceder más que desapareciendo. Pero el problema es que todo el resto, incluso la paciente obra creada, no son, como la famosa sandalia de Empédocles, sino rastros de la penosa ascensión. Ni más allá ni más acá existe nada. Sólo es real ese abismo.

Todo el resto es mentira. Y esto es evidente en la ingente obra prosística del poeta. Vanos intentos de convencerse de teorías y especulaciones a propósito de una realidad; un quehacer poético, disfrazándose una y otra vez con la piel del contrario o, al menos, ententándolo, para, en definitiva, no conseguir otra cosa que ese agujero insondable del que, eso sí, mana sin cesar esa lava arrolladora que, lentamente y como si ella sí obedeciese a las estrictas reglas de ese plano perdido, va a ir depositándose y transformándose en la efigie de ese Súper-Camoens que cualquier transeúnte no advertido confundiría con la imagen de no importa qué melancólico oficinista de los innumerables que pululan por la vieja ciudad de Lisboa.

Borges, que debió comprenderlo bien pues dedicó su vida a la misma tarea, le dice: “Acaso no pensaste nunca en tu sitio en la historia de la literatura… Escribire para ti, no para la fama…” . Evidentemente, esta frase debe leerse, como algunos de los mensajes de Leonardo, en un espejo que invierta totalmente los términos ya que, tanto el argentino como el portugés, no hicieron otra cosa durante toda su vida que intentar acceder a ese paraíso al que, siglo tras siglo, van a parar un reducido grupo de escritores que configuran, como los heterónimos que el uno y el otro tanto amaron, la imposible silueta del único y eterno creador de toda fabulación y de toda quimera.

Volvemos, otra vez y finalmente, a recordar a Pessoa, “mezcla de hidalgos y judíos”, no precisamente como bronce y muerta estatua, como le conmemora, sentado a la puerta de la “Brasileira”, la necrofilia cultural del ministerio de turno para consumo fotográfico de turistas apresurados, sino siempre vivo, tímido y lejano, como nos lo cantan sus versos…

Siempre el misterio de lo hondo tan verdadero como el sueño de misterio de la superficie, siempre esto o siempre otra cosa, o ni una cosa ni otra