PEDRO COBO
EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Le pregunté por el futuro de Israel. Posó su taza de café lentamente en la mesa, y mirándome a los ojos: “¿Cómo será el futuro de mis nietos? No lo sé”. La impotencia se reflejaba en la cara de mi amigo israelí. Estábamos en Jerusalén, junio del 2003 en medio de la Segunda Intifada.

En términos parecidos respondió David Grossman recientemente en una entrevista realizada por la Televisión Española: “Cuando se mira a Israel desde el exterior, cuando nos ven en la pantalla del televisor, nos ven como una bestia militar. Somos muy duros y muy fuertes, pero en lo más profundo cada israelí se siente muy frágil, muy inseguro respecto a nuestras posibilidades de estar aquí, de ser aceptados aquí, y no es paranoia.”

Desconfianza, inseguridad, miedo es lo que se siente mientras caminas por las calles y pueblos de Israel o cuando hablas con sus ciudadanos judíos.

Era ya de noche y las aguas del Mediterráneo mecían suavemente la pequeña cala de un campamento de verano cercano a la ciudad de Tabrus, al sur de Siria. A unos pocos metros, en la plaza central, más de cien niños refugiados palestinos –huérfanos o discapacitados– disfrutaban bailando gracias a la generosidad de donantes mexicanos.

Quince estudiantes de una universidad del Distrito Federal estaban allí como monitores. De pronto, la música cesó: una guapísima palestina con un hiyab blanco inmaculado tomó el micrófono. Era junio de 2010 y ella acababa de estar en Gaza, bombardeada en enero por el ejército israelí. La joven empezó a gritar y a gesticular: rabia que parecía incompatible con su bien proporcionado y delicado rostro. La infantil audiencia se contagió y estalló en gritos y aullidos. Un escalofrío de miedo me recorrió todo el cuerpo: nunca hasta ese momento había visto el odio colectivo.

Odio, ira y humillación entre los palestinos; miedo, cansancio y hastío entre los judíos israelíes. Un conflicto que parece no tener fin y que es capaz de acabar con la esperanza de los más optimistas, pero no con la tenacidad y capacidad de perdón del Izzeldin Abuelaish, quien desde que fue crío, según propio testimonio, fue “capaz de encontrar el capítulo bueno de una historia mala, y ésa ha sido siempre la actitud que he intentado mantener ante los considerables obstáculos que me han desafiado”. No fue el obstáculo menor la muerte de sus tres hijas en enero de 2010, en un bombardeo del ejército israelí a Gaza: “Encontré el cuerpo de Mayar tirado en el suelo; había sido decapitada. Había materia cerebral en el techo, manos y pies de mis hijas desperdigados por el suelo, como si los hubiera tirado allí alguien que tuviera mucha prisa. La sangre cubría toda la habitación, y brazos cubiertos por sweaters de sobra conocidos y piernas con sus pantalones que pertenecían a esas niñas tan queridas colgaban en ángulos imposibles arrancados de sus cuerpos…”. Lo más normal, quizá lo más humano, hubiera sido odiar a los judíos, a los israelíes. Así se lo preguntaron muchos a Abuelaish tras la tragedia, y he aquí lo más impresionante: “¿A qué judíos se supone que debo odiar?, contesté yo. ¿A los médicos y enfermeras con los que trabajo? ¿A los que están intentando salvar la vida de Ghaia y la vista a Shatha? ¿A los bebés que he ayudado a nacer? ¿A las familias como los Madmoony que me dieron trabajo y refugio cuando era un crío?”.

Abuelaish no guarda rencor ni siquiera contra el soldado que disparó contra su casa (por error o por órdenes superiores, ya que no se esclareció el asunto): “En cuanto al soldado que atacó mi casa, creo que su conciencia ya lo habrá castigado y se estará preguntando: ‘¿Qué he hecho?’”.

Abuelaish no es un optimista redomado sin conexión con la realidad. Su abuelo fue uno de los jefes de los clanes palestinos antes del nacimiento de Israel en 1948. Él nació en Gaza en 1955 en medio de una familia numerosa y paupérrima, mientras las tierras y casa de su abuelo pasaban a manos de Ariel Sharon. La casa paterna en Gaza fue arrasada para hacer más grande la calle,para que los tanques israelíes pudieran moverse con facilidad. Desde muy niño tuvo que compatibilizar todo tipo de trabajos con los estudios. Gracias a su tenacidad llegó a ser el primer palestino que trabajó en un hospital israelí. Perdió a su mujer por leucemia en 2008, y en 2009 perdió a tres de sus hijas y a una sobrina. Ante tanta calamidad, Abuelaish, se sintió como el Job de la Biblia o el Ayub del Corán, pero tuvo la increíble capacidad de sobreponerse y seguir adelante para luchar por la paz entre los dos pueblos:“Tenemos que mirar hacia delante. La dignidad de los palestinos vale lo mismo que la dignidad de los israelíes, y es hora ya de que vivamos en sociedad y colaboración…No hay marcha atrás”.

Con ese fin ha creado una fundación en honor a sus hijas para fomentar la educación y el desarrollo femenino en Oriente Medio. No ha faltado quien lo ha acusado de utilizar el dolor con fines propagandísticos y financieros, acusación negada por uno de sus mejores amigos judíos en el prólogo de No voy a odiar, el doctor Marek Glezerman, quien al igual que su amigo palestino aboga por el diálogo y por la no violencia. Los dos saben que el camino es terriblemente espinoso, pero también que no hay otra solución. La violencia solo puede conducir, si no se para pronto, a una destrucción masiva que podría extenderse a todo Oriente Medio. La única respuesta para ambas partes es el perdón y la reconciliación.

Estremecedor hasta provocar las lágrimas, el libro es un relato de primera mano de la dura vida en Gaza. Aunque relata los acontecimientos más importantes de los últimos sesenta años de Gaza y de Israel, no es un libro de política, ni tampoco es un relato lleno de quejas contra Israel. Es una historia contada en primera persona de alguien que critica duramente la violencia por ambas partes, y de alguien que entiende que la paz nunca va a depender de ceder un trozo de tierra más o menos, si no que vendrá de un cambio de actitud de la inmensa mayoría de israelíes y palestinos que desean la paz, y que deberán enfrentarse a los violentos de ambas partes.

Izzeldin Abuelaish, No voy a odiar,Aguilar, Madrid, 2011, 229 pp.